Despertó con un fuerte dolor en el costado porque había pasado varias horas durmiendo sobre una roca. Con un gruñido, se puso de espaldas y observó el cielo iluminado a través de las ramas… y recordó el sueño del pasado tan vívidamente como si hubiera sido una película proyectada en una pantalla.
Aquel día, Alec los había salvado… y, desde entonces, muchísimas veces más. Pero Mark se sentía bien al saber que le había devuelto el favor en más de una ocasión. Sus vidas estaban unidas como las rocas con la tierra de la montaña sobre la cual habían dormido esa noche.
En media hora ya todos estaban de pie. Alec les había preparado un breve desayuno con unos huevos que había cocinado rápidamente en la Cabaña antes de partir. Pronto tendrían que salir a cazar. Mark estaba contento de no tener que ser un experto en ese tema, aunque había hecho una pequeña contribución. Mientras comían relativamente callados y evitando tocarse o tocar los mismos objetos, siguió meditando sobre el mismo asunto. Lo enfermaba la idea de que alguien hubiera arruinado todo justo cuando estaban a punto de llevar una vida casi normal.
—¿Estamos listos para partir? —preguntó Alec al ver que la comida se había esfumado.
—Sí —respondió Mark. Trina y Lana solo hicieron un gesto con la cabeza.
—Ese aparato fue un regalo del cielo —exclamó Alec—, con este mapa y la brújula, estoy seguro de que llegaremos allí sin problemas. Y quién sabe con qué nos encontraremos.
Avanzaron entre la maleza apenas crecida y los árboles quemados.
Caminaron todo el día: descendieron por una montaña y subieron por la siguiente. Mark no dejaba de preguntarse si se toparían con otro campamento u otro pueblo, pues corría el rumor de que había asentamientos diseminados por todos los Apalaches. Era el único lugar apto para establecerse después de las llamaradas solares, el aumento del nivel del mar, la destrucción masiva de poblaciones, de ciudades y de casi toda la vegetación. Mark solo esperaba que algún día todo pudiera volver a la normalidad. Y, de ser posible, mientras estuviera vivo.
Por la tarde, durante un descanso junto a un arroyo, Trina chasqueó los dedos para llamar su atención y le hizo un ademán con la cabeza hacia el bosque. Luego se puso de pie y anunció que tenía que ir al baño. Tras dos largos minutos, Mark dijo que tenía que hacer lo mismo.
Se encontraron a unos cien metros, junto a un roble gigante. El aire estaba más fresco que en mucho tiempo, un poco verde y lleno de vida.
—¿Qué pasa? —preguntó. Aunque no había nadie a la vista, respetaban las órdenes de permanecer a cierta distancia.
—Estoy harta de vivir así —contestó—. Apenas nos abrazamos desde que ese Berg atacó la aldea. Ya que los dos tenemos buen aspecto y nos sentimos bien, me parece una tontería tener que estar alejados.
Sus palabras lo llenaron de consuelo. Aunque sabía que las circunstancias no podían ser peores, lo alegraba escuchar que ella quería estar cerca de él.
—Es cierto —dijo con una sonrisa—. Ignoremos de una vez esta estúpida cuarentena.
—Sería mejor que no se enterase Lana para que no le dé un ataque —agregó Trina mientras se acercaba a él, lo rodeaba con las manos y lo besaba—. Como ya dije, me parece que ya no tiene sentido tomar tantas precauciones. No tenemos síntomas, así que con un poco de suerte estamos fuera de peligro.
Mark no podría haber hablado aunque hubiera querido. Se inclinó y la besó. Esta vez, el beso fue mucho más largo.
Caminaron tomados de la mano hasta que llegaron cerca del campamento. Los sentimientos se habían arremolinado dentro de Mark con tanta fuerza que no sabía cuánto tiempo lograría seguir fingiendo. Pero por el momento no quería enfrentar la ira de Alec o de Lana.
