Capítulo 92

Hice un descubrimiento botánico excepcional. Sin embargo, pocos van a creer el episodio que viene ahora. Aun así, quiero contarlo porque forma parte de la historia y porque ocurrió.

Estaba tendido de costado en la lona. Debía de ser la una o las dos de la tarde de un día tranquilo de sol y brisa suave. Había dormido un poco, un sueño diluido durante el que no había descansado ni soñado. Di la vuelta para apoyarme en el otro lado, gastando el mínimo de energía posible. Abrí los ojos.

A poca distancia vi árboles. No reaccioné. Estaba convencido de que era una ilusión y de que desaparecería con unos cuantos parpadeos.

Los árboles no desaparecieron. En realidad, crecieron hasta convertirse en bosque. Formaban parte de una isla baja. Me erguí un poco. Seguía sin dar crédito a mis ojos. Pero me emocionó ver un engaño de tan alta calidad visual. Los árboles eran bellísimos. Jamás había visto algo por el estilo. Tenían la corteza pálida y las ramas perfectamente distribuidas. Las hojas eran abundantes y de un color verde esmeralda tan brillante que en comparación, la vegetación durante los monzones hubiera parecido un color verde aceituna apagado.

Pestañeé con deliberación, creyendo que mis párpados actuarían como leñadores. Pero los árboles se negaron a caerse.

Miré hacia abajo. Lo que vi me satisfizo a la vez que me decepcionó. La isla no tenía tierra. Tampoco es que los árboles hubieran echado raíces en el agua, sino más bien se aguantaban sobre lo que parecía una masa densa de vegetación, del mismo color brillante que las hojas. ¿Dónde se ha visto una isla sin tierra? ¿Con árboles que crecen de la vegetación? Sentí satisfacción porque semejante geología confirmaba lo que yo había creído, es decir, que la isla era una quimera, un engaño de mi mente. Del mismo modo, me sentí decepcionado porque me hubiera encantado encontrar una isla, cualquier isla, por muy extraña que fuera.

Como los árboles seguían sin caerse, yo seguí mirando. El verde, después de tanto azul, me sonó a música celestial. El verde es un color precioso. Es el color del Islam. Es mi color favorito.

La corriente empujó el bote salvavidas hacia la ilusión. La orilla no era precisamente una playa, pues carecía de arena y guijarros e incluso de olas, dado que las que llegaban a la isla desparecían dentro de la porosidad. Desde una cresta a unos cien metros tierra adentro, la isla empezaba a descender hacia el mar y a unos doce metros de la orilla, mar adentro, acababa de repente y desaparecía dentro de las profundidades del océano Pacífico. Tenía que ser la plataforma continental más pequeña del mundo.

Empecé a acostumbrarme a mi delirio mental. Para asegurarme de que perdurara, procuré no someterlo a grandes tensiones y cada vez que el bote salvavidas empujaba suavemente la orilla, no me moví y me limité a seguir soñando. El material de la isla parecía una masa intricada y tupida de algas con forma de tubo de unos dos dedos de diámetro. Qué isla tan extravagante, pensé.

Tras algunos minutos, me acerqué al borde del bote. El manual de supervivencia aconsejaba que estuviera atento al color verde. Bueno, pues esto era verde. De hecho, había llegado al cielo de la clorofila. Un verde que superaba cualquier colorante o luz de neón. Un verde para embriagarse. «En última instancia, los pies son los que mejor evaluarán tierra firme», decía el manual. La isla estaba al alcance de mis pies. Evaluar, y decepcionarme, o no evaluar: ésa era la pregunta.

Decidí evaluarla. Miré a mi alrededor para comprobar que no hubiera tiburones en la costa. No había ninguno. Me di la vuelta para tumbarme boca abajo y bajé una pierna muy lentamente. Metí un pie en el agua. Era fresca y agradable. La isla estaba un poco más abajo, brillando bajo el agua. Extendí la pierna un poco más. Sabía que la burbuja de mi ilusión iba a reventarse en cualquier momento.

Pero no reventó. Hundí el pie en el agua hasta que dio con la resistencia gomosa de una superficie flexible, más sólida. Apoyé más peso. La ilusión no desaparecía. Descansé todo mi peso en la isla. Seguía sin hundirme. Seguía sin creerlo.

Finalmente, mi nariz fue la que evaluó la isla. Llegó a mi sentido olfativo, abundante y fresco, abrumador: el olor a vegetación. Di un grito ahogado. Tras tantos meses de olores decolorados por el agua salada, el perfume a materia orgánica vegetal me emborrachó. Sólo entonces me lo creí, y lo único que se hundió fue mi mente. Mi proceso mental se desarticuló. Mis piernas empezaron a temblar.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gimoteé.

Me caí al agua.

La combinación de tierra firme y agua fresca me impactó tanto que me dio fuerzas para arrastrarme hacia el interior de la isla. Farfullé unas palabras inconexas de gracias a Dios y me desplomé.

Pero ni así pude quedarme quieto. Estaba demasiado emocionado. Intenté ponerme de pie. La sangre me abandonó la cabeza. La tierra se sacudió con fuerza. De repente me dio un vahído cegador. Creí que iba a desmayarme. Recobré el equilibrio. Sólo me vi capaz de jadear. Logré sentarme.

—¡Richard Parker! —grité—. ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Estamos salvados!

El olor de la vegetación era increíblemente fuerte. Y el verdor era tan fresco y lenitivo que se me antojó que las fuerzas y el consuelo me estaban inundando el organismo físicamente a través de los ojos.

