Pocas horas antes del atardecer arribaron a la base del monte, sobre la cual se recostaban las hileras de chozas y cabañas. Mark había arrancado una tira ancha del extremo de su camisa para cubrirse la boca y la nariz. Al llegar a la última elevación previa a la aldea, apoyó la mano sobre la tela. El olor era espantoso. Podía sentirlo en la lengua, húmedo, mohoso, podrido, y deslizándose hacia el estómago, como si se hubiera tragado algo en descomposición. En medio de jadeos y luchando contra las ganas de vomitar, dio un paso tras otro, temiendo ver los horrores que había dejado a su paso el ataque.
Darnell.
No tenía ninguna expectativa con respecto al muchacho. Con el corazón afligido, había aceptado que su amigo debía estar muerto. Pero ¿qué había sido de Trina, de Lana? ¿Y de Misty y el Sapo? ¿Habían sobrevivido o los había atacado algún virus loco? Se detuvo cuando Alec estiró la mano y le tocó el pecho.
—Bueno, escúchame —dijo el hombre, con la voz ahogada por la tela que cubría su boca—: No podemos dejarnos llevar por nuestras emociones. Sin importar lo que veamos, nuestra prioridad es salvar a toda la gente que sea posible —advirtió. Mark hizo un gesto afirmativo y se dispuso a reanudar la marcha, pero Alec lo detuvo—. Necesito saber si me entendiste bien —continuó con expresión severa, similar a la de un maestro enojado—. Si subimos hasta allí y comenzamos a abrazar a la gente y a llorar y, llevados por el desconsuelo, nos olvidamos de que hay quienes no tienen posibilidad de sobrevivir… a la larga, eso solo va a herir a más personas. ¿Entiendes? Tenemos que pensar a largo plazo. Y por más egoísta que suene, tenemos que protegernos primero nosotros mismos. ¿Captaste? Nosotros mismos. Salvar a la mayor cantidad de gente significa que no podremos salvar a nadie si estamos muertos.
Mark lo miró a los ojos y distinguió la dureza que había en ellos. Sabía que Alec tenía razón.
Con la tableta, el mapa y lo que habían averiguado acerca de la gente del Berg, quedaba claro que estaba sucediendo algo muy grande.
—¿Mark? —dijo Alec, chasqueando los dedos para llamar su atención—, háblame, amigo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Que si la gente parece estar enferma… si esos dardos realmente enferman a la gente… no debemos acercarnos?
Alec dio un paso atrás; su rostro tenía una expresión que Mark no alcanzó a comprender.
—Cuando lo dices de esa manera no suena muy fraternal, pero es exactamente lo que quiero decir. No podemos correr el riesgo de contagiarnos la enfermedad. No sabemos cómo estará todo allá arriba ni a quién nos estamos enfrentando. Solo digo que tenemos que estar preparados y, ante la menor duda acerca de alguien…
—Lo abandonamos para que se lo devoren las fieras —concluyó con deliberada frialdad para lastimarlo.
El ex soldado solo movió la cabeza de un lado a otro.
—Muchacho, ni siquiera sabemos con qué nos vamos a encontrar. Subamos de una vez y busquemos a nuestros amigos. Lo único que quiero decirte es que no actúes en forma estúpida. No te acerques a nadie, y obviamente no toques a nadie. Mantén esa tela alrededor de tu hermosa cabecita. ¿Entiendes?
Mark había comprendido. Al menos, le parecía razonable mantenerse a cierta distancia de quienes habían recibido los dardos. Altamente contagioso. Las palabras resonaron otra vez en su mente, y supo que Alec estaba en lo cierto.
—Entiendo. No voy a actuar en forma estúpida. Lo prometo. Voy a seguir tu ejemplo.
Una mirada compasiva se dibujó en el rostro de Alec, algo que no era muy frecuente. En esos ojos había auténtica bondad.
—Hijo, hemos pasado por el infierno y logramos sobrevivir. Lo sé. Pero eso nos ha fortalecido, ¿verdad? Podemos enfrentar lo que viene —afirmó, alzando la vista hacia el sendero que conducía a la aldea—. Esperemos que nuestros amigos se encuentren bien.
—Esperemos —repitió Mark mientras sujetaba con fuerza la tira de tela que cubría su rostro.
Con un rígido ademán (de nuevo el profesional), Alec comenzó a trepar la colina. Mark se juró controlar sus emociones y salió detrás de él.
Cuando alcanzaron la cima, el origen del olor nauseabundo apareció ante su vista con nitidez.
Había tantos cuerpos…
En las afueras del poblado se levantaba una gran estructura de madera muy simple que, originalmente, había servido de refugio en las tormentas. Luego, cuando se construyeron edificios más sólidos, se había utilizado para almacenamiento. Tenía tres paredes y el frente estaba abierto.
El techo de paja tenía capas de lodo para mantener el interior lo más seco posible. Todos la llamaban La Inclinada porque, a pesar de ser bastante maciza y resistente, parecía inclinarse hacia la pendiente de la montaña.
Alguien había decidido colocar a los muertos allí.
Estaba horrorizado. No debería, ya que en el último año había visto más cadáveres que los que cien sepultureros hubieran contemplado en toda su vida. De todas formas, era impresionante.
Dispuestos uno al lado del otro, unos veinte cuerpos ocupaban todo el suelo. La mayoría tenía el rostro cubierto de sangre: alrededor de la nariz, de la boca, de los ojos y de las orejas. Y a juzgar por el olor y el color de la piel, todos llevaban muertos uno o dos días. Un rápido vistazo reveló que Darnell no se encontraba en el grupo, pero Mark no se permitió alentar esperanzas.
Apretó con más fuerza la tela contra el rostro y se obligó a apartar la vista de los cadáveres. Por un tiempo, iba a resultarle imposible probar un solo bocado.
Alec no parecía muy perturbado. Continuaba observando los cuerpos con gesto de frustración más que de desagrado. Tal vez quería ingresar, examinar los cadáveres y descubrir qué estaba sucediendo, pero sabía que eso sería una tontería.
—Entremos a la aldea —propuso Mark—. Y busquemos a nuestros amigos.
—Está bien —fue la respuesta de Alec.
Parecía un pueblo fantasma: nada más que polvo, madera reseca y aire caliente.
A pesar de que los senderos y callejones estaban desiertos, Mark percibía miradas fugaces a través de las ventanas, grietas y rendijas de las viviendas construidas al azar. No conocía a toda la gente de su campamento, pero sabía que a esas alturas alguien ya debería haberlo reconocido.
—¡Hola! —gritó el sargento, sobresaltándolo—. Soy Alec. ¡Alguien salga a contarnos qué pasó desde nuestra partida!
Unos metros más adelante, se oyó una voz ahogada.
—Todos permanecimos encerrados desde la mañana siguiente a la llegada de ese Berg. De las personas que ayudaron a los que recibieron disparos… la mayoría también enfermó y murió… solo tardaron un poquito más.
—Fueron los dardos —respondió Alec en voz bien fuerte para que todos los que estuvieran cerca pudieran oírlo—. Debe ser un virus. Nosotros logramos colarnos en ese Berg; lo estrellamos a dos días de aquí. Encontramos una caja con los dardos que nos dispararon. Es muy probable que hayan infectado a la gente que fue alcanzada por ellos.
Dentro de los refugios comenzaron a escucharse susurros y murmullos, pero nadie respondió.
—Es una suerte que hayan sido lo suficientemente inteligentes como para permanecer en sus casas. Si se trata de algún tipo de virus, eso impidió que se propagara como la pólvora. ¿Quién sabe? Si todos están encerrados y nadie más se enfermó, puede haberse extinguido con esos pobres diablos de La Inclinada.
—Ojalá tengas razón —repuso Mark con expresión de duda.
El ruido de pisadas evitó que Alec respondiera. Ambos se dieron vuelta justo a tiempo para ver a Trina bordeando un recodo con rapidez y dirigiéndose hacia ellos. Sucia y sudorosa, su rostro estaba teñido por la desesperación. Al ver a Mark, sus ojos se encendieron, y se dio cuenta de que a él le ocurría lo mismo. Se sintió aliviado al ver que ella tenía aspecto saludable. Echó a correr hacia él sin intención de disminuir el paso, hasta que Alec la detuvo.
Cuando se interpuso entre los dos con las manos estiradas, Trina frenó de golpe.
—Muy bien, chicos. Seamos cuidadosos antes de comenzar con los abrazos. Debemos ser muy precavidos.
Mark esperó que Trina se quejara, pero ella hizo una señal de asentimiento mientras inhalaba profundamente.
—Está bien. Solo iba… Es que estoy tan contenta de verlos… Pero dense prisa, tengo que mostrarles algo. ¡Vengan! —exclamó agitando las manos y luego echó a correr en la dirección en que había venido.
Sin vacilar, la siguieron a través del callejón principal del poblado. Mientras circulaban, Mark oyó gritos y murmullos y vio dedos que apuntaban hacia afuera desde las casas cerradas. Después de varios minutos, Trina se detuvo ante una pequeña choza que tenía tres troncos clavados sobre la puerta. Del lado de afuera.
Habían puesto a alguien en prisión. Y ese alguien estaba gritando.