23

Mientras caminaban por el bosque, las melodías no cesaron. Trataban de no hacer ningún ruido, pero de vez en cuando Mark pisaba alguna ramita y el crujido de la madera sonaba como la explosión de una bomba en el relativo silencio del bosque. Cada vez que eso ocurría, Alec le echaba una mirada severa, como si semejante acción fuera la estupidez más grande que un ser humano pudiera cometer.

Lo único que Mark podía decir era Perdón. Se esforzó por cuidar cada paso que daba, pero sus pies parecían sentir una atracción especial hacia todo lo que causaba estruendo.

Ya casi se había extinguido por completo la luz del sol cuando se arrastraron entre la arboleda, cada vez más cerca del coro de cánticos siniestros. Con sus sombras estáticas, altas, funestas y amenazadoras, los árboles parecían inclinarse hacia Mark donde se encontrara. Le resultaba muy difícil quedarse en silencio, lo cual provocó más miradas de reproche de Alec. Por suerte, debido a la oscuridad, no podía distinguir bien la expresión de su rostro. Continuó la marcha tras los pasos del viejo oso.

Habían caminado unos cien metros a través del bosque cuando divisaron una fuente de luz delante de ellos. Era anaranjada y titilaba: una gran fogata. Los cánticos habían aumentado considerablemente de volumen… y de intensidad. Se notaba que la gente estaba cada vez más compenetrada con su extraña tarea.

Alec se deslizó furtivamente hasta un árbol viejo de tronco muy ancho y se agazapó detrás.

Mark seguía pegado a sus talones, haciendo grandes esfuerzos por no hacer ruido. Se arrodillaron uno al lado del otro y quedó mucho espacio de sobra.

—¿Qué piensas de lo que dijo Deedee? —susurró Mark con curiosidad.

Debió haber hablado muy alto, porque Alec le echó su clásica mirada de reproche, apenas visible en la penumbra. Luego, con voz suave, le respondió:

—Estas personas bien pueden ser las que la abandonaron, y tengo la sensación de que tienen los cerebros hechos trizas. Así que trata de no hacer ruido, ¿puede ser?

Mark puso los ojos en blanco, pero Alec ya se había dado vuelta y se inclinaba hacia adelante para espiar por el costado del tronco del árbol. Después de unos segundos, volvió a su posición anterior.

—No puedo distinguir a todos —explicó—, pero hay por lo menos cuatro o cinco chiflados bailando alrededor del fuego como si estuvieran convocando a los muertos.

—Quizá sea exactamente lo que están haciendo. Parece una secta.

—Tal vez siempre fueron así —comentó Alec lentamente.

—Deedee mencionó que habían dicho que ella era «el mal». Quizás el virus los empeoró más aún —agregó. Una secta con una enfermedad que volvía a sus integrantes todavía más locos: parecía una broma—. Ya me dieron escalofríos y todavía ni los veo.

—Sí. Es mejor que nos acerquemos. Quiero dar un último vistazo para asegurarme de que no tenemos que preocuparnos por ellos.

Se agacharon y salieron del escondite. Caminaron despacio de un árbol a otro mientras Alec iba controlando que no hubiera nadie. Mark estaba orgulloso de sí mismo: ya llevaba un rato largo sin hacer ruido.

Continuaron hasta llegar a unos cien metros de la fogata. El canto sonaba muy nítidamente y las sombras de las llamas lanzaban destellos circulares en las copas de los árboles. Esta vez, Mark se acurrucó detrás de un árbol distinto del de Alec y asomó la cabeza para echar una mirada por la larga pendiente.

De unos tres metros de ancho, la fogata rugía y las lenguas de fuego ascendían por el aire en actitud amenazante. Mark no podía creer que esos tontos se arriesgaran a incendiar todo el bosque. Especialmente por la sequedad que imperaba tras las explosiones de las llamaradas solares.