¿Y estas algas tubulares tan raras y embrolladas? ¿Eran comestibles? Consistían en una especie de algas marinas, pero eran más rígidas que las algas normales. Por el tacto, me imaginé que aparte de ser húmedas, iban a ser crujientes. Tiré de un trozo. Arranqué varios pedazos sin demasiado esfuerzo. En sección, estaban compuestas de dos paredes concéntricas: una pared exterior húmeda, áspera y de color verde esmeralda, y la interior, que separaba la pared exterior del núcleo del alga. La división entre los dos tubos saltaba a la vista: el tubo central era de color blanco mientras que el tubo que lo envolvía era de un color verde que perdía intensidad a medida que se acercaba a la pared interior. La olí. Aparte de un aroma vegetal agradable, tenía un olor neutro. La lamí. El pulso se me aceleró. El exterior de las algas estaba cubierto de agua dulce.

Le hinqué el diente. Mi boca se llevó una sorpresa. El tubo interior era horriblemente salado pero el de fuera, además de ser comestible, era delicioso. Noté que la lengua me temblaba como un dedo que hojea un diccionario, intentando buscar una palabra olvidada desde hace tiempo. La encontré, y cerré los ojos del placer de volver a oírla: dulce. No me refiero a que estaba bueno, sino que tenía gusto a azúcar. Las tortugas y el pescado tendrán sabor a muchas cosas, pero nunca a azúcar. Las algas tenían un dulzor que superaba hasta el jarabe de nuestros arces aquí en Canadá. La consistencia es difícil de describir, y la única comparación que se me ocurre es a la de las castañas de agua.

Mi boca empezó a rezumar saliva, calando la capa pastosa que cubría su interior. Relamiéndome de placer, arranqué las algas que tenía a mi alrededor. Los tubos eran fáciles y limpios de separar. Me llené la boca de tubos exteriores con las dos manos, obligándola a comer y a trabajar con una rapidez y un empeño que apenas si recordaba. Cuando dejé de comer, vi que había creado un foso a mi alrededor.

A unos sesenta metros había un árbol. Era el único árbol que había en la cuesta que descendía de la cresta, que parecía estar a kilómetros de distancia. Cuando digo «cresta», que quede claro que la pendiente que subía desde la orilla no era muy empinada. Como ya he dicho, la isla era baja y la subida era más bien suave, llegando a una altura de quince o veinte metros. Pero teniendo en cuenta mi estado, se me antojó más imponente que una montaña. El árbol era infinitamente más atractivo. Además, daba sombra. Intenté ponerme de pie de nuevo. Conseguí ponerme de cuclillas, pero en cuanto fui a levantarme, me mareé y perdí el equilibrio. Aunque no me hubiese caído, no tenía fuerzas en las piernas para aguantarme. Sin embargo, mi fuerza de voluntad no flaqueó y estaba empeñado en avanzar. Gateé, me arrastré, y salté como pude hasta el árbol.

Sé que jamás volveré a experimentar el goce que sentí cuando me refugié en la sombra moteada y reluciente del árbol y oí el susurro seco y nítido del viento al pasar por sus hojas. El árbol no era tan grande ni tan alto como los que había tierra adentro. Al estar en el lado equivocado de la cresta, estaba más expuesto a las inclemencias del tiempo y había crecido sin la misma elegancia ni uniformidad que sus colegas. Pero después de todo, era un árbol, y el hecho de ver un árbol, sea el que sea, ya es una bendición cuando llevas tantos meses perdido en alta mar. Canté la gloria de ese árbol, su pureza sólida y apacible, su belleza pausada. Lo que hubiese dado por ser como ese árbol, arraigado a la tierra pero con todas las manos alzadas para alabar a Dios. Me eché a llorar.

Mientras el corazón estaba ensalzando a Alá, mi cabeza empezó a asimilar su obra. El árbol salía directamente de las algas, tal y como me había parecido desde el bote salvavidas. No había rastro de tierra. O bien la tierra estaba más abajo o esta especie de árbol era un ejemplo notable de comensal o parásito. El diámetro del tronco medía lo mismo que el pecho de un hombre. La corteza era de color verde grisáceo, fina, lisa y tan blanda que cuando la rasqué con la uña, quedó una marca. Las hojas eran grandes y anchas y tenían forma de corazón. La copa tenía la misma redondez abundante que los mangos, pero no era un mango. Olía un poco a azufaifo, pero tampoco lo era. Tampoco era un mangle. Se trataba de un árbol que jamás había visto en mi vida. Sólo sé que era precioso y verde, y que tenía unas hojas exuberantes.

Oí un gruñido. Me volví. Richard Parker me estaba observando desde el bote salvavidas. Él también estaba escrutando la isla. Según parecía, quería desembarcar pero tenía miedo. Finalmente, tras dar muchas vueltas por el bote gruñendo sin parar, saltó. Llevé el silbato de color naranja a los labios. No obstante, no tenía intención de atacarme. Su primer reto era mantener el equilibrio. Las piernas le temblaban más que las mías. Para avanzar, tenía que arrastrarse con el estómago casi tocando el suelo, tambaleándose como un cachorro recién nacido. En lugar de acercarse a mí, me evitó por completo, dirigiéndose hacia la cresta donde se perdió en el interior de la isla.

Pasé el día comiendo, descansando, intentando levantarme y, generalmente, disfrutando de la felicidad que sentía. Cada vez que me esforzaba demasiado, me mareaba. Incluso cuando estaba sentado, tenía la sensación de que la tierra bajo mis pies estaba moviéndose y que iba a caerme en cualquier momento.

Por la tarde empecé a preocuparme por Richard Parker. Ahora que las circunstancias, el territorio, había cambiado, no sabía cómo iba a reaccionar si se topaba conmigo en la isla.

Me arrastré de nuevo hasta el bote salvavidas a regañadientes, sólo por mi propia seguridad. Por mucho que Richard Parker tomara posesión de la isla, la proa y la lona seguían siendo mi territorio. Busqué algo al que pudiera amarrar el bote salvavidas. Aparentemente, la capa de algas era muy espesa puesto que no encontré nada más. Al final, clavé el palo de un remo entre las algas con toda mi fuerza y lo usé para amarrar el bote.

Me subí a la lona. Estaba rendido y notaba que mi cuerpo estaba agotado de tanto comer. Este cambio de suerte estaba provocando una tensión nerviosa en mí. Mientras bajaba el sol, recuerdo vagamente que oí un rugido de Richard Parker a la distancia, pero me venció el sueño.

