Mark sacudió a Trina y se puso de pie con dificultad, levantándola a ella al mismo tiempo. No cabía duda de que el Sapo estaba enfermo, y se hallaban a pocos metros del campamento. El hecho de que no supieran nada acerca de ese virus, volvía todo aún más aterrador. Trina parecía desorientada, pero Mark no se detuvo y la arrastró hasta el otro lado de las cenizas de la fogata de la noche anterior.
—¡Alec! —gritó—, ¡Lana! ¡Despiértense!
Como si todavía fueran soldados, no les tomó más de tres segundos ponerse de pie. Pero ninguno de los dos había notado la presencia del visitante.
No perdió tiempo con explicaciones.
—Sapo, estoy contento de que hayas venido y te encuentres bien. Pero ¿estás enfermo?
—¿Por qué? —inquirió su amigo, que seguía de rodillas, con el rostro en sombras—. ¿Cómo pudieron abandonarme después de todo lo que pasamos juntos?
Mark sintió que se le quebraba el corazón: la pregunta no tenía una respuesta agradable.
—Yo… todos… tratamos de hacerte venir con nosotros.
El Sapo actuó como si no lo hubiera escuchado.
—Tengo cosas dentro de la cabeza. Necesito que me ayuden a sacarlas de ahí antes de que devoren mi cerebro y se dirijan hacia el corazón —balbuceó con un gemido que a Mark le pareció que provenía de un perro herido más que de un ser humano.
—¿Qué síntomas tienes? —preguntó Lana—. ¿Qué le sucedió a Misty?
El muchacho apoyó las manos sobre las sienes en una actitud siniestra.
—Hay… cosas… en mi cabeza —repitió con deliberada lentitud. Su voz estaba teñida de ira—. Entre toda la gente de este olvidado planeta, pensé que mis amigos desde hace más de un año estarían dispuestos a ayudarme a echarlas fuera —se puso de pie y comenzó a gritar—. ¡Sáquenme estas cosas de la cabeza!
—Ya cálmate, Sapo —dijo Alec, la voz cargada de amenaza.
Mark no quería que la situación explotara y terminara en algo que todos habrían de lamentar.
—Sapo, escúchame. Vamos a ayudarte como podamos, pero tienes que sentarte y dejar de gritar.
El chico no respondió, pero su cuerpo se quedó rígido. Mark se dio cuenta de que tenía los puños apretados.
—¿Sapo? Necesitamos que te sientes y nos cuentes todo lo ocurrido desde que nos marchamos de la aldea.
El muchacho no se movió.
—Vamos —insistió—. Queremos ayudarte. Siéntate y relájate.
Después de unos segundos, obedeció. Se desplomó en la tierra y quedó tumbado como si hubiera recibido un disparo. Tendido de costado, emitía gemidos mientras se movía de un lado a otro.
Mark respiró hondo al sentir que la situación volvía a estar bajo cierto control. Se dio cuenta de que Trina y él se hallaban uno junto al otro y ni Alec ni Lana parecían haberlo notado todavía.
Se adelantó unos pasos y se sentó al lado de lo que había sido la fogata.
—Ese pobre chico —escuchó que Alec mascullaba a sus espaldas, en voz lo suficientemente baja para que el Sapo no alcanzara a escuchar. A veces, el viejo decía exactamente lo que él estaba pensando.
Por suerte, el instinto de enfermera de Lana triunfó y se hizo cargo de la conversación.
—Bueno —comenzó—. Sapo, parece que estás muy dolorido y lo siento mucho. Pero para ayudarte, necesitamos saber algunas cosas. ¿Estás en condiciones de hablar?
—Haré todo lo que pueda. Pero no sé cuánto tiempo me lo permitirán estas cosas que tengo en la cabeza. Es mejor que se apuren —dijo el chico, que seguía meciéndose y lanzando suaves quejidos.
—Muy bien —repuso Lana—, muy bien. Comencemos desde el instante en que nos fuimos de la aldea. ¿Qué hiciste?
—Me senté en la puerta y hablé con Misty —dijo con voz cansada—. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Es mi mejor amiga, la mejor que tuve. Ya no me importa nada. ¿Cómo podía abandonar a mi mejor amiga?
