Durante la siguiente parte del viaje, Alec y Lana fueron mucho más cautelosos: cada quince minutos se detenían para escuchar con atención en busca de indicios de guardias o trampas, y siempre que podían se mantenían bajo el amparo de los árboles.
El sol estaba bajando y faltaban solo un par de horas para que desapareciera por completo cuando Alec se detuvo y reunió a todos a su alrededor. En algún momento los dos adultos parecían haber decidido que ya no era importante mantenerse apartados unos de otros. Se encontraban sobre la maleza seca y quebradiza de un pequeño claro, rodeados de gruesos robles y pinos gigantescos que no habían sido consumidos por las llamaradas. Era un espacio en medio de un pequeño valle entre dos colinas medianas. Mark continuaba de buen humor y le despertó curiosidad conocer los planes del sargento.
—He tratado de hacer esto lo menos posible —explicó Alec—, pero ya es hora de mirar la tableta y asegurarnos de que mi mapa siga siendo exacto. Esperemos que mi mente envejecida no nos haya fallado.
—Sí —comentó Lana—. Ojalá que no estemos en Canadá o en México.
—Muy graciosa.
Encendió el dispositivo, abrió el programa de mapeo y buscó el que tenía documentados los viajes del Berg, donde se veían todas las líneas confluyendo en un mismo lugar. También sacó la brújula. Mientras todos observaban en silencio, pasó varios minutos examinando el plano y comparándolo con su copia manuscrita. Cada tanto cerraba los ojos para pensar. Mark pensó que era posible que en su mente estuviera volviendo sobre sus pasos, tratando de cotejar el camino recorrido con lo que veía en los mapas. Finalmente se puso de pie y dio una vuelta completa mientras observaba el sol y luego examinaba la brújula.
—Bueno, bueno, bueno —dijo con su voz estentórea.
Luego volvió a agacharse, estudió los mapas durante un largo minuto y le hizo algunas correcciones a la versión en papel. Mark se estaba impacientando, preocupado especialmente por que el hombre hubiera llegado a la conclusión de que se habían desviado de la ruta. Pero las siguientes palabras aplacaron su preocupación:
—¡Qué bueno soy! En serio, después de todos estos años creía que ya no volvería a sorprenderme a mí mismo. Pero aquí me tienen otra vez en medio del asombro.
—Ay, hermano —gimió Lana.
En la pantalla del aparato señaló un lugar hacia la izquierda del punto que marcaba el centro de las rutas del Berg.
—A menos que ese virus esté devorando mi cerebro y me haga decir tonterías, estamos exactamente aquí, a unos ocho kilómetros del sitio donde el Berg estaciona todos los días.
—¿Estás seguro? —inquirió Trina.
—Sé leer mapas y sé leer la conformación del terreno. También sé guiarme por el sol y por la brújula. Todos estos valles, montañas y colinas podrán parecer iguales ante tus hermosos ojitos, pero créeme: no lo son. Y fíjate aquí —agregó señalando un punto en el mapa—. Esa es Asheville, unos pocos kilómetros al este. Estamos cerca. Creo que los próximos días podrían ser muy interesantes.
Mark tenía el presentimiento de que su buen humor no habría de durar mucho.
Caminaron más de un kilómetro, adentrándose en una de las zonas más boscosas de todas las que habían cruzado hasta el momento. Alec quería estar al amparo de los árboles en caso de que la gente a la que iban a enfrentar enviara guardias a hacer rondas nocturnas. Armaron un pequeño campamento, prepararon una cena rápida y luego se colocaron alrededor de un sitio vacío. No encendieron una fogata por miedo a ser descubiertos: no podían correr el riesgo de ser divisados tan cerca del cuartel general del Berg.
Se sentaron en círculo, mirándose unos a otros mientras la luz se apagaba y los grillos del bosque comenzaban a cantar. Mark preguntó cuál era el plan para el día siguiente, pero Alec insistió en que todavía no estaba listo. Antes de anunciárselo a los demás, necesitaba pensar y luego analizar todo con Lana.
—¿No crees que podemos ayudar? —preguntó Trina.
—Más adelante —respondió con brusquedad. Y eso fue todo.
—Justo cuando volvías a resultarme agradable —dijo ella con un suspiro exagerado.
—Sí, claro —apoyó la espalda contra un árbol y cerró los ojos—. Ahora denme un rato, que necesito usar la mente.
Trina dirigió la vista hacia Mark en busca de un poco de consuelo, pero solo recibió una sonrisa por respuesta. Hacía mucho tiempo que el muchacho se había acostumbrado a la manera de ser del viejo oso. Además, estaba bastante de acuerdo con él y no tenía la menor idea de qué debían hacer por la mañana. ¿Cómo harían para obtener información de una ciudad (y una población) de la cual no sabían absolutamente nada?