Me desperté en medio de la noche con una sensación extraña e incómoda en el abdomen. Creí que se trataba de un calambre, que quizá me había envenenado comiendo tantas algas. Oí un ruido. Miré. Richard Parker estaba a bordo. Había vuelto mientras dormía. Estaba maullando y lamiendo las plantas de las patas. Me acuerdo que me desconcertó pero no le di importancia. El calambre se agudizó. Estaba doblado de dolor y tiritando cuando un proceso normal para muchos, pero ya olvidado por mi cuerpo, se puso en marcha: la defecación. Fue un verdadero martirio, pero cuando acabé, volví a caer en el sueño más profundo y reparador que había tenido desde la noche antes de que se hundiera el Tsimtsum.

Cuando me desperté por la mañana, me sentí mucho más fuerte. Gateé hasta el árbol con mucha más agilidad que el día anterior. Me regalé la vista con él y me di un festín de algas. Comí tanto que excavé un agujero profundo, por si acaso.

Richard Parker volvió a titubear durante horas antes de saltar del bote. Cuando finalmente se decidió a hacerlo, a media mañana, saltó a la orilla, pero en lugar de seguir adelante, dio un brinco hacia atrás y se cayó con la mitad del cuerpo dentro del agua. Parecía muy tenso. Bufó y arañó el aire con una garra. Sentí curiosidad. No entendía qué le pasaba. La preocupación se le pasó y con un paso visiblemente más firme que el día anterior, desapareció de nuevo detrás del otro lado de la cresta.

Ese día, apoyándome contra el árbol, conseguí ponerme de pie. Me mareé. La única forma de conseguir que no se moviera el suelo era cerrar los ojos y agarrarme al árbol. Con un empujoncito, intenté caminar. Me caí en el acto. El suelo vino hacia mí a toda velocidad antes de que pudiera dar un paso. No me hice daño. La isla, con esa capa de vegetación tan gomosa y tupida, era un lugar ideal para aprender a caminar de nuevo. Cayera donde cayese, era imposible hacerme daño.

El día siguiente, tras una noche descansada en el bote con Richard Parker, que había vuelto una vez más a pasar la noche, conseguí caminar. A pesar de caerme media docena de veces, llegué al árbol por mi propio pie. Con cada hora que pasaba, notaba que iba recuperando la fuerza. Cogí el pico cangrejo y tiré de una de las ramas. Arranqué algunas hojas. Eran suaves y sin brillo, pero tenían un gusto amargo. Me imaginé que Richard Parker se había encariñado con su guarida en el bote salvavidas. Al menos eso explicaría el hecho de que volviera por la noche.

Esa tarde, apareció cuando empezó a ponerse el sol. Había vuelto a amarrar el bote salvavidas al remo que había clavado entre las algas. Me encontraba en la proa, asegurándome de que la cuerda estuviera bien atada a la roda. Al principio no lo reconocí. El animal que vi corriendo a galope tendido hacia mí no podía ser el mismo tigre lánguido y desaliñado que se había convertido en mi compañero de infortunios. Pero lo era. Era Richard Parker y venía hacia mí a toda prisa, con una mirada de determinación en los ojos. Por encima de la cabeza bajada, le asomaba ese cuello poderoso. El pelaje y los músculos temblaban con cada paso. Oí la vibración del suelo bajo sus patas.

He leído que hay dos miedos que son imposibles de curar: la reacción de susto cuando oímos un ruido inesperado y el vértigo. Yo quisiera añadir otro más, a saber, el miedo al ver que un asesino notorio viene directa y rápidamente hacia ti.

Cogí el silbato, nervioso. Cuando estaba a apenas ocho metros del bote salvavidas, toqué el silbato con todas mis fuerzas. Un pitido desgarrador partió el aire.

Tuvo el efecto deseado. Richard Parker frenó. Pero era evidente que no quería pararse. Toqué el silbato por segunda vez. Richard Parker se volvió y empezó a dar saltitos muy extraños, como si fuera un ciervo, y a gruñir con ferocidad. Toqué el silbato por tercera vez. Se le pusieron todos los pelos de punta. Tenía las zarpas extendidas y estaba frenético. Temí que el muro defensivo de los silbidos estuviera a punto de derrumbarse y que iba a atacarme.

Sin embargo, Richard Parker hizo algo asombroso: se lanzó al agua. Me quedé boquiabierto. Justamente lo que jamás me hubiera imaginado que haría es precisamente lo que hizo, y con ímpetu y resolución, además. Nadó con tenacidad hasta la popa del bote salvavidas. Estuve a punto de volver a tocar el silbato, pero opté por abrir la tapa de la taquilla y sentarme replegándome al refugio particular de mi territorio.

Subió a la popa, chorreando litros de agua y levantando mi extremo del bote. Durante unos instantes, se mantuvo encima de la regala y el banco de la popa, escrutándome. Sentí desfallecer mis esperanzas. No me veía capaz ni de volver a tocar el silbato. Lo miré con indiferencia. Saltó al fondo del bote y desapareció debajo de la lona. Desde donde estaba sentado, veía parte de su cuerpo a través de los huecos que quedaban a cada lado de la tapa de la taquilla. Me eché encima de la lona, donde él no podía verme, pero donde estaba directamente encima de él. Lo único que deseaba era tener un par de alas para salir volando.

Me calmé. Me obligué a recordar que la situación era exactamente la misma que antes, que llevaba meses viviendo justo encima de un tigre que estaba vivito y coleando.

Conseguí controlar la respiración y me dormí.

Esa noche me desperté y, habiendo vencido el miedo, me asomé por encima de la lona. Richard Parker estaba soñando: estaba temblando y gruñendo. Fuera cual fuera su disgusto, había conseguido despertarme con sus quejidos.

A la mañana siguiente, volvió a desaparecer al otro lado de la cresta.

