14

Apenas habían caminado cinco kilómetros, cuando se puso demasiado oscuro para continuar. Agotado después de un día tan terrible, Mark se mostró más que dispuesto a detenerse.

Alec debía saber que no llegarían muy lejos, pero permanecer en ese pueblo ya no era una opción.

En medio de la tupida arboleda y el aire fresco del bosque, por fin habían logrado alejarse de todo y liberarse un poco de la tensión y las emociones violentas de las últimas horas.

Casi en completo silencio, armaron un pequeño campamento y cenaron alimentos envasados traídos de las fábricas de Asheville. Como Lana había insistido en que se mantuvieran distanciados, Mark se echó a un par de metros de Trina y se quedaron mirándose y deseando poder abrazarse. Estuvo a punto de correr hacia ella cientos de veces, pero se contuvo. De todas maneras, intuía que no se lo permitiría. No hablaron mucho, solo mantenían los ojos posados en el otro.

Sabía que ella estaba pensando lo mismo que él: que el mundo había vuelto a derrumbarse y que acababan de perder a tres de los amigos que habían sobrevivido a esa excursión de horror que habían realizado desde una Nueva York devastada hasta los montes Apalaches. Y sin duda estaban reflexionando acerca del virus. No eran pensamientos muy alegres.

Alec ignoró a todo el mundo y se dedicó a investigar la tableta que habían rescatado de los restos del Berg. Con lápiz y un poco de papel, había hecho una copia rápida del mapa que hallaron ahí, pero quería ver si conseguía descubrir algo más que les resultara útil. Con la brújula a su lado, tomaba notas y Lana permanecía cerca de él, haciendo sugerencias.

Mark notó que se le cerraban los párpados. Trina le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

Aunque pareciera patético, se sintió reconfortado. Se quedó dormido y los recuerdos se abalanzaron sobre él una vez más, impidiéndole olvidar.

Alguien los seguía de cerca.

Habían pasado solo un par de horas desde lo ocurrido en la ciudad que se hallaba encima de ellos. No tenía idea de qué podía haber sido pero supuso que se trataba de una bomba colocada por terroristas o una explosión provocada por una filtración de gas, algo que ardiera.

El calor era insoportable, igual que los gritos. Trina y él habían huido por los túneles del tren subterráneo y, a medida que se adentraban en lo desconocido, habían descubierto ramales abandonados. Había gente por todas partes, la mayoría enloquecida de terror. Estaban ocurriendo cosas malas a su alrededor: robos, hostigamiento y otras peores. Como si las únicas personas que habían logrado escapar de la catástrofe fueran delincuentes experimentados.

Trina había hallado una caja de comida instantánea que alguien había perdido en el caos.

Ahora la transportaba Mark: el instinto de conservación se había apoderado de ellos. Pero obviamente a los demás les había sucedido lo mismo y todos aquellos con quienes se topaban en su huida parecían saber que los dos chicos tenían algo que ellos querían. Y tal vez no se trataba solo de la comida.

Por más vueltas que dieron en ese laberinto subterráneo de pasadizos sucios y sofocantes, no lograron perder al hombre que los seguía. Era veloz y grandote y se había convertido en su sombra. Sin embargo, cada vez que Mark se daba vuelta para mirarlo, desaparecía en algún hueco.

Avanzaban a través de un largo corredor con el agua hasta los tobillos, salpicando a cada paso. La única luz que tenían provenía del teléfono celular de Mark, y le producía pavor pensar qué pasaría cuando se agotara la batería. Le aterraba la idea de estar en medio de la más completa oscuridad, solos y sin saber adonde ir. De repente, Trina se detuvo, lo tomó del brazo y lo arrastró hacia la derecha por una abertura que él no había percibido. Era un pequeño recinto, que parecía haber sido un antiguo depósito de la época de los viejos subterráneos.

—¡Apágalo! —murmuró ella con violencia mientras lo empujaba hacia el interior del recinto y se colocaba a sus espaldas.

Apagó el teléfono y quedaron en esa negrura que tanto lo asustaba. Su primer instinto fue ponerse a gritar enloquecidamente y buscar a ciegas la salida. Pero fueron solamente unos breves segundos de pánico que superó con rapidez. Respiró con calma y agradeció el contacto de la mano de Trina en su espalda.

—No estaba lo suficientemente cerca como para habernos visto entrar —le susurró al oído desde atrás—. Y es imposible andar por el agua sin hacer ruido. Esperémoslo acá.

