Después de todo lo que había sucedido, se suponía que debían continuar durmiendo, pues faltaban varias horas para el amanecer.
Nadie dijo una palabra después de que Alec le hizo… eso al Sapo.
Mark estaba tan confundido por lo que había ocurrido durante la última media hora, que pensó que iba a explotar. Necesitaba hablar con alguien, pero cuando posó los ojos en Trina, ella se alejó de él. Sollozando débilmente, se dejó caer en el piso, se acurrucó con una manta y permitió que la tristeza lo invadiera: habían pasado varios meses sin lágrimas y ahora todo volvía a comenzar.
Para él, Trina era un enigma. Desde el comienzo había sido más fuerte, dura y valiente de lo que él jamás había sido. Al principio, eso lo había avergonzado, pero le gustaba tanto que ella fuera así, que había terminado por aceptarlo. También era cierto que no ocultaba sus emociones y no temía dejarlas salir con un buen llanto.
Lana terminó sus tareas en silencio y después de un rato se echó bajo un árbol en la orilla del pequeño campamento. Mark intentó colocarse en una posición cómoda, pero estaba totalmente despierto. Finalmente, Alec regresó. Nadie tenía nada que decir y, lentamente, retornaron los sonidos del bosque: los insectos y la brisa suave soplando entre los árboles. Pero los pensamientos de Mark continuaban girando en un violento remolino.
¿Qué había pasado? ¿Qué le había hecho Alec al Sapo? ¿Podía ser realmente lo que él estaba pensando? ¿Habría sufrido mucho? ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado?
Por lo menos, un rato después, recibió la bendición de varias horas de sueño profundo y sin pesadillas.
—Sobre este virus de los dardos —comentó Lana a la mañana siguiente, mientras todos se encontraban sentados con aspecto somnoliento alrededor del fuego—, creo que hay algo que no está bien.
Era una afirmación extraña. Mark levantó la vista de las llamas crepitantes. Había estado repasando los hechos de la noche anterior hasta que las palabras de Lana lo devolvieron de golpe al presente.
Alec expresó su opinión sin rodeos.
—Creo que en la mayoría de los virus hay algo que no está bien.
Lana le lanzó una mirada tajante.
—Vamos. Sabes lo que quiero decir. ¿Acaso no lo notaron?
—¿Qué cosa? —preguntó Mark.
—¿Que no parece afectar a todos de la misma manera? —sugirió Trina.
—Exacto —respondió señalándola con el dedo como si estuviera orgullosa—. La gente que recibió los disparos murió a las pocas horas. Pero Darnell y los que ayudaron a los enfermos tardaron un par de días en morir. El síntoma principal era presión intensa en el cráneo: actuaban como si les estuvieran apretando la cabeza con una prensa. Y luego Misty, que no presentó síntomas hasta varios días después.
Mark recordaba con demasiada nitidez el momento en que la habían dejado en el campamento y se habían marchado.
—Sí —murmuró—. La última vez que la vimos, estaba en el piso hecha un ovillo y cantando. Dijo que le dolía la cabeza.
—Había algo diferente en ella —precisó Lana—. Ustedes no estaban cuando Darnell se enfermó. No se murió tan rápido como los demás, pero enseguida comenzó a actuar en forma extraña. Misty se sentía perfectamente bien hasta que comenzó a dolerle la cabeza. Pero en ambos, algo andaba mal acá arriba —concluyó mientras se daba golpecitos en la sien.
—Y todos vimos al Sapo anoche —agregó Alec—, ¿quién sabe cuándo se contagió? Pudo haber sido al mismo tiempo que Misty o tal vez pescó el virus al permanecer junto a ella cuando murió. Pero estaba tan demente como si tuviera el mal de las vacas locas.
—Al menos ten un poco de respeto —le soltó Trina con violencia.
Mark imaginó que Alec se defendería de alguna manera, pero después de la reprimenda adoptó una actitud de humildad.
—Lo siento, Trina. De verdad. Pero Lana y yo solo estamos tratando de evaluar la situación lo mejor posible. Averiguar qué está ocurriendo. Y es obvio que anoche el Sapo no estaba muy lúcido.
Trina no se quedó callada.
—Y entonces lo mataste.
—Eso no es justo —repuso con frialdad—. Si Misty murió tan rápido a partir de la aparición de los síntomas, es razonable pensar que el Sapo también iba a morir. Era una amenaza para todos, pero también era un amigo. Lo sacrifiqué para que no siguiera sufriendo, y es probable que nosotros hayamos ganado uno o dos días más de vida.
—A menos que él te haya contagiado —intervino Lana con tono impasible.
—Tuve cuidado. Y luego me limpié de inmediato.