Decidí que en cuanto estuviera recuperado del todo, iría a explorar la isla. Por lo que veía, era bastante grande. La costa se extendía hacia la derecha y la izquierda describiendo una curva suave, y deduje que la circunferencia de la isla debía de ser considerable. Pasé el día caminando, y cayéndome, entre la orilla y el árbol, tratando de recobrar las fuerzas en las piernas. Cada vez que me caí, me atiborré de algas.

Richard Parker volvió hacia el final del día, un poco más temprano que el día anterior. Lo estaba esperando. Me quedé sentado y no toqué el silbato. Se acercó a la orilla y con un enorme salto, llegó al costado del bote salvavidas. Se metió en su territorio sin entrar en el mío, haciendo que el bote se tambaleara un poco. Su capacidad de recuperación me resultó aterradora.

Por la mañana, dejándole un margen considerable a Richard Parker, salí a explorar la isla. Subí hasta lo alto de la cresta. Llegué sin dificultades, poniendo un pie delante del otro con orgullo, caminando con brío, y bien, con cierta torpeza. Si no me hubiera recuperado del todo, estoy convencido de que me hubieran vuelto a fallar las piernas cuando vi qué había al otro lado de la cresta.

Para empezar por los detalles, vi que la isla entera estaba cubierta de algas, no sólo la orilla. Vi una enorme meseta con un bosque verde en el centro. Alrededor de este bosque había varios centenares de estanques de igual tamaño con algunos árboles distribuidos de modo uniforme entre ellos. La disposición daba la impresión inequívoca de seguir alguna especie de diseño.

Pero lo que se me quedó grabado para siempre en la memoria fueron los suricatas. A primera vista, calculé que debía de haber cientos de miles de estos animalitos. El paisaje estaba atestado de suricatas. Y cuando aparecí yo, todos se volvieron para mirarme, atónitos, como pollos en una granja, y se levantaron sobre sus patas traseras.

Nosotros no habíamos tenido suricatas en el zoológico. Pero había leído acerca de ellos en libros y otras publicaciones. Los suricatas viven en Sudáfrica y son de la familia de las mangostas, es decir, viven en madrigueras y son carnívoros. De adultos, miden unos treinta centímetros y pesan un kilo. Son mamíferos delgados, de constitución parecida a las comadrejas, y tienen el hocico afilado. Tienen los ojos pequeños y plantados en el centro de la cara; las patas cortas, con cuatro garras no retráctiles en cada una, y una cola bastante poblada que mide unos veinte centímetros. Tienen el pelaje entre un color pardo claro y gris con manchas negras o marrones en la espalda. La punta de la cola, las orejas y los círculos característicos alrededor de sus ojos son de color negro. Son animales ágiles y agudos, diurnos y de costumbres sociales. En su hábitat natural (el desierto del Kalahari, en Sudáfrica) se alimentan, entre otras cosas, de escorpiones, siendo inmunes a su veneno. Cuando están en alerta, los suricatas adoptan una posición muy peculiar, levantando el cuerpo sobre las puntas de sus patas posteriores y manteniendo el equilibrio con la cola, como si fuera un trípode. A menudo los suricatas adoptan esta postura de forma colectiva, apiñándose y mirando en la misma dirección, como si fueran hombres de negocios esperando que llegue el autobús. Su expresión seria y la forma en que cuelgan las patas delanteras recuerda a un niño tímido posando para un fotógrafo o a un paciente que tras quitarse la ropa en el consultorio de un médico, trata de taparse los genitales con recato.

Eso es lo que vi: cientos de miles, un millón de suricatas que se volvieron hacia mí en posición de firmes como si dijeran «Señor, sí, señor». Tengo que decir que un suricata, aunque esté de pie, no mide más de cuarenta y cinco centímetros, de modo que lo más imponente de estas criaturas no era su tamaño, sino el número incalculable que había. Me quedé paralizado, sin apenas atreverme a respirar. Si mi presencia hacía que un millón de suricatas huían aterrorizados, el caos sería inmensurable. Sin embargo, tras unos instantes perdieron todo interés en mí. Volvieron a concentrarse en lo que habían estado haciendo antes de que yo entrara en escena: en comer algas y mirar fijamente al agua de los estanques. Cuando vi todas aquellas cabezas agachadas a la vez, me recordó la hora de las oraciones en una mezquita.

Los animalitos no parecían tener ningún miedo. Mientras bajaba por la cuesta, ninguno de ellos se apartó ni se inquietó por el hecho de verme allí. Si hubiera querido, hubiese podido acariciarles la cabeza e incluso coger a uno en brazos, pero no hice nada por el estilo. Me limité a caminar entre la que tenía que ser la colonia más grande de suricatas del mundo, una de las experiencias más extrañas y maravillosas de mi vida. El aire estaba lleno de un ruido incesante. Eran ellos, sus chillidos, gorjeos, parloteos y ladridos. Había tantos que según los caprichos de su entusiasmo, el ruido venía y desaparecía como una bandada de pájaros, dando vueltas a mi alrededor y desvaneciéndose poco a poco cuando los más cercanos callaban para dar paso a sus compañeros al otro lado de la meseta.

¿No sería que no me temían porque era yo quien debía temerlos a ellos? La pregunta me pasó por la cabeza. Pero la respuesta saltaba a la vista: eran inofensivos. Para acercarme a uno de los estanques, que no era fácil teniendo en cuenta la cantidad de suricatas que se habían congregado a su alrededor, tenía que darles toquecitos con los pies para no pisarlos. Pero a pesar de que me colara de esta manera tan descarada, no se ofendieron, sino todo lo contrario. Se lo tomaron muy bien y me hicieron sitio de la forma más educada. Mientras miraba dentro de uno de los estanques, noté cómo sus cuerpos peludos y calientes me rozaban los tobillos.

