No le llevó más de diez minutos comprender que Alec era la persona de quien quería estar cerca hasta que estuvieran de regreso, sanos y salvos, en sus hogares. No solo había desarmado y dejado fuera de combate a tres hombres en menos de treinta segundos, sino que también era un ex soldado que se había hecho cargo de la situación sin perder el tiempo.
—A veces se puede creer en los rumores y en las habladurías —explicó mientras chapoteaban por el pasadizo frente al depósito donde se habían topado con los matones armados—. En general, no se trata más que de algún idiota sin cerebro intentando impresionar a alguna dama. Pero cuando casi todos los rumores dicen lo mismo, es mejor prestar atención. Seguramente se estarán preguntando qué diablos quiero decir.
Mark le echó una mirada a Trina, cuyo rostro estaba apenas iluminado por el débil resplandor de la linterna que Alec sostenía frente a ellos. Ella lo miró como diciendo ¿Quién es este tipo? Llevaba la caja de comida que había encontrado antes. Era como su amuleto de la suerte y no dejaba que nadie la tocara. No todavía.
—Sí, era lo que nos estábamos preguntando —repuso finalmente Mark.
Como una serpiente a punto de atacar, Alec frenó y se dio vuelta. Al principio Mark pensó que su respuesta podía haber sonado irónica y que el hombre le daría una paliza. En cambio, el extraño levantó el dedo en el aire.
—Tenemos no más de una hora para salir de esta ratonera. ¿Me oyeron? Una hora —repitió mientras se volvía y continuaba la marcha.
—Un momento —gritó Mark, apurándose—. ¿Qué quieres decir? ¿Por qué? ¿Acaso no es una mala idea salir a la superficie hasta que…?
—Llamaradas solares.
Alec pronunció esas palabras como si no fuera necesario agregar nada más. Como si los demás supieran al instante todo lo que pasaba por su mente.
—¿Llamaradas solares? —repitió Trina—, ¿eso es lo que piensas que ocurrió allá arriba?
—Es muy posible, mi querida señorita. Muy posible.
Con las novedades, los malos augurios de Mark habían aumentado de manera alarmante.
Si no se trataba de un incidente aislado, si era verdaderamente algo tan global como llamaradas solares, entonces era inútil albergar alguna esperanza de que su familia estuviera bien.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con voz temblorosa.
Alec respondió con firmeza:
—Porque había demasiadas personas de diferentes lugares describiendo el mismo fenómeno. Y supuestamente las agencias de noticias colocaron advertencias justo antes de que ocurriera. Está bien: son llamaradas solares. Calor extremo y radiación: dos problemas. Pero el mundo pensaba que estaba capacitado y preparado para enfrentar algo así. En mi humilde opinión, se equivocó.
Los tres se quedaron en silencio. Alec seguía avanzando; Trina y Mark iban detrás.
Doblaron recodos, entraron en distintos túneles, siempre alejados del resto de la gente. Mientras tanto, el corazón de Mark iba hundiéndose cada vez más en la oscuridad. No sabía cómo enfrentar algo así. Se negaba a creer que su familia hubiera desaparecido y se juraba no descansar hasta encontrar a todos con vida. Finalmente, Alec se detuvo en un pasadizo igual a los demás.
—Aquí adentro tengo otros amigos —explicó—. Los dejé para ir a buscar comida y obtener información. Trabajé con Lana durante muchos años, ambos contratados por el Ministerio de Defensa. Los dos formábamos parte del ejército. Ella es enfermera. Los otros estaban perdidos y se unieron a nosotros. Con ustedes llegamos al límite: no podemos aceptar más gente o nunca llegaremos.
—¿Adonde? —inquirió.
—A la superficie —respondió, lo último que Mark esperaba oír—. Regresar a la ciudad, por infernal que sea. Si permanecemos bajo techo por un tiempo, no deberíamos tener problemas. Pero necesitamos salir antes de que el agua inunde este lugar y nos mate a todos.
Se despertó y rodó hacia un costado, con los ojos bien abiertos, la respiración pesada. Y todavía no había soñado la peor parte. Deseaba olvidarlo todo, no quería revivir ese día de horror.
Por favor, pensó. Esta noche no. No puedo.
Ni siquiera sabía a quién iban dirigidas esas palabras. ¿Acaso le estaba hablando a su propia mente? Tal vez se había contagiado de la enfermedad del Sapo y estaba empezando a delirar.
Se colocó de espaldas y contempló las estrellas a través de las ramas. En el cielo aún no se había filtrado ningún indicio de la llegada del amanecer. Estaba completamente negro. Deseaba que llegase la mañana para acabar así con la amenaza de los sueños, al menos por unas horas.
Quizá podría hallar la forma de mantenerse despierto. Se incorporó, echó un vistazo a su alrededor, pero no logró ver demasiado: solo el contorno de los árboles y las sombras de sus amigos tendidos en el suelo cerca de él.
Pensó en despertar a Trina. Ella entendería que necesitaba compañía. Ni siquiera tendría que explicarle lo del sueño. Pero parecía dormir tan plácidamente… Con un resoplido leve, abandonó la idea sabiendo que se sentiría muy culpable si la privaba de ese sueño tan valioso. No solo tenían un largo camino por delante al día siguiente, sino que además ella había asumido la tarea de cuidar a la pequeña Deedee. Se desplomó otra vez en el piso y dio vueltas hasta acomodarse. No quería soñar. Las aguas embravecidas, los alaridos de la gente que se ahogaba, el miedo desesperado e insoportable de la huida. Aun despierto, podía ver ese recinto debajo de la ciudad de Nueva York donde habían conocido a Lana y a los demás. El rostro curtido de Alec mientras les explicaba que, después de haber sobrevivido a unas llamaradas solares tan descomunales, su preocupación mayor y más inmediata era la repentina aparición de un tsunami.
Las llamaradas devastadoras debían haber causado daños catastróficos en todo el planeta y desatado el fuego del mismísimo infierno. Eso implicaba un rápido derretimiento de los casquetes polares, un incremento alarmante y apocalíptico del nivel de los mares y que, en pocas horas, la isla de Manhattan quedaría cuatro metros bajo el agua. Durante esa descripción de los hechos estuvieron amontonados en una habitación bajo tierra, adonde el agua pronto llegaría para sumergir todo lo que encontrara a su paso.
De regreso en el presente, esos pensamientos lo torturaron al menos por una hora más y supo que, si soñaba, las cosas no harían más que empeorar. Lo asustaba la idea de revivir ese miedo.
A pesar de sus esfuerzos, el sueño le fue ganando hasta envolverlo como las olas frías que rompían en la orilla.