—De acuerdo —contestó en voz baja—. Pero si logra encontrarnos, yo ya no voy a correr más. Nos unimos y le damos una buena paliza.

—Está bien. Vamos a pelear.

Trina le apretó los brazos y se apoyó contra él. A pesar de lo absurdo que era sentir algo así en esas circunstancias, enrojeció por completo, sintió un hormigueo en todo el cuerpo y se le puso la piel de gallina. ¡Si esa chica supiera cuánto le gustaba! Lo asaltó una punzada de remordimiento al advertir que en la profundidad de su ser estaba agradecido por la tragedia, pues los había obligado a estar juntos.

Escuchó un par de chapoteos a la distancia. Luego, algunos más: era obvio que se trataba de pisadas en el agua del pequeño túnel junto al depósito. Después se oyeron varios golpes constantes que fueron aumentando de volumen a medida que su perseguidor —o al menos, eso supuso que era— se aproximaba. Se apoyó contra Trina y la pared de atrás deseando desaparecer entre los ladrillos.

Un haz de luz surgió a su derecha y Mark casi lanzó un grito de sorpresa. Las pisadas se apagaron. Entornó los ojos —que ya se habían acostumbrado a la oscuridad— e intentó distinguir el origen de la luz, que se movió y brilló por el recinto hasta que se detuvo en sus ojos y lo cegó.

Miró hacia abajo. Debía ser alguien con una linterna.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Trina en un murmullo. Como Mark estaba tan nervioso, le pareció que su voz había sonado como si brotara de un megáfono.

La linterna volvió a moverse, al tiempo que alguien salía gateando de un agujero en la pared y se ponía de pie. A pesar de que no podía distinguir ningún detalle, creyó que se trataba de un hombre: mugriento, con el cabello enmarañado y la ropa hecha jirones. Otro individuo apareció detrás de él, y luego otro más. Todos lucían igual: sucios, desesperados y peligrosos. Los tres.

—Me temo que seremos nosotros los que haremos las preguntas —dijo el primero—. Estamos aquí desde mucho antes que ustedes y no nos agradan los visitantes. Pero nos gustaría saber por qué anda todo el mundo corriendo como gatos. ¿Qué pasó? Ustedes dos no tienen aspecto de venir a visitar a sujetos como nosotros.

Mark estaba aterrorizado. Nunca en su vida le había ocurrido algo ni remotamente parecido a eso. Tartamudeó buscando qué decir, pensando que debía responder, cuando Trina se le adelantó.

—Miren, usen la cabeza. No estaríamos acá abajo si no hubiera ocurrido algo terrible allá arriba.

Mark recuperó la voz.

—¿No notaron el calor que hace? Pensamos que debe haber sido una bomba, una explosión o algo por el estilo.

El hombre se encogió de hombros.

—¿Creen que nos importa? Lo único que me preocupa es cuál será mi próxima comida. Y… quizá hoy cayó algo bueno en nuestras manos. Una pequeña sorpresa para mí y los muchachos —señaló mientras examinaba a Trina de arriba abajo.

—No se atrevan a tocarla —dijo Mark. La expresión que había en los ojos del desconocido lo llenó del coraje que le había faltado unos minutos antes—. Tenemos algo de comida. Pueden llevársela si nos dejan en paz.

—¡No les vamos a entregar nuestra comida! —exclamó bruscamente Trina.

Mark volteó hacia ella y susurró:

—Es preferible eso a que nos corten la garganta.

Escuchó varios sonidos metálicos y se volvió hacia los tres hombres: las hojas de sus cuchillos lanzaron destellos plateados.

—Hay algo que deben aprender sobre nosotros —dijo uno de ellos—. En este barrio no nos gusta negociar. Tomaremos la comida y todo lo que queramos.

La pandilla comenzó a avanzar cuando una figura irrumpió desde el pasillo y cruzó la entrada. Paralizado, Mark contempló el violento caos que se desató delante de sus ojos: los cuerpos giraron por el aire mientras los brazos se agitaban y volaban los cuchillos, en medio de golpes y gruñidos. Era como si un superhéroe hubiera ingresado en el pequeño recinto usando la velocidad y la fuerza para moler a palos a los tres intrusos. En menos de un minuto, estaban todos en el piso, enroscados, lanzando resoplidos y maldiciones.

La linterna había caído al suelo e iluminaba las botas de un hombre de gran tamaño: el que había estado siguiéndolos.

—Dejen los agradecimientos para más tarde —dijo con voz ronca y profunda—. Me llamo Alec y creo que tenemos un problema mucho mayor que estos tres idiotas.