—Es inútil —dijo Mark, que estaba cada vez más deprimido—; quizá ya todos estemos enfermos y cada uno tarde más o menos en morir de acuerdo con su sistema inmunológico.
Alec se incorporó y se apoyó en las rodillas.
—Nos alejamos del tema de Lana: este virus es raro. No es coherente. No soy científico, pero ¿puede ser que esté mutando o algo parecido? ¿Que vaya cambiando a medida que pasa de una persona a otra?
—Muta, se adapta, se hace más resistente —explicó Lana—. Algo de eso está sucediendo. Y mientras se propaga, parece que la gente va tardando más en morir; lo cual, al revés de lo que podríamos suponer, significa en realidad que el virus se está diseminando en forma más efectiva. Tú y Mark no estaban acá, pero deberían haber visto con qué velocidad murieron las primeras víctimas. Nada que ver con Misty Fue sanguinario, brutal y espantoso durante una o dos horas, pero luego se terminó. Sufrieron convulsiones y se desangraron, lo cual no hizo más que esparcir el virus en más incubadoras humanas.
Mark estaba contento de no haber estado ahí. Pero teniendo en cuenta lo que había visto sufrir a Darnell al final, esas personas habían sido afortunadas al morir tan rápidamente. Recordó con demasiada claridad el sonido de la cabeza de su amigo golpeando contra la puerta.
—Es algo que tiene que ver con la cabeza —murmuró Trina.
Todos se volvieron hacia ella: acababa de mencionar algo obvio pero vital.
—No cabe duda de que está relacionado con la cabeza —intervino Mark—. Todos sienten un dolor tremendo y pierden la razón. Darnell sufría alucinaciones, estaba completamente loco. Y luego Misty y el Sapo…
Trina planteó un interrogante:
—Tal vez no todos los dardos contienen lo mismo… ¿Cómo sabemos que todo comenzó de la misma manera?
—Yo examiné las cajas que encontré en el Berg —replicó Mark—. Todas tenían el mismo número de identificación.
—Bueno, si está mutando y alguno de nosotros ya está infectado —dijo Alec poniéndose de pie—, esperemos que nos dé una semana o dos antes de volvernos dementes. Vamos, es hora de ponerse en marcha.
—Genial —musitó Trina mientras se levantaba.
Unos minutos después, ya se encontraban en camino.
Hacia la mitad de la tarde divisaron un nuevo asentamiento. Se hallaba lejos del recorrido que había trazado Alec en su mapa, pero Mark distinguió, a través de los árboles, varias estructuras de madera de buen tamaño. Se sintió animado ante la perspectiva de volver a ver grandes grupos de gente.
—¿Crees que deberíamos ir a ese poblado? —preguntó Lana.
Antes de responder, Alec pareció evaluar los pros y los contras.
—Humm, no lo sé. Preferiría no detenerme y seguir la ruta del mapa. No sabemos nada acerca de esos pobladores.
—Pero quizá deberíamos hacerlo —objetó Mark—, es posible que sepan algo sobre el búnker, el cuartel general o como se llame el lugar de donde vino el Berg.
Alec lo miró mientras consideraba las diferentes opciones. Trina propuso algo:
—Creo que deberíamos ir a investigar. Al menos podemos advertirles acerca de lo que nos sucedió.
—Está bien —aceptó Alec—. Una hora.
Cuando cambió el viento, el olor los atacó mientras se aproximaban a las primeras construcciones, que eran pequeñas cabañas de troncos con techo de paja.
Era el mismo hedor que había asaltado a Mark y Alec a su llegada a la aldea, cuando volvían después de perseguir al Berg: olor a carne podrida.
—¡Agggh! —exclamó Alec—, ahora mismo damos media vuelta.
Mientras hablaba, surgió ante su vista el origen de ese olor: un poco más adelante había varios cuerpos apilados unos sobre otros. De inmediato, entre los muertos, divisaron a una niñita que se dirigía hacia ellos. Tendría cinco o seis años, pelo oscuro enmarañado y ropa mugrienta.
—Miren —exclamó Mark y señaló la figura que se aproximaba. La pequeña se detuvo a unos seis metros del grupo, la cara sucia y la expresión triste. Se quedó mirándolos con ojos vacíos sin decir nada, mientras el olor a putrefacción flotaba en el aire.
—Hola —la saludó Trina—. ¿Estás bien, mi amor? ¿Dónde están tus padres? ¿Y el resto de la gente del pueblo? ¿Están…? —no era necesario terminar la frase: la pila de cuerpos hablaba por sí misma.
La niña habló con voz suave y señaló hacia la arboleda, que se hallaba detrás de ellos.
—Se fueron hacia el bosque. Todos huyeron.