—Creo que podremos llegar pasado mañana —anunció Alec cuando regresaron—. Aunque no creo que sea antes de la caída el sol. Descansaremos un poco y mañana decidiremos qué vamos a hacer.
—Me parece bien —dijo Mark distraídamente. Seguía flotando en una nube y, al menos por un rato, se había olvidado de todos los problemas.
—Entonces menos charla y más acción —dijo Alec.
A Mark no le pareció que la frase tuviera mucho sentido; se encogió de hombros y miró a Trina. Cuando vio la sonrisa que había en su rostro, deseó que aquella noche todos se durmieran temprano.
Ambos debieron reprimir el impulso de tomarse otra vez de la mano mientras salían caminando detrás de Lana y del viejo oso.
Esa noche, solo los ronquidos de Alec y el suave murmullo de la respiración de Trina sobre el pecho de Mark interrumpieron el silencio y la oscuridad del campamento. Habían esperado hasta que Alec y Lana cayeran desmayados de cansancio para escabullirse sigilosamente y abrazarse.
Mark levantó los ojos hacia las ramas de los árboles y buscó un espacio que dejara ver las estrellas brillantes. Desde muy niño, su madre le había enseñado cuáles eran las constelaciones y él había pasado esa valiosa información a su hermanita Madison. Lo que más le gustaba eran las historias que se escondían detrás de ellas, y le agradaba compartir sus conocimientos. Además, era muy raro ver el cielo estrellado en una ciudad enorme como Nueva York. Cada viaje al campo era un momento muy especial. Se pasaban horas conversando sobre los mitos y las leyendas de las estrellas que colgaban sobre ellos.
Divisó a Orion con el cinturón más brillante que nunca. Esa había sido la constelación favorita de Madison porque era muy fácil de distinguir y tenía detrás una historia genial: el cazador y su espada, los perros, todos peleando contra un toro endemoniado. Cada vez que Mark contaba la leyenda, la embellecía un poco más. El pensamiento le produjo un nudo en la garganta y se le humedecieron los ojos. ¡Extrañaba tanto a Madison! Quería olvidarse de ella porque era un recuerdo muy doloroso.
De pronto oyó el crujido de unas ramas a lo lejos. Los pensamientos sobre su hermanita se evaporaron al instante mientras se incorporaba instintivamente, olvidando que Trina estaba apoyada en su pecho. Ella masculló algo, se colocó de costado y reanudó su sueño profundo justo cuando se escuchó otro crujido proveniente del bosque.
Apoyó una mano en el hombro de ella al tiempo que se arrodillaba y echaba una mirada a su alrededor. Pese a la luz de la luna y de las estrellas, estaba demasiado oscuro como para poder distinguir algo a través de la tupida arboleda. Pero su audición se había agudizado considerablemente desde que la electricidad y la luz artificial habían pasado a la historia. Se calmó y prestó atención. Aunque sabía que podía ser un ciervo, una ardilla o tantas cosas más, no había sobrevivido un año en ese mundo calcinado por el sol gracias a las suposiciones. Hubo más chasquidos de ramas y crujidos de hojas. Ya no quedaban dudas de que eran dos pies de pisada fuerte.
Estaba a punto de llamar a Alec cuando una sombra emergió detrás de un árbol y se colocó delante de él. Se escuchó el chasquido de un fósforo justo antes de que apareciera la llama, que reveló a la persona que lo sostenía.
El Sapo.
—¿Qué…? —soltó Mark mientras el alivio explotaba en su pecho—. Sapo. Casi me matas del susto, viejo.
El joven cayó de rodillas y acercó el fósforo encendido a su rostro. Estaba demacrado y tenía los ojos húmedos y llenos de angustia.
—¿Estás… bien? —preguntó esperando que su amigo solo estuviera cansado.
—No —contestó con la cabeza temblorosa, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. No, Mark. No estoy nada bien. Hay seres viviendo dentro de mi cerebro.