Todos los estanques eran redondos y casi del mismo tamaño: medían unos doce metros de diámetro. Me imaginé que serían poco profundos pero estaban repletos de agua cristalina y no distinguía el fondo. Por lo que veía, los costados consistían en las mismas algas que cubrían la isla. Evidentemente, la capa superior de la isla era formidable.

No vi nada que explicara la curiosidad de los suricatas, y supongo que hubiese desistido de resolver el misterio si no fuera por los chillidos y ladridos que procedieron de uno de los estanques cercanos. Los suricatas estaban conmocionados, dando saltos sin parar. De repente, vi cientos de suricatas zambullirse al agua. Todos se estaban empujando en el intento de llegar a la orilla del estanque. El frenesí fue colectivo; hasta las crías querían lanzarse al agua, y las madres y cuidadores tuvieron que sujetarlas con fuerza para contenerlas. No daba crédito a mis ojos. Estos animales no eran como los suricatas normales y corrientes que viven en el desierto del Kalahari. Los suricatas normales y corrientes que viven en el desierto del Kalahari no se comportan como ranas. Estos suricatas tenían que ser una subespecie que había evolucionado de forma fascinante y sorprendente.

Con mucha cautela para no pisarlos, me acerqué al estanque. Llegué justo a tiempo para verlos nadando, nadando de verdad, y volviendo cargados de docenas de peces, y no precisamente pequeños. Algunos de los peces eran dorados que hubieran supuesto un banquete sin igual en el bote salvavidas. A su lado, los suricatas parecían enanos. No comprendía cómo conseguían pescar peces de semejante tamaño.

Mientras estuve observando cómo sacaban los peces del agua, mostrando una habilidad extraordinaria de trabajo en equipo, me di cuenta de algo muy curioso: todos los peces, sin excepción, ya estaban muertos. Recién muertos. Los suricatas estaban volviendo con peces muertos que ellos no habían matado.

Me arrodillé al lado del estanque, y después de apartar varios suricatas emocionados y empapados, toqué el agua. Estaba más fría de lo que hubiera esperado. Había una corriente que empujaba agua fría desde abajo. Ahuequé las manos, las llené de agua y las llevé a la boca. Tomé un sorbo.

Era agua dulce. Esto explicaba cómo habían muerto los peces, pues si pones un pez de agua salada en agua dulce, se hincha y se muere al cabo de pocos minutos. Pero ¿qué hacían aquellos peces de agua salada en un estanque de agua dulce? ¿Cómo habían llegado hasta allí?

Me dirigí a otro estanque, abriendo paso entre los suricatas. También contenía agua dulce. Otro estanque; lo mismo. Y lo mismo ocurrió con el cuarto estanque.

Todos los estanques eran de agua dulce. ¿De dónde había salido semejante cantidad de agua fresca? La razón era obvia: de las algas. Las algas desalaban el agua de forma natural y constante, de ahí que tuviera el núcleo salado y el tubo exterior cubierto de agua dulce. Las algas empujaban el agua dulce a la superficie. No me pregunté ni por qué ni cómo las algas hacían algo así, ni dónde iba a parar la sal. La cabeza dejó de hacer semejantes preguntas. Me reí y me tiré al agua. Me costó mantenerme en la superficie; todavía estaba debilitado y apenas tenía grasa que me ayudara a flotar. Me agarré al borde del estanque. El efecto de bañarme en agua dulce, pura y limpia fue algo indescriptible. Tras tantos meses en alta mar, tenía la piel dura, los cabellos largos y enmarañados. Seguro que una tira de cazar moscas hubiera parecido más sedosa. Me sentía como si la sal me hubiera corroído hasta el alma. Así que bajo la mirada atenta de cientos de suricatas, me bañé, dejando que el agua dulce disolviera cada uno de los cristales de sal que me habían contaminado.

Los suricatas se volvieron. Lo hicieron como si fueran una sola persona, girándose todos a la vez para mirar en la misma dirección. Salí para ver qué ocurría. Era Richard Parker. Él confirmó lo que ya había deducido: que estos suricatas llevaban tantas generaciones sin predadores que cualquier noción de la distancia de huida, de miedo, había sido genéticamente eliminada. Lo vi avanzando entre medio de ellos, dejando una estela de muerte y destrucción a su paso, devorando un suricata detrás de otro, con la boca ensangrentada, y ellos, los suricatas, a pesar de estar al ladito de un tigre, estaban dando brincos como si estuvieran gritando: «¡Ahora yo! ¡Me toca a mí! ¡Me toca a mí!». Iba a presenciar la misma escena decenas de veces. Nada iba a distraer a los suricatas de su vida de mirar estanques y mordisquear algas. Poco importaba que Richard Parker se acercara sigilosamente por detrás y se abalanzara sobre ellos con una tormenta de rugidos o que pasara por su lado con indiferencia; les daba igual. No se contrariaban por nada. Reinaba la docilidad.

Richard Parker mató más allá de la necesidad. Mató suricatas que ni siquiera tenía intención de comer. Para los animales, las ansias de matar no tienen nada que ver con las ansias de comer. Supongo que tanto tiempo sin matar una presa y encontrarse con tantos suricatas a la vez le avivó el instinto cazador que llevaba tanto tiempo reprimido.

Estaba lejos. Yo no corría ningún peligro. Al menos, de momento.

A la mañana siguiente, cuando hubo partido, limpié el bote salvavidas. Y a buena hora. No describiré qué aspecto tiene una pila de huesos humanos y animales mezclados con los restos innumerables de peces y tortugas. Tiré toda la montaña fétida e inmunda por la borda. No me atreví a pisar el suelo dado que temía dejar un rastro tangible de mi presencia para Richard Parker, de modo que tuve que sacarlo todo con el pico cangrejo desde la lona o desde los bordes del bote, de pie en el agua. Lo que no conseguí limpiar con el pico, es decir, los olores y las manchas, enjuagué con cubos de agua.

Esa noche entró en su guarida nueva y limpia sin hacer ningún comentario. En la boca llevaba varios suricatas, que comió a lo largo de la noche.

