El Edificio Lincoln era uno de los más altos, nuevos e impresionantes de Nueva York. Uno de los pocos que tenían acceso directo al sistema de subterráneos. Era hacia allí adonde Alec repetía que debían dirigirse. Decía que tenía un mapa completo almacenado en el teléfono, pero era evidente que le preocupaba que no lograran llegar a tiempo. Bajo la luz mortecina, Mark alcanzó a percibir que el soldado tenía grandes dudas: algo que no correspondía a su personalidad de hombre duro. Pensó que si lo encerraban en una jaula con una docena de leones irritados, el viejo decidiría a cuál matar primero sin perder la sonrisa.
El Edificio Lincoln, se dijo. Ve primero allí y luego puedes ir a buscar a tu familia.
Corrían por uno de los numerosos y aparentemente interminables túneles que se encontraban debajo de la ciudad. Alec a la cabeza, luego Lana, la mujer con la que dijo que había tenido el placer de trabajar durante doce años. A continuación Darnell, que tenía más o menos la misma edad que Mark; luego una chica llamada Misty —otra adolescente un poco mayor, tal vez de dieciocho— y por último un chico, también más grande que Mark pero bajo y musculoso. Misty se refería a él como el Sapo, y en realidad a él parecía agradarle el apodo. Luego venían Mark y Trina, con otro chico llamado Baxter en la retaguardia. A pesar de que era el más joven de todos —tendría unos trece años—, Mark podía asegurar que Baxter era un tipo rudo. Había insistido en colocarse en último lugar alegando que quería proteger a todos de los ataques sorpresivos.
Durante la carrera, Mark deseó tener el tiempo suficiente para hacerse amigo de él.
—Espero que sepa lo que está haciendo —masculló Trina en voz baja. Marchaban uno al lado del otro y a Mark se le ocurrió la ridicula idea de que sería agradable que se encontraran en una playa y el sol se estuviera poniendo sobre el agua. Agradeció que Trina no pudiera leer sus pensamientos.
—Sabe lo que hace —insistió Mark. Tampoco quería que ella supiera que estaba temblando de miedo, lo cual le dificultaba los movimientos. Después de diecisiete años de vida, acababa de descubrir que era un cobarde.
—Un tsunami —pronunció Trina como si fuera la palabra más siniestra que pudiera brotar de su boca—, ¿estamos en medio de los subterráneos de la ciudad de Nueva York y esa se supone que debería ser nuestra peor preocupación? ¿Un tsunami?
—Estamos bajo tierra —respondió Mark—. Y, por si lo has olvidado, nuestra ciudad está al lado del océano. El agua fluye hacia abajo. Ya sabes, la gravedad y todas esas cuestiones.
Sintió la mirada antipática que ella le echó y supo que la merecía. Los nervios debían estar tratándolo muy mal para portarse como un sabelotodo. Intentó salvarse de la única manera que conocía: la sinceridad.
—Perdón —balbuceó en medio de los jadeos provocados por el agotamiento—. Estoy muerto de miedo. Lo lamento mucho.
—Está bien. En realidad, no era una pregunta. Es solo que… no sé. Supongo que lo que quise decir es que todo esto es una locura. Llamaradas solares y un tsunami. Hace pocas horas, esas palabras ni siquiera formaban parte de mi vocabulario. Ni por asomo.
—Está todo mal —fue lo único que se le ocurrió. No quería hablar más del asunto. Cuanto más lo hacía, más se le retorcían las tripas de la desesperación.
Al arribar al final del último túnel, Alec disminuyó el paso y se detuvo. Todos respiraban con dificultad y Mark tenía el cuerpo empapado de sudor.
—Ahora tenemos que atravesar una de las secciones más nuevas del sistema de subterráneos —advirtió Alec—. Habrá mucha gente y no sabemos en qué estado. A veces, las personas se ponen muy desagradables cuando creen que el mundo se va a acabar.
Una vez que todos comenzaron a respirar con más calma, Mark oyó sonidos ahogados que parecían venir de atrás del líder. El zumbido de una multitud hablando bulliciosamente. Se agregaron algunos ruidos perturbadores: gritos lejanos, aullidos y gemidos. El aislamiento del pequeño y húmedo depósito ya no le pareció tan terrible.
Lana continuó hablando sobre el tema.
—Solo tenemos que cruzarla. Caminen rápido pero no dejen traslucir que saben adonde van. No podemos darnos el lujo de llevar nada: vacíen los bolsillos y los abrigos o nos atacarán.
Debemos confiar en que encontraremos lo necesario en el Edificio Lincoln.
Varios transportaban paquetes de la comida que habían encontrado antes y los arrojaron al suelo. Al hacerlo, Trina sintió que le arrancaban parte de la vida.
—Después de cruzar por esta puerta —dijo Alec con la vista en el teléfono, cuya batería debía estar por morir—, saltaremos a las vías. Si nos mantenemos fuera de la explanada, es posible que nos topemos con menos gente. Seguiremos derecho por unos ochocientos metros y luego podremos ingresar a las puertas de la escalera que lleva al Edificio Lincoln. Esa mole llega hasta el piso noventa: es nuestra única oportunidad.
Mark echó una mirada a los demás y vio que estaban muy nerviosos. El Sapo daba saltos, lo cual resultaba absurdamente apropiado.
—Vamos —exclamó el soldado—. Manténganse juntos y luchen hasta morir.
Al oír las últimas palabras, Trina soltó un resoplido y Mark deseó que el hombre no las hubiera pronunciado.