—Bien. Te entiendo. Me alegra que ella tuviera alguien que la acompañara.
—Me necesitaba. Me di cuenta cuando se puso muy mal, entonces entré y la contuve. La sostuve contra mi pecho, la abracé y la besé en la frente. Como si fuera un bebé. Mi bebé. Nunca me sentí tan feliz como cuando la vi morir suavemente entre mis brazos.
Perturbado por las palabras del Sapo, Mark se movió nerviosamente en el lugar. Esperaba que Lana fuera capaz de entender lo que sucedía.
—¿Cómo murió? —preguntó la enfermera—. ¿Estaba muy dolorida, como Darnell?
—Sí, Lana. Sufrió muchísimo. Aullaba una y otra vez hasta que esas cosas abandonaron su cabeza y se deslizaron dentro de la mía. Después, nosotros interrumpimos su sufrimiento.
Ante ese último comentario, el bosque pareció sumergirse en el más profundo silencio y el aire se congeló dentro de los pulmones de Mark. Percibió que Alec se movía detrás de él pero Lana le hizo una señal de que no hablara.
—¿Nosotros? —repitió la mujer—, ¿qué quieres decir, Sapo? ¿Y de qué estás hablando cuando dices que las cosas se deslizaron dentro de tu cabeza?
El chico se retorció en el suelo y se agarró la cabeza con las manos.
—¿Cómo puedes ser tan estúpida? ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Nosotros! ¡Las cosas que había en mi cabeza y yo! ¡No sé qué son! ¿Me oyes? ¡No… sé… qué… son, estúpida!
Un alarido inhumano y ensordecedor escapó de su boca y fue aumentando de tono y de volumen. Mark se levantó de un salto y retrocedió unos pasos. Pareció que todos los árboles se sacudían al ritmo del agudo lamento que había brotado del Sapo y hasta el último animal en dos kilómetros a la redonda corrió a buscar refugio. Solo se escuchaba ese sonido espantoso.
—¡Sapo! —exclamó Lana, pero su voz se perdió bajo el aullido.
El muchacho continuaba gritando mientras balanceaba la cabeza con las manos de arriba abajo frenéticamente. A pesar de que no podía ver sus rostros claramente, Mark miró a sus amigos, pues no tenía la menor idea de cómo actuar y era evidente que Lana tampoco.
—Se acabó —alcanzó a escuchar que decía Alec mientras se adelantaba y pasaba junto a él rozándolo en el camino. Mark trastabilló y luego recuperó el equilibrio al tiempo que se preguntaba qué estaría planeando el viejo soldado.
Alec enfiló directamente hacia el Sapo, lo tomó de la camisa y lo arrastró hacia la profundidad del bosque. Los aullidos no se detuvieron pero se volvieron más débiles y entrecortados entre los jadeos y la lucha por liberarse. Pronto se perdieron en la espesura, pero Mark alcanzó a oír el ruido del cuerpo del Sapo raspando contra el suelo. A medida que se alejaban, el sonido de los alaridos se fue apagando.
—¿Qué va a hacer ese hombre? —preguntó Lana con voz tensa.
—¡Alec! —lo llamó Mark—. ¡Alec!
No hubo respuesta, solo los gritos y aullidos constantes del Sapo. Bruscamente, los sonidos cesaron como si Alec lo hubiera metido en una habitación a prueba de ruidos y cerrado de un portazo.
—¿Qué diablos…? —balbuceó Trina detrás de Mark.
A continuación, escucharon pisadas que se dirigían hacia ellos con paso decidido. Por unos segundos, Mark se alarmó al pensar que el Sapo podría haberse liberado y herido a Alec y, en medio de la locura y sediento de sangre, regresar para liquidar a los demás.
Pero luego el soldado emergió de la penumbra, el rostro oculto en las sombras. Mark podía imaginarse la tristeza que debía tener grabada en su expresión.
—No podía arriesgarme a que hiciera alguna locura —dijo el hombre con voz sorprendentemente trémula—. No podía. Menos aún si esto puede estar relacionado con un virus. Tengo que ir a lavarme.
Estiró las manos delante de él, las observó durante largo rato y luego se encaminó hacia el arroyo cercano. Justo antes de que volviera a desaparecer entre los árboles, Mark creyó escuchar que se sonaba la nariz.