—No he tenido un día perfecto desde que cumplí dieciséis años —comentó Trina mientras doblaba el borde de la hoja y cerraba el libro—. Tres días después, tú y yo huíamos por un túnel más calcinante que el sol.
—Qué buenos momentos —reflexionó Mark poniéndose más cómodo. Se reclinó contra la misma roca y cruzó las piernas—. Qué buenos momentos.
Trina le echó una mirada de reojo.
—¿Mi cumpleaños o las llamaradas solares?
—Ninguno. En tu fiesta, te gustaba ese idiota de John Stidham, ¿te acuerdas?
—Humm, sí —respondió ella con expresión culpable—. Siento como si hubieran pasado tres mil años.
—Tuvo que desaparecer la mitad del planeta para que finalmente repararas en mí —comentó Mark con una sonrisa ausente. La verdad era bastante deprimente, incluso bromear acerca de ella, y además se estaba formando una nube negra arriba de su cabeza—. Cambiemos de tema.
—Estoy de acuerdo —repuso. Cerró los ojos y apoyó la nuca en la piedra—. No quiero pensar en eso ni un segundo más.
A pesar de que ella no podía verlo, Mark asintió. De pronto había perdido las ganas de hablar y su plan de pasar un día perfecto se alejó flotando en el agua del arroyo. Los recuerdos no lo dejaban en paz ni siquiera durante media hora. Siempre tenían que volver a invadirlo trayendo todo el terror a cuestas.
—¿Estás bien? —preguntó Trina. Extendió su mano y tomó la de Mark, pero él se desprendió porque sabía que estaba sudada.
—Sí, estoy bien. Solo desearía que pudiéramos pasar un día sin que algo nos llevara al pasado. Si lográramos olvidar, yo podría vivir felizmente en este lugar. Las cosas están mejorando.
—¡Solo tenemos que… olvidar el pasado! —pronunció la última parte casi gritando, pero no tenía idea hacia dónde iba dirigida su ira. Simplemente odiaba lo que tenía en su cabeza: las imágenes, los sonidos, los olores.
—¡Lo haremos, Mark! ¡Ya verás! —replicó ella. Estiró la mano y, esta vez, él la tomó.
—Es mejor que regresemos —agregó. Siempre hacía eso: cada vez que lo atacaban los recuerdos, buscaba cosas que hacer. Ocuparse de tareas, trabajar y no usar la mente. Era lo único que lo ayudaba—. Estoy seguro de que Alec y Lana tienen al menos cuarenta trabajos para nosotros.
—Que tienen que hacerse hoy mismo —sentenció Trina—. ¡Hoy, o será el fin del mundo!
Ella sonrió y los problemas parecieron un poquito menos terribles.
—Puedes seguir leyendo tu libro aburrido más tarde —acotó Mark poniéndose de pie y ayudándola a levantarse. Tomaron el sendero de la montaña en dirección al pueblo improvisado al que llamaban hogar.
Lo primero que percibió Mark fue el olor. Cuando se dirigía a la Cabaña Central, siempre le pasaba lo mismo: maleza podrida, carne asándose y savia de pino. Todo mezclado con ese tufillo a quemado tan característico después de que las llamaradas solares barrieran el planeta. No era desagradable, en realidad; solo inquietante.
Se abrieron camino a través de las construcciones del asentamiento: edificios torcidos y aparentemente levantados con rapidez. La mayoría de los que se encontraban de ese lado del campamento se había edificado en los primeros meses, antes de que encontraran arquitectos y constructores que se encargaran de la tarea: cabañas hechas con troncos de árboles, lodo y agujas de pino; orificios a modo de ventanas y entradas con formas extrañas. En algunos lugares no había más que agujeros en la tierra tapizados con láminas de plástico y cubiertos por unos pocos troncos atados entre sí para resguardarse de la lluvia. Nada que ver con los gigantescos rascacielos y el paisaje de hormigón donde Mark había crecido.
Alec los saludó con un gruñido al verlos cruzar la puerta inclinada de la estructura de troncos de la Cabaña Central. Antes de que pudieran responder, Lana se acercó a ellos con paso decidido. Era una mujer corpulenta de cabello negro siempre recogido, que había sido enfermera del ejército, y su edad estaba entre la de Alec y la de Mark. Cuando el muchacho los conoció en los túneles de la ciudad de Nueva York, ella se encontraba con Alec. En ese entonces, ambos trabajaban para el Ministerio de Defensa y el soldado era su jefe. Aquel día, antes de que todo cambiara, iban juntos a una reunión.
—¿Y dónde se habían metido ustedes dos? —preguntó Lana, deteniéndose a pocos centímetros de Mark—. Se suponía que hoy íbamos a partir al amanecer hacia el valle del sur y explorar la zona en busca de otro sitio para establecer una sucursal. Unas semanas más con esta sobrepoblación y me voy a poner muy antipática.