Pasé los siguientes días comiendo, bebiendo, bañándome, observando los suricatas, caminando, corriendo, descansando y recuperándome. Aprendí a correr con naturalidad y soltura. Se me curaron las heridas. Los achaques se desvanecieron. En una palabra, resucité.

Exploré la isla, intenté recorrerla toda pero desistí. Calculé que medía unos diez u once kilómetros de diámetro, que suponía una circunferencia de más de treinta kilómetros. Todo lo que vi indicaba que las características de la orilla eran idénticas en toda la isla. Estaba cubierta del mismo verdor deslumbrante, la misma cresta, la misma cuesta desde la cresta hasta el agua, las mismas rupturas en la monotonía: algún árbol esmirriado dispersado por la orilla. Mientras exploraba la orilla, hice un descubrimiento asombroso: las algas, y por lo tanto la isla, variaba de altura y densidad según el tiempo. Durante los días calurosos, la trama de las algas se volvía más trabada y densa, y la isla crecía verticalmente, haciendo que la subida hasta la cuesta estuviera más empinada dado que la cuesta estaba a más altura. No se trataba de un proceso rápido. Sólo se daba tras unos días de calor. Sin embargo, el cambio era incuestionable. Creo que tenía algo que ver con la conservación del agua, con proteger la superficie de las algas de los rayos del sol.

El fenómeno contrario, cuando la isla se distendía, era un proceso más rápido, más dramático y las razones eran más evidentes. Entonces la cresta descendía y la plataforma continental, para decirlo de alguna manera, se extendía. Las algas se tornaban tan flojas que se me quedaban atrapados los pies. Esta dilatación se producía cuando el cielo estaba tapado y aún más, cuando el mar estaba agitado.

Sobreviví a una tormenta violenta mientras estuve en la isla y después de la experiencia, hubiera confiado en ella aunque me encontrara el peor de los huracanes. Fue un espectáculo imponente. Me subí a un árbol y observé las olas gigantes que cargaban contra la isla, que se preparaban para subir hasta lo alto de la cresta y desencadenar el caos y la destrucción, pero que desaparecían como si hubieran caído dentro de arenas movedizas. En este sentido, la isla tenía una filosofía gandhiana: se resistía sin oponer resistencia alguna. Cada una de las olas se esfumó dentro de la isla sin conflicto, dejando sólo un poco de espuma. La isla temblaba ligeramente y aparecía alguna que otra ondulación en la superficie de los estanques, pero eran las únicas indicaciones de que la estuviera atravesando una fuerza mayor. Y atravesarla es lo que hizo: en el sotavento de la isla, que había quedado visiblemente reducido, las olas salían y seguían su curso. Fue de lo más extraño, eso de ver cómo las olas se alejaban de la orilla. Los suricatas ni se inmutaron ante la tormenta, y sus consecuentes terremotos insignificantes. Siguieron ocupándose de sus cosas como si los elementos no existieran.

Lo que no conseguía entender era que la isla estuviera tan desolada. Jamás he visto una ecología tan despojada. En el aire no volaba ni una mosca, ni una mariposa, ni una abeja, ni un insecto de ninguna clase. Los árboles no albergaban ni un pájaro. Las llanuras no escondían ni un roedor, ni una larva, ni un gusano, ni una serpiente; en ellas no crecían otros árboles, ni arbustos, ni hierba ni flores. Los estanques no cobijaban peces de agua dulce. En la orilla no había ni una alga flotante, ni un cangrejo, ni una langosta; no había coral, ni guijarros, ni rocas. A excepción de los suricatas, no había ninguna materia extraña, fuera orgánica o inorgánica, en toda la isla. Sólo había algas verdes y relucientes y árboles verdes y relucientes.

Los árboles no eran parásitos. Lo descubrí un día que comí tantas algas al pie de un árbol que las raíces quedaron expuestas. Vi que las raíces no eran independientes de las algas sino que se unían a ellas, se transformaban en ellas. Eso quería decir que o bien los árboles tenían una relación simbiótica con las algas, un toma y daca que beneficiaría a ambos, o que se debía a un motivo más sencillo, que los árboles eran una parte integral de las algas. Supongo que esta última explicación es la correcta dado que los árboles no daban fruta ni flores. Dudo que un organismo independiente, por muy íntima que sea la simbiosis que comparta, renuncie a una parte tan fundamental de la vida como la de la reproducción. El afán de las hojas del sol, claramente demostrado en su abundancia, su amplitud y su verdor superclorofila, me hizo sospechar que la función principal de los árboles era recoger energía. En fin, no son más que conjeturas.

Hay una última observación que me gustaría hacer. Se basa en intuición más que en pruebas concluyentes. Veamos, la isla no era una isla en el sentido convencional de la palabra, o sea, no era una masa continental que estaba fija al suelo del océano, sino un organismo flotante, una bola de algas de dimensiones gigantescas. Y me figuré que los estanques se extendían hasta los costados de esta enorme masa boyante y daban al océano, cosa que esclarecería la presencia inexplicable de los dorados y demás peces marinos.

Haría falta un estudio exhaustivo, pero por desgracia, perdí las algas que me llevé de la isla.

A la vez que resucité yo, Richard Parker también. A fuerza de atiborrarse de suricatas, recuperó el peso que había perdido, su pelaje volvió a brillar y recobró el mismo aspecto saludable de antes. No perdió la costumbre de volver al bote salvavidas cada tarde al ponerse el sol. Siempre procuré llegar antes que él y marcar mi territorio copiosamente con orina para que no se olvidara de quién era quién ni de qué pertenecía a quién. Pero siempre se iba con los primeros rayos del sol. Recorrió gran parte de la isla, más que yo. Como la isla no variaba, apenas salí de la misma área. Durante el día lo veía poco. Pero me inquietaba. Vi cómo rastrillaba los árboles con las garras delanteras dejando enormes tajos en los troncos. Y empecé a oír sus rugidos roncos, ese aaonh suntuoso como el oro o la miel, espeluznante como el fondo de una mina peligrosa o mil abejas enojadas. Lo que me preocupaba no era que buscara una hembra, sino que se sintiera lo bastante cómodo en la isla para plantearse la posibilidad de reproducirse. Temí que en su nueva condición, quizás no tolerara la presencia de otro macho en su territorio, particularmente en su territorio nocturno, y aún menos si no obtenía respuesta a sus aullidos, que era el caso más probable.