—¡Muévanse! ¡Vamos! —gritó Lana. Mark nunca llegaría a saber si esos gritos eran de frustración o motivación.
Alec abrió la puerta y la traspuso. Los demás lo siguieron mientras una ráfaga de aire caliente los azotaba con fuerza. Sintió que se le incendiaba el pecho y luchó para conseguir respirar hasta que se acostumbró.
Entró en el largo túnel detrás de Trina. Se encontraban en una cornisa angosta situada más o menos a un metro de las vías del tren. Alec y Lana pasaron primero y luego ayudaron a los demas. Uno por uno, saltaron desde la cornisa hacia las vías y aterrizaron con estrépito y sacudiendo las piernas. Mark alzó la vista. La luz se derramaba por los peldaños que los conducirían al mundo desolador que se hallaba encima de sus cabezas. Estudió a la gente que pululaba por el rellano que se hallaba frente a ellos: todos tenían la mirada clavada en los recién llegados.
Lo que vio allá arriba casi le detuvo el corazón.
El recinto estaba abarrotado de gente. Al menos la mitad de la muchedumbre tenía alguna herida: cortes, tajos, quemaduras terribles. Había personas tumbadas en el piso, gritando. Niños de todas las edades, muchos de ellos lastimados. Eso fue lo que más le dolió. En un rincón, dos hombres se enfrentaban ferozmente a golpes y nadie hacía ningún intento por separarlos. Una mujer yacía en el borde del rellano; su rostro era solo sangre y piel calcinada. Mark sintió que se había asomado al infierno.
—Caminen —ordenó Alec una vez que todos bajaron a las vías.
Eso hicieron, manteniéndose lo más pegados que podían. Mark tenía a Trina a su izquierda y a Baxter a su derecha. El chico parecía aterrorizado y Mark deseó poder decirle algo que lo animara, pero no encontró las palabras. De todas maneras, serían palabras huecas. Alec y Lana se hallaban justo delante de Mark; su actitud agresiva resultaba muy convincente.
Habían recorrido la mitad de la sección principal de la explanada cuando dos hombres y una mujer saltaron a las vías y se interpusieron en su camino, obligándolos a detenerse. Los desconocidos estaban sucios pero no tenían heridas. Al menos, físicas. Sus ojos estaban teñidos de angustia por todo lo que habían contemplado.
—¿Adonde creen que van? —preguntó la mujer.
—Sí —agregó uno de sus amigos—. Parecen muy importantes. ¿Saben de algún lugar que nosotros desconozcamos?
El otro hombre se acercó más a Alec.
—No sé si ya lo ha notado, señor, pero el sol decidió eructar encima de todos nosotros. La gente está muerta. Muchísima gente. Y no me gusta que crea que puede deambular por acá como si nada hubiera pasado.
Más personas saltaron desde la explanada y se colocaron detrás de los tres desconocidos, bloqueándoles el camino.
—¡Veamos si tienen comida! —gritó alguien.
Alec se irguió y le pegó un golpe al hombre que se encontraba frente a él. La cabeza del matón se sacudió violentamente, un chorro de sangre brotó de su nariz y el sujeto se derrumbó en el piso. Todo había sido tan brutal y repentino que nadie atinó a moverse. Luego varias personas corrieron gritando hacia el grupo de Mark y el caos se desató. Volaron los puñetazos y las patadas, los dedos se aferraron a las cabelleras y arrancaron mechones. Mark recibió un golpe en la cara justo en el momento en que un hombre sujetaba a Trina. La furia se apoderó de él y devolvió la agresión revoleando los brazos con violencia hasta conectar dos golpes. Luego apartó de un puñetazo a su agresor al ver que Trina se encontraba en el suelo, luchando contra un loco que intentaba dominarla.
Voló hasta ella y se abalanzó sobre el tipo. Ambos rodaron por el suelo sin dejar de pegarse. Se trenzaron en una maraña de brazos y piernas que pateaban y forcejeaban. Logró liberarse y se alejó gateando para controlar que Trina se encontrara bien. Ella ya estaba de pie corriendo hacia su atacante y lanzándole una patada a la cara. Al hacerlo, se patinó y cayó de espaldas. El extraño salió tras ella, pero Mark aterrizó sobre él y le clavó el hombro en la barriga. El tipo se enroscó hecho un ovillo y gimió mientras Mark se ponía de pie y tomaba a Trina de la mano.
Ambos se abrieron paso a través de la muchedumbre para ver qué había sido de los demás.
Todos continuaban luchando, pero por lo menos nadie más se había unido al grupo de atacantes. Mark observó cómo el Sapo golpeaba a un agresor; Alec y Lana ayudaban a Misty y a Baxter a librarse de un hombre y una mujer. Dos personas más se alejaron corriendo del grupo.
Parecía que todo iba a terminar.
Ese fue el momento exacto en que sucedió. Al principio se escuchó un rugido lejano, que comenzó a aumentar de volumen, y el túnel tembló levemente. De inmediato, todas las peleas se interrumpieron. La gente se levantó y miró a su alrededor. Aferrado a la mano de Trina, Mark trató de encontrar el origen del ruido.
—¿Qué es eso? —gritó ella.
El le echó una mirada de asombro y luego siguió recorriendo el túnel. El piso vibró bajo sus pies y el bramido se incrementó hasta convertirse en un ruido atronador. Sus ojos se deslizaron por los peldaños que subían desde la explanada del subterráneo justo en el instante en que los gritos entraron en erupción. Eran miles de alaridos en medio de una nebulosa de personas que se movían llevadas por el pánico.
Una monstruosa pared de agua sucia descendía a raudales por las anchas escaleras.