—Buen día —exclamó Mark a modo de respuesta—. Hoy se te ve muy animada.
Lana sonrió ante el comentario: Mark sabía que lo haría.
—A veces tiendo a ir directo al grano, ¿no es cierto? Pero todavía me falta bastante para ponerme tan gruñona como Alec.
—¿El sargento? Sí, tienes razón.
En ese preciso instante el viejo oso emitió un resoplido.
—Lamento llegar tarde —dijo Trina—. Inventaría una buena excusa, pero no hay mejor política que la sinceridad. Mark me obligó a subir hasta el arroyo y luego nosotros… ya se imaginan.
Últimamente no era fácil sorprender a Mark y menos aún hacerlo enrojecer, pero Trina tenía la habilidad de lograr ambas cosas. El chico masculló algo por lo bajo y Lana puso los ojos en blanco.
—Ahórrame los detalles, por favor. Vayan a desayunar si todavía no lo han hecho y luego preparen todo para partir. Quiero estar de regreso en una semana.
Una semana por tierras inexploradas, viendo cosas nuevas, cambiando de aire… esa perspectiva sonó genial y levantó el ánimo de Mark de esa zona oscura donde había caído un rato antes. Juró mantener sus pensamientos en el presente y tratar de disfrutar el viaje.
—¿Han visto a Darnell y al Sapo? —preguntó Trina—. ¿Y dónde está Misty?
—¿Los Tres Chiflados? —agregó Alec con una carcajada. El hombre tenía un extrañísimo sentido del humor—, al menos ellos no olvidaron el plan. Ya comieron y fueron a preparar las mochilas. Deberían estar aquí en un santiamén.
Mark y Trina ya iban a la mitad de los panes y de la salchicha de ciervo, cuando escucharon las voces familiares de los otros tres amigos que habían encontrado en los túneles de Nueva York.
—¡Quítate eso de la cabeza! —exclamó una voz quejosa justo antes de que apareciera en la puerta un adolescente con un calzón a modo de sombrero sobre el pelo castaño: Darnell. Mark estaba convencido de que ese chico nunca se había tomado nada en serio en toda su vida. A pesar de que solo un año atrás el sol había intentado quemarlo vivo, siempre estaba dispuesto a hacer alguna broma.
—¡Pero es que me gusta! —estaba diciendo al entrar en la Cabaña—. Me mantiene el pelo en su lugar y me protege de las inclemencias del tiempo. ¡Dos por el precio de uno!
Detrás de él entró una chica alta y delgada de larga cabellera roja, apenas más joven que Mark, que observaba a Darnell con una expresión entre disgustada y divertida. Aunque la llamaban Misty, ella nunca les había dicho si ese era su verdadero nombre. El Sapo, bajo y rechoncho como sugería su apodo, entró saltando; pasó delante de ella e intentó arrancar los calzoncillos de la cabeza de Darnell.
—¡Dámelos! —gritó, al tiempo que brincaba a su alrededor tratando de manotearlos. Era el muchacho de diecinueve años más bajito que Mark había visto en su vida, pero fuerte como un roble y puro músculo. Por alguna razón, su baja estatura hacía que los otros lo molestaran constantemente, pese a que todos sabían bien que, si realmente quería, podía darles una buena paliza.
Pero al Sapo le gustaba ser el centro de atención, y a Darnell ser tonto y fastidioso.
—¿Por qué quieres llevar algo tan desagradable en la cabeza? —preguntó Misty—. Pensaste dónde estuvieron, ¿no? ¡Cubriendo las partes íntimas del Sapo!
—Excelente comentario —respondió Darnell con una fingida expresión de desagrado, justo cuando el Sapo lograba arrebatarle la ropa interior de la cabeza—. Muy mala elección la mía —añadió encogiéndose de hombros—. En ese momento me pareció gracioso.
—Parece que yo soy el último en reír —comentó su amigo mientras metía la prenda recuperada en la mochila—. Hace por lo menos dos semanas que no lo lavo.
Se echó a reír con ese ruido que a Mark le hacía pensar en un perro luchando por un pedazo de carne. Cuando el Sapo soltaba esa risa, los que estaban en la habitación no podían evitar unirse a él y el hielo se rompía. No podía distinguir qué era lo que le causaba tanta gracia: el episodio del calzoncillo o los ruidos que brotaban del Sapo. De cualquier manera, esos momentos eran cada vez más escasos y era agradable reírse y ver cómo se iluminaba el rostro de Trina.
Al notar que Alec y Lana también reían entre dientes, pensó que, después de todo, ese podría ser un día perfecto.
Pero de pronto sus risas se vieron interrumpidas por un ruido extraño, algo que Mark no había escuchado desde hacía al menos un año y no esperaba volver a escuchar nunca más: el sonido de motores en el cielo.