Un día fui a dar un paseo por el bosque. Estaba caminando enérgicamente, ensimismado en mis pensamientos. Pasé por el lado de un árbol y casi me estrellé contra Richard Parker. Los dos nos sobresaltamos. Bufó y se levantó sobre las patas traseras en toda su inmensidad, con las garras en posición para pegarme un zarpazo. Me quedé petrificado, paralizado de miedo y del susto. Se dejó caer sobre las cuatro patas y dio media vuelta. Habiendo dado tres o cuatro pasos, se volvió, se irguió de nuevo sobre las patas traseras y esta vez gruñó. Yo me quedé inmóvil como una estatua. Dio unos pasos más y me amenazó por tercera vez. Cuando se hubo dado por satisfecho que yo no le suponía ningún peligro, se alejó sin ninguna prisa. En cuanto recuperé el aliento y dejé de temblar, llevé el silbato a la boca y salí corriendo detrás de él. Richard Parker ya había recorrido una distancia considerable, pero no lo había perdido de vista. Corrí a toda velocidad. Richard Parker se volvió, me vio, se agachó y acto seguido puso pies en polvorosa. Toqué el silbato con todas mis fuerzas, deseando que el sonido se propagara tanto o más que el grito de un tigre solitario.

Esa noche, mientras Richard Parker dormía a sesenta centímetros debajo de mí, llegué a la conclusión de que tenía que rehacerme con el control de la pista del circo.

El problema más grande que se presenta a la hora de adiestrar animales es que sólo aprenden por instinto o por memorización. El uso de la inteligencia para asociar ideas que no sean instintivas sólo está disponible en grado mínimo. Por lo tanto, para conseguir que un animal conciba la conexión artificial entre hacer algo, digamos ponerse boca arriba, y recibir un premio a cambio, hace falta repetir la acción hasta la saciedad. Se trata de un proceso muy lento que depende tanto de la suerte como del ahínco, y todavía más si el animal en cuestión es un adulto. Toqué el silbato tantas veces que me dolían los pulmones. Golpeé el pecho tantas veces que me quedé morado. Miles de veces grité «¡Jep! ¡Jep! ¡Jep!», mi orden en el lenguaje de tigres para decir «¡Hazlo!». Le tiré miles de bocados de suricata que yo mismo hubiera comido con mucho gusto. Adiestrar un tigre es toda una hazaña. Tienen un carácter bastante menos flexible que otros animales que suelen adiestrarse en los circos y en los zoológicos, como por ejemplo los leones marinos y los chimpancés. Bien, tampoco quiero otorgarme todo el mérito de lo que conseguí hacer con Richard Parker. Tuve la suerte, una suerte que me salvó la vida, de que no sólo era un animal joven, sino un animal joven y maleable, un animal omega. Lo que temía era que las condiciones en la isla actuaran en mi contra, que con tanta comida y agua, Richard Parker se volviera más relajado y seguro de sí mismo y menos abierto a mi influencia. Pero seguía siendo un animal nervioso. Lo conocía suficientemente para percibirlo. Por la noche en el bote salvavidas lo veía agitado y no paraba de quejarse. Atribuí su desasosiego al nuevo medio de la isla; cualquier cambio, aunque sea positivo, hará que un animal se sienta nervioso. Fuera por el motivo que fuera, la tensión a la que estaba sometido lo llevó a mostrarse dispuesto a complacer, y es más, a sentir la necesidad de complacer.

Lo adiestré a saltar por un aro que hice de unas ramas pequeñas. Consistía en una rutina sencilla de cuatro saltos. Cada uno le valía un pedazo de suricata. Primero, mientras él venía pesadamente hacia mí, levantaba el aro a un metro del suelo con la mano izquierda. Una vez la había saltado y mientras frenaba, cogía el aro con la mano derecha y, de espaldas a él, le ordenaba que volviera a saltar. Para el tercer salto, yo me arrodillaba en el suelo y aguantaba el aro encima de la cabeza. Cada vez que lo veía venir hacia mí, se me ponían los pelos de punta. Nunca perdí el temor de que en lugar de saltar, me atacaría. Gracias a Dios, nunca me falló. Entonces me levantaba y lanzaba el aro para que rodara por el suelo. Se suponía que Richard Parker tenía que seguirlo y pasar por él por última vez antes de que cayera. La verdad es que esta parte nunca le salió muy bien, a veces porque yo tiraba mal el aro y a veces porque Richard Parker chocaba contra él. Pero al menos salía tras él, y eso lo alejaba de mí. Siempre se quedaba pasmado cuando se caía el aro. Lo miraba de hito en hito, como si fuera algún compañero de sus mismas proporciones con el que había salido a correr y que se había desplomado sin previo aviso. Se quedaba allí, olfateándolo. Le tiraba el último pedazo de suricata y me iba.

Al final, abandoné el bote. Me pareció absurdo compartir un espacio tan apretujado con un animal que cada vez necesitaba más espacio, cuando tenía una isla entera a mi disposición. Decidí que lo más seguro sería dormir en un árbol. Nunca consideré que la costumbre de Richard Parker de pasar la noche en el bote salvavidas fuera definitiva. No tenía ningunas ganas de que me encontrara fuera de mi territorio, dormido e indefenso en el suelo, si alguna vez decidía ir a dar un paseo nocturno.

Así que un día me fui del bote armado con la red, una cuerda y algunas mantas. Encontré un árbol robusto en las afueras del bosque y tiré la cuerda por encima de la rama más baja. Ya estaba en forma y no me costó agarrarme a la cuerda y subirme al árbol. Me posicioné en dos ramas sólidas y próximas que estaban a la misma altura y até la red entre las dos. Volví al final del día.

