TRECE AÑOS ANTES
Mark tembló de frío, algo que no le sucedía desde hacía mucho tiempo.
Acababa de despertarse; los primeros indicios del amanecer se filtraban por las grietas de los troncos apilados que formaban las paredes de su pequeña cabaña. Casi nunca se cubría con la manta, aunque estaba orgulloso de ella, ya que la había hecho con la piel de un alce gigantesco que había matado dos meses antes. Pero cuando la usaba, no lo hacía para calentarse, sino más bien porque era confortable. Al fin y al cabo, vivían en un mundo devastado por el fuego. Quizás esa fuera una señal de cambio: realmente sentía algo de fresco en el aire matutino que se colaba a través de las mismas grietas que la luz. Estiró la manta peluda hasta la barbilla y, con un ruidoso bostezo, se volteó para quedar de espaldas.
Al otro lado de la cabaña, a poco más de un metro de distancia, Alec seguía durmiendo en su catre en medio de fuertes ronquidos. Era un hombre hosco y mayor, un ex soldado endurecido por la vida, que rara vez sonreía. Y cuando lo hacía, el hecho solía estar relacionado con dolores de estómago producidos por gases estridentes. Pero Alec tenía un corazón de oro. Después de pasarse más de un año luchando para sobrevivir junto con Lana, Trina y el resto del grupo, Mark ya no se sentía intimidado por el viejo oso. Para probarlo, se inclinó, tomó un zapato del suelo y se lo arrojó. Le dio en el hombro. Alec emitió un rugido y se incorporó: los años de entrenamiento militar conseguían despertarlo en un instante.
—¡Qué rayos…! —gritó y la maldición fue interrumpida por el otro zapato de Mark, que esta vez se estrelló contra su pecho—. Maldita rata inmunda —exclamó impasible. Después del segundo ataque, se había quedado quieto mirando a Mark con los ojos entrecerrados. Pero se percibía una chispa de humor detrás de ellos—. Más vale que tengas una buena razón para poner en riesgo tu vida despertándome de esta manera.
—Hummm —respondió Mark frotándose la barbilla como si estuviera pensando intensamente hasta que chasqueó los dedos—. Ah, ya lo tengo. Básicamente era para interrumpir los horrendos sonidos que brotaban de ti. En serio, viejo, tienes que dormir de costado o algo por el estilo. Roncar de esa forma no puede ser saludable: uno de estos días te vas a ahogar.
Alec gruñó y resopló varias veces mientras se deslizaba fuera del catre y se vestía mascullando palabras indescifrables; algo así como «ojalá nunca…» «estaría mejor» y «un año infernal». Aunque eso fue lo único que Mark logró entender, el mensaje había quedado claro.
—Vamos, sargento —bromeó el muchacho sabiendo que estaba a tres segundos de pasarse de la raya. Hacía mucho tiempo que Alec se había retirado del ejército y realmente detestaba que Mark lo llamara así. Cuando se produjeron las llamaradas solares, era un trabajador contratado por el Ministerio de Defensa—. Nunca habrías llegado a esta hermosa morada si nosotros no te hubiéramos mantenido todos los días alejado del peligro. ¿Qué tal si nos damos un abrazo y volvemos a ser amigos?
Alec se metió la camisa por la cabeza y luego bajó la vista hacia Mark. Sus cejas grises y tupidas se juntaron en el centro como insectos peludos tratando de aparearse.
—Me caes bien, hijo. Sería una lástima tener que guardarte dos metros bajo tierra —comentó, y después aporreó a Mark en el costado de la cabeza; era lo más cercano a un gesto de cariño que el soldado llegaba a mostrar.
Un soldado. Aunque hubiera pasado mucho tiempo, a Mark le gustaba pensar en él como tal: lo hacía sentir mejor, más seguro. Mientras Alec abandonaba la cabaña a grandes zancadas para enfrentar el nuevo día, Mark esbozó una sonrisa. Era una verdadera sonrisa: algo que, finalmente, se iba volviendo más común después del año de terror y muerte que los había conducido hasta ahí arriba, a los montes Apalaches, al oeste de Virginia del Norte. Decidió que, sin importar lo que sucediera, dejaría a un lado todo lo malo del pasado y disfrutaría de ese día. Sin excusas.
Eso significaba que tendría que encontrar a Trina en los próximos diez minutos. Se vistió deprisa y salió a buscarla.
La divisó arriba, junto al arroyo: uno de los lugares tranquilos adonde iba a leer los libros que habían logrado rescatar de una vieja biblioteca con la cual se habían topado en alguno de los viajes. A esa chica le gustaba leer más que a nadie y estaba recuperando los meses perdidos, cuando literalmente debieron correr para salvar sus vidas y los libros eran escasos. Por lo que Mark podía suponer, los digitales habían desaparecido mucho tiempo atrás, cuando las computadoras y los servidores se chamuscaron. Trina leía los antiguos libros de papel.
Como era usual, la caminata hasta el arroyo lo había devuelto a la realidad y cada paso había debilitado su resolución de pasar un buen día. Bastaba con observar la lastimosa red de cabañas, madrigueras subterráneas y casas en los árboles que conformaban la próspera metrópoli en que vivían: nada más que troncos y cuerdas y barro seco, todo inclinado hacia la derecha o hacia la izquierda. No podía deambular por los callejones y pasos atestados del asentamiento sin que le vinieran a la mente aquellos días maravillosos en la gran ciudad, cuando la vida era rica, prometedora y tenía todo al alcance de la mano. Y ni siquiera se había dado cuenta.
Pasó delante de cientos de personas escuálidas y sucias que parecían estar al borde de la muerte. No sintió compasión por ellas ya que, aunque detestara la idea, sabía que él lucía exactamente igual. Tenían comida suficiente, robada de las ruinas, cazada en los bosques o traída desde Asheville, pero el problema era el racionamiento: parecía que a todos les faltara una comida diaria. Y era imposible vivir en el bosque sin ensuciarse de vez en cuando, por más frecuentes que fueran los baños en el arroyo.
El cielo estaba azul con una pizca de naranja oscuro que acechaba la atmósfera desde que las llamaradas solares azotaron la Tierra sin previo aviso. Ya había pasado más de un año y todavía seguía ahí arriba, como una cortina de bruma que no les permitía olvidar lo ocurrido.
¿Quién podía saber si alguna vez las cosas volverían a la normalidad? La frescura que Mark había sentido al despertarse parecía ahora un mal chiste. A medida que el sol brutal bordeaba la escasa línea de árboles de las montañas, la temperatura en ascenso ya había bañado de sudor su cuerpo.
Pero no todo era negativo. Al dejar atrás las madrigueras de los campamentos y adentrarse en el bosque, percibió muchas señales auspiciosas: árboles nuevos, otros viejos que se estaban recobrando, ardillas correteando entre las agujas ennegrecidas de los pinos, brotes verdes y capullos alrededor. Hasta divisó en la distancia algo que parecía ser una flor anaranjada. Estaba tentado de cortarla y llevársela a Trina, pero sabía que ella lo reprendería con mucha severidad si se atrevía a impedir el progreso de la naturaleza. Tal vez sería un buen día después de todo.
Habían sobrevivido a la peor catástrofe natural de la historia de la humanidad: quizá todo había quedado atrás.
Cuando alcanzó el sitio preferido de Trina, respiraba agitadamente por el esfuerzo de trepar la pared de la montaña. Durante la mañana, las posibilidades de encontrarse con alguien ahí eran muy remotas. Se detuvo y la observó desde atrás de un árbol, sabiendo que ella lo había oído llegar, pero contento de que no lo demostrara.
¡Qué hermosa era! Apoyada contra una enorme roca de granito, que parecía haber sido colocada ahí por un gigante decorador, sostenía en su falda un libro grueso. Dio vuelta una hoja sin despegar sus ojos verdes de las palabras. Llevaba una camiseta negra, jeans gastados y calzado deportivo que parecía tener cien años. Con el pelo corto y rubio ondeando en el viento, era la mejor definición de paz y comodidad. Como si perteneciera al mundo que había existido antes de que el fuego arrasara con todo.
Debido a la situación en que se encontraban, Mark siempre había pensado que ella era suya. Casi toda la gente que Trina había conocido estaba muerta y él formaba parte de los restos de la catástrofe de los que ella podía adueñarse: era eso o estar sola para siempre. Pero Mark desempeñaba su papel con gran alegría; hasta se consideraba afortunado. No podía imaginar cómo sería su vida sin ella.
—Este libro estaría mucho mejor si no hubiera un tipo raro acechándome mientras trato de leerlo —exclamó Trina sin la más leve sonrisa. Luego dio vuelta otra hoja y continuó la lectura.
—Soy yo —repuso él. Casi todo lo que decía cuando estaba cerca de ella sonaba tonto.
Salió de atrás del árbol.
Trina se echó a reír y finalmente levantó la vista hacia él.
—¡Ya era hora de que vinieras! Estaba por ponerme a hablar sola. Estoy acá leyendo desde antes del amanecer.
Caminó hacia ella y se tumbó en el suelo a su lado. Se dieron un abrazo fuerte y cálido, tan prometedor como lo que había sentido desde que se despertó.
Se apartó y la miró, sin preocuparse por la sonrisa tonta que seguramente tenía dibujada en el rostro.
—¿Sabes algo?
—¿Qué?
—Hoy será un día perfecto.
Trina sonrió y el agua del arroyo continuó fluyendo deprisa, como si sus palabras no significaran nada.