—¿Cómo estás, Deedee? —le preguntó a la niña, que se hallaba sentada con las piernas cruzadas y la vista clavada en el piso—. ¿Qué está pasando dentro de esa cabecita?
Se encogió de hombros y le dirigió una media sonrisa.
Trina se dio cuenta de que debía estar preocupada por lo que les depararía el próximo día.
—Escúchame: no tienes que estar asustada por lo de mañana. No vamos a permitir que te ocurra nada malo, ¿sabes?
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Trina se inclinó y la abrazó. Si quedaba alguna duda de que Alec y Lana habían abandonado la lucha por evitar que los chicos se acercaran o se tocaran, se desvaneció en ese mismo momento. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra.
—Estos son problemas de los grandes —le dijo Trina a Deedee—. No tienes que preocuparte. Te pondremos en algún lugar seguro y todo lo que haremos será tratar de hablar con algunas personas. Nada más. Todo va a estar perfectamente bien.
Mark estaba por agregar algo a las palabras reconfortantes de Trina cuando oyó un ruido a la distancia. Parecía que alguien cantaba.
—¿Oyeron eso? —susurró.
Los otros prestaron atención, especialmente Alec, que abrió los ojos bruscamente y se enderezó.
—¿Qué pasa? —preguntó Trina.
—Silencio —Mark se llevó el dedo a los labios y ladeó la cabeza hacia la voz lejana.
Era muy débil, pero no cabía duda de que estaba allí. Era la voz de una mujer entonando algún tipo de cántico, no tan lejos como había pensado en un principio. Sintió que un escalofrío le recorría la piel y recordó a Misty canturreando cuando comenzó a sucumbir a la enfermedad.
—¿Qué rayos es eso? —murmuró Alec.
Nadie contestó; todos siguieron escuchando. El tono era agudo y alegre: de no haber estado tan fuera de lugar, hubiera resultado agradable. Si realmente había alguien cerca cantando de esa manera, bueno… resultaba extraño. Un hombre se unió a los cánticos y luego algunas personas más, hasta que sonó como un coro perfecto.
—¿Qué diablos está ocurriendo? —explotó Lana—. ¿Será una iglesia?
Alec se inclinó hacia adelante con una expresión grave en el rostro.
—Odio tener que decir esto, pero tenemos que ir a ver qué pasa. Iré yo; ustedes permanezcan aquí sin hacer ruido. Esto bien podría ser una trampa.
—Voy contigo —soltó Mark. No podía soportar quedarse sentado sin hacer nada y, además, sentía una fuerte curiosidad.
Alec no pareció muy seguro. Miró a Lana y luego a Trina.
—¿Qué? —exclamó la joven—. ¿No crees que las mujeres podemos arreglárnoslas solas? Ustedes vayan, que nosotras vamos a estar perfectamente. ¿No es cierto, Deedee?
La niña no tenía muy buen aspecto. El canto la había asustado mucho. Sin embargo, miró a Trina tratando de esbozar su mejor sonrisa.
—Muy bien —dijo Alec—. Vamos, Mark, tenemos que investigar.
Deedee se aclaró la garganta y extendió las manos como si deseara hablar.
—¿Qué pasa? —preguntó Trina—, ¿sabes algo?
Con expresión de miedo, la niñita asintió vigorosamente con la cabeza y después se soltó a hablar como nunca lo había hecho desde que la habían encontrado.
—Las personas con las que vivía. Son ellas. Yo sé que son ellas. Se volvieron raras. Empezaron a hacer… cosas. Decían que los árboles y las plantas y los animales eran… mágicos. Me dejaron porque dijeron que yo era… el mal —se echó a llorar al pronunciar esa palabra—. Porque me dispararon y no me enfermé.
Mark y los demás se miraron entre ellos: la situación se tornaba cada vez más rara.
—Entonces será mejor que echemos un vistazo —dijo Lana—. Por lo menos hay que asegurarnos de que estén muy lejos y de que no vengan en nuestra dirección. ¡Pero estén atentos!
Alec parecía ansioso por ir a explorar. Le tocó ligeramente el hombro a Mark, y cuando estaban por marcharse, Deedee habló una vez más:
—Tengan cuidado con el hombre feo sin orejas.
Se apoyó en el hombro de Trina y comenzó a sollozar. Mark miró a Alec, quien le hizo un gesto de que era mejor no presionar a la niña. Sin una palabra, ambos se internaron en el bosque.