Justo cuando había doblado las mantas y las había colocado en la red para que me sirvieran de colchón, detecté una conmoción entre los suricatas. Aparté algunas ramas para verlos mejor. Asomé la cabeza y miré en todas las direcciones hasta el horizonte. Fue inconfundible. Los suricatas estaban abandonando los estanques, o mejor dicho, la llanura, y estaban corriendo hacia los árboles. Una nación entera de suricatas se había puesto en marcha, las espaldas encorvadas y las patitas desdibujadas. Me estaba preguntando si me quedaban muchas sorpresas por descubrir de estos animalitos cuando me di cuenta, con gran consternación, de que los suricatas que habían estado en el estanque más cercano habían rodeado mi árbol y estaban subiendo por el tronco. El tronco había desaparecido bajo una ola de suricatas resueltos. Creí que venían a atacarme, y de repente comprendí el motivo por el que Richard Parker optaba por dormir en el bote salvavidas: de día los suricatas eran dóciles e inofensivos, pero de noche, bajo su peso colectivo, aplastaban a sus enemigos sin piedad. Sentí miedo e indignación. La idea de haber sobrevivido tanto tiempo en un bote salvavidas con un tigre de Bengala de más de doscientos kilos para morir en lo alto de un árbol en manos de unos suricatas que apenas pesaban un kilo se me antojó una tragedia demasiado injusta y ridícula para soportarla.

No pretendían hacerme ningún daño. Subieron hasta mi rama, se me subieron encima, se colocaron a mi alrededor y siguieron trepando. Se instalaron en todas las ramas del árbol. Estaba repleto de suricatas. Se hicieron con mi cama. Lo mismo estaba ocurriendo allá donde miraba. Estaban trepando a todos los árboles que veía y el bosque se estaba tornando marrón, un otoño que sólo tardó algunos minutos en llegar. En conjunto, a medida que correteaban en tropel para reclamar los árboles vacíos en el interior del bosque, hicieron más ruido que una manada de elefantes en estampida.

Mientras tanto, la llanura se estaba quedando vacía y despoblada.

De compartir una litera con un tigre, pasé a compartir un dormitorio abarrotado con suricatas. ¿Me creerán cuando digo que la vida puede dar unos giros sorprendentes? Aparté los suricatas para hacerme sitio en mi cama. Se arrimaron a mí. No quedó ni un centímetro de espacio desocupado.

Finalmente se tranquilizaron y dejaron de chillar y gorjear. Se hizo el silencio en el árbol. Nos dormimos.

Me desperté al alba cubierto de pies a cabeza de una manta viva de piel. Algunas de las crías habían descubierto las partes más calurosas de mi cuerpo. Alrededor del cuello tenía una bufanda sudada de suricatas (creo que la madre se había instalado cómodamente al lado de mi cabeza) y otros se habían apretujado en la zona de las ingles.

Abandonaron el árbol con el mismo brío y la misma brusquedad con el que lo habían invadido. A la vez, se vaciaron todos los árboles en la llanura, que se llenó de suricatas y de sus ruidos diurnos. El árbol parecía vacío. Y yo me sentí vacío, un poco. Me había gustado la experiencia de dormir con suricatas.

A partir de entonces pasé todas las noches en el árbol. Vacié el bote de todos los objetos útiles y me construí una habitación agradable entre las ramas. Me acostumbré a los rasguños involuntarios de los suricatas cuando se me encaramaban. La única queja que tuve era que de vez en cuando, los que se subían a las ramas superiores me evacuaban encima.

Una noche, los suricatas me despertaron. Estaban parloteando y tiritando. Me incorporé y miré hacia donde estaban mirando ellos. El cielo estaba despejado y había luna llena. El paisaje había perdido su color. Todo resplandecía de forma fantasmagórica en tonos negros, grises y blancos. Me fijé en el estanque. Se estaba llenando de formas plateadas que subían desde abajo y afloraban en la superficie negra del agua.

Peces. Peces muertos. Habían ascendido flotando desde las profundidades. El estanque, que te recuerdo medía doce metros de diámetro, se fue llenando de toda clase de peces hasta que la superficie pasó de ser negra a ser plateada. Y viendo cómo el agua se movía, era evidente que seguían subiendo más.

Cuando afloró un tiburón muerto, los suricatas se exaltaron sobremanera y se pusieron a chillar como aves tropicales. Los árboles vecinos se contagiaron de la histeria. El ruido era ensordecedor. Me pregunté si estaba a punto de ver a los suricatas arrastrar los peces hasta lo alto de los árboles.

No bajó ni un solo suricata al estanque. Ninguno siquiera hizo ademán de bajar. Se limitaron a expresar su frustración a gritos.

Aquel espectáculo me pareció siniestro. Me inquietó ver todos esos peces muertos.

Me tumbé e intenté conciliar el sueño a pesar del barullo de los suricatas. Al alba, me despertó el jaleo que armaron al bajarse del árbol. Entre bostezos y desperezos, miré hacia el estanque que había causado tanta conmoción y furia la noche anterior.

Estaba vacío. O casi. Pero no había sido obra de los suricatas. Ellos sencillamente se habían tirado al agua para coger los restos.

Los peces habían desaparecido. Estaba desconcertado. ¿Estaría mirando al estanque equivocado? No, estaba convencido de que era aquél. ¿Estaba seguro de que los suricatas no lo habían vaciado durante la noche? Segurísimo. Si el mero hecho de poder sacar el tiburón ya me parecía muy improbable, ¿cómo iban a llevarlo en la espalda y esconderlo? ¿Podría haber sido Richard Parker? Hombre, una parte de los peces sí, pero no iba a vaciar todo un estanque en una noche.

Me quedé perplejo. Por mucho que mirara el estanque y sus paredes verdes y profundas, no me explicaba qué había pasado con los peces. La noche siguiente estