Abandonó la lucha al recibir un puñetazo en el rostro, que desencadenó un aluvión de dolor en su mejilla. Comprendió que era inútil todo intento de escapar. Se relajó y permitió que lo llevaran adonde quisieran. Como Alec forcejeaba con los dos hombres corpulentos que lo sostenían, le ajustaron más la soga que rodeaba su cuello. Los sonidos ahogados del soldado lo enfurecieron.
—¡Quédate quieto! —aulló—. ¡Alec, detente! ¡Te van a matar!
Por supuesto que el viejo oso no le hacía caso y seguía batallando.
Un rato después los trasladaron hasta el claro, donde el fuego continuaba ardiendo. Una mujer se acercó y arrojó dos troncos más a la hoguera, que se avivó y lanzó chispas rojas y brillantes. El hombre que había capturado a Mark rodeó la fogata y lo depositó frente a las dos hileras de cantores, que se quedaron en silencio y concentraron las miradas en los recién llegados.
Con el cuello rojo por la cuerda, el muchacho tosió y escupió mientras intentaba enderezarse. Un hombre alto —probablemente el que lo había remolcado hasta ahí— apoyó su enorme bota sobre su pecho y volvió a presionarlo contra el suelo.
—No te levantes —ordenó, ni enojado ni molesto: con un tono inexpresivo, como si pensara que al muchacho nunca se le iba a ocurrir desobedecer.
Habían necesitado dos hombres para bajar a Alec por el monte y, aun así, Mark no podía creer que lo hubieran logrado. Lo arrojaron cerca de donde él estaba. El soldado gemía y se quejaba, pero no se resistía, pues ellos todavía sujetaban el otro extremo de la cuerda que tenía alrededor del cuello. Le sobrevino un prolongado ataque de tos y luego escupió sangre en la tierra.
—¿Por qué están haciendo esto? —preguntó Mark sin dirigirse a nadie en particular. Estaba echado de espaldas, mirando las copas de los árboles y el reflejo de las llamas en las hojas—. No vinimos a hacerles daño. ¡Solo queremos saber quiénes son y qué están haciendo!
—¿Por eso preguntaste por Deedee?
Desvió la mirada y distinguió a una mujer que se hallaba a unos metros. Por la forma de su cuerpo, podía afirmar que era la misma que les había hablado arriba de la colina.
Se quedó impresionado por su absoluta falta de emoción.
—Entonces fueron ustedes quienes la abandonaron. ¿Por qué? Y por qué nos han hecho prisioneros ¡Solo queremos algunas respuestas!
De golpe, Alec comenzó a moverse frenéticamente: tomó la cuerda y tiró de ella hasta que logró ponerse de pie. La soga saltó de las manos de los hombres que la sujetaban y Alec voló hacia ellos con el hombro hacia adelante como si fuera a derribar una muralla. Chocó contra uno de sus agresores y logró derribarlo. Cayeron con estrépito y el viejo le lanzó varios golpes antes de que surgieran dos tipos más y lo apartaran del cuerpo de su compañero. Luego surgió otro y, entre los tres, consiguieron poner a Alec de espaldas y afirmar sus brazos y piernas contra el suelo. El hombre al que había derribado se puso de pie y le dio tres patadas seguidas en las costillas.
—¡Basta! —gritó Mark—. ¡Deténganse de una vez!
Sujetó su soga para levantarse, pero la bota volvió a aplastarlo una vez más contra la tierra.
—Te lo repito: no vuelvas a moverte —le advirtió su captor con la misma voz monótona.
Los otros continuaban dándole golpes y patadas a Alec, que se negaba a entregarse y no cesaba de pelear a pesar de estar en desventaja.
—Alec —le rogó Mark—. Tienes que detenerte o te van a matar de verdad. ¿De qué nos vas a servir si estás muerto?
Finalmente, las palabras penetraron su cerebro duro y terco. Se quedó inmóvil y se enroscó en un ovillo con una feroz mueca de dolor en el rostro.
Temblando de rabia, Mark se volvió hacia la mujer, que seguía allí observando todo con esa falta de emoción exasperante.
—¿Quiénes son ustedes? —fue todo lo que logró articular, pero trató de inyectarle a las palabras toda la furia que sentía.
La desconocida lo miró unos segundos antes de contestar.
—Ustedes son intrusos y no son bienvenidos. Y ahora van a hablarme de Deedee. ¿Está con ustedes en algún campamento cercano?
—¿Por qué te preocupas? ¡Ustedes la abandonaron! ¿Acaso temen que entre a escondidas en el campamento y los contagie a todos? Ella está bien. ¡No tiene nada malo!
—¡Tenemos nuestras razones! —contestó la mujer—. Los espíritus hablan y seguimos sus órdenes. Cuando vino la lluvia de demonios desde el cielo, dejamos nuestra aldea en busca de lugares más sagrados. Mucha gente decidió no unirse a nosotros. Deben andar por allí complotando con esos mismos demonios. Tal vez ustedes mismos sean sus espías.
Mark no podía creer las palabras absurdas de su captora.
—¿Pensaban dejar morir a una dulce niñita solo porque ella podría estar enferma? No me extraña que el resto de la gente del pueblo se negara a permanecer con ustedes.
—Escucha, muchacho —dijo la mujer, que se veía confundida—. Los otros son mucho más peligrosos que nosotros: atacan sin avisar, matan sin conciencia. El mundo está asediado por el mal en todas sus formas. Y no podemos correr riesgos, especialmente desde que invocaste el nombre de Deedee. Ahora tú y el viejo son nuestros prisioneros y ya nos encargaremos de ustedes. Si los liberamos, estaremos alertando a aquellos que desean hacernos daño.
Con la mente en un torbellino, Mark se quedó observándola. De pronto lo invadió un mal presentimiento. Cuanto más hablaba ella, más lo sentía.
—Deedee nos contó que los dardos vinieron del cielo. Vimos los cadáveres en su pueblo. A nosotros nos sucedió lo mismo. Estamos tratando de averiguar la razón.
—Esa niña atrajo el mal sobre nosotros. Sus malas artes nos condujeron a él. ¿Por qué creen que la abandonamos? Si ustedes la rescataron y la trajeron cerca de nosotros, entonces habrán hecho algo más horrendo de lo que podrían imaginarse.
—¿Qué son todas esas estupideces? —escupió finalmente Alec—. Tenemos problemas mucho mayores de los que tú puedas imaginar, mujer.
—Tienen que dejarnos ir —agregó Mark rápidamente, antes de que Alec dijera algo más. El hombre era el tipo más fuerte del grupo, pero era un desastre como negociador—. Solo estamos buscando un lugar seguro donde vivir. Por favor. Te aseguro que nos marcharemos. No le hablaremos a nadie de ustedes y no traeremos a Deedee cerca de aquí si no lo desean. Podemos cuidarla.
—Me entristece mucho tu falta de comprensión —repuso la mujer—. De veras.
Sintió deseos de gritar pero se obligó a mantener la compostura.
—Escucha. Hablemos por turnos. Cada uno le explicará su situación al otro. ¿Te parece bien? Yo quiero comprender, en serio. Y realmente necesito que ustedes nos entiendan a nosotros. ¿No pueden hablar en vez de tratarnos como animales? —propuso. Como no hubo respuesta, buscó algo más que decir—. Entonces… ¿qué tal si comenzamos desde el principio? Cómo llegamos a estas montañas.
—Siempre pensé que, cuando los demonios vinieran a buscarnos, tratarían de mostrarse amables —comentó ella con mirada ausente—. Ustedes nos embaucaron para que los atáramos y los trajéramos hasta acá, así podían comportarse de manera agradable y engañarnos otra vez.
—Todos ustedes son unos demonios —exclamó y luego le hizo una ligera señal a uno de sus compañeros, que se encontraba junto a los dos cautivos.
El hombre le dio a Mark una patada en las costillas. El dolor se disparó dentro de su cuerpo y, sin poder contenerse, dio un grito. El matón volvió a patearlo, esta vez en la espalda, justo en los riñones. Las lágrimas le quemaron los ojos mientras gritaba con más fuerza.
—Ya basta, maldito hijo de… —exclamó Alec, pero sus palabras fueron interrumpidas cuando uno de los captores le pegó un puñetazo en la cara.
—¿Por qué hacen esto? —aulló Mark—. ¡No somos demonios! ¡Ustedes han perdido la razón! —protestó y otra patada se clavó en sus costillas, seguida de un dolor insoportable. Enroscó el cuerpo y se envolvió con los brazos como preparándose para la inminente embestida, de la que no tenía posibilidad de escapar.
—Basta.
La palabra atronó el aire desde el otro lado de la fogata: una voz áspera y profunda.
Los matones que habían golpeado a Mark y Alec se alejaron de inmediato, se arrodillaron y bajaron la cabeza. La mujer también se puso de rodillas y miró hacia el suelo.
Estremecido por el dolor, Mark estiró las piernas e intentó ver quién había dado esa orden tan simple como efectiva. Algo se movió entre las llamas y un hombre apareció ante su vista y se aproximó a él. Cuando estuvo a poco más de un metro de distancia, se detuvo y Mark lo recorrió con la mirada: desde las botas, los jeans, pasando por la camisa a cuadros ceñida, hasta el rostro, lleno de horrendas cicatrices, como inhumano. Tuvo que reprimir el impulso de apartar la vista.
Cuando sus miradas se encontraron, sintió la amenaza en esos ojos penetrantes y desgarradores.
El hombre de rostro desfigurado no tenía pelo ni orejas.