Cinco o seis personas bailaban y daban vueltas alrededor del fuego. Alzaban los brazos al cielo y los dejaban caer, después se inclinaban hacia el suelo y se deslizaban hacia el costado, desde donde volvían a comenzar la danza una vez más. Había imaginado que llevarían túnicas exóticas o que estarían completamente desnudos; sin embargo, usaban ropa sencilla: camisas, tops, jeans, pantalones cortos, calzado deportivo. Colocadas en dos hileras al otro lado de la fogata, unas doce personas entonaban el cántico extraño e indescifrable que Mark había estado escuchando.

Alec le dio una palmada en el hombro que lo sobresaltó.

Reprimiéndose para no levantar la voz, se volteó hacia el líder.

—Me diste un susto de los mil demonios.

—Lo siento. Escucha, todo esto me huele mal. No sé si representarán una verdadera amenaza o no, pero la gente del búnker al cual nos dirigimos seguramente ya los vio y debe estar en alerta máxima.

Se preguntó si eso sería algo bueno.

—Si ellos son un elemento de distracción, tal vez a nosotros nos resulte más fácil entrar sin ser vistos. ¿No crees?

Alec pareció considerar sus palabras.

—Sí, puede ser. Deberíamos…

—¿Quién anda ahí arriba?

Se quedaron paralizados mientras se miraban el uno al otro con la boca abierta. Alcanzó a ver las llamas titilantes reflejadas en los ojos de Alec.

—Pregunté quién anda ahí —exclamó una mujer del grupo junto al fuego—. No les vamos a hacer daño, solo queremos invitarlos a que se unan a nuestras alabanzas a la naturaleza y a los espíritus.

—Diablos —susurró Alec—. No lo creo posible.

—Estoy totalmente de acuerdo —repuso Mark.

Se escuchó el crujir de pisadas y, antes de que pudieran atinar a nada, dos personas se hallaban encima de ellos. Como estaban de espaldas al fuego, Mark no lograba distinguir sus rostros, pero estaba casi seguro de que se trataba de un hombre y una mujer.

—Nos encantaría que vinieran a cantar y a bailar con nosotros —dijo la desconocida con un tono demasiado… sereno, dadas las circunstancias. En ese mundo nuevo había que ser muy cuidadoso cuando uno se encontraba con extraños.

Alec se incorporó y Mark lo imitó: ya no tenía sentido seguir escondidos ahí como si fueran niños espiando. El soldado se cruzó de brazos y sacó el pecho; parecía un oso tratando de defender su territorio.

—Miren —comenzó con su típico vozarrón—. Me halaga que se hayan acercado hasta acá para invitarnos, pero con todo respeto vamos a tener que rechazar su oferta. Estoy seguro de que no lo tomarán a mal.

Mark hizo una mueca al pensar que esas dos personas eran demasiado impredecibles (por no decir inestables) como para arriesgarse a ser sarcásticos o groseros con ellas. Deseó poder ver su reacción en sus rostros, pero se mantenían ocultos en las sombras.

—¿Por qué están aquí? —preguntó el hombre como si no hubiera oído las palabras de Alec—. ¿Por qué nos espían? Yo pensé que se sentirían honrados de recibir nuestra invitación.

Alec inhaló levemente y Mark percibió que se estaba poniendo tenso.

—Sentimos curiosidad —repuso sin alterar la voz.

—¿Por qué abandonaron a Deedee? —soltó Mark de improviso y se sorprendió de sus propias palabras. Ni siquiera estaba seguro de que esa gente perteneciera al mismo pueblo—. Es una niña pequeña. ¿Por qué la abandonaron como a un perro?

La mujer no respondió la pregunta.

—Tengo un mal presentimiento sobre ustedes dos —dijo—. Y no podemos correr riesgos. Llévenselos.

Antes de que Mark pudiera procesar sus palabras, tenía una cuerda atada fuertemente alrededor del cuello. Lanzó gritos ahogados y alzó las manos para intentar aliviar la presión, pero cayó de espaldas y el golpe lo dejó sin aire. Alec se hallaba en la misma situación y se lo escuchó maldecir entre sonidos roncos. Mark retorció el cuerpo y lanzó patadas mientras trataba de girar y enfrentar a su adversario, pero unas manos fuertes lo sujetaron por debajo de los brazos y comenzaron a arrastrarlo por la ladera de la colina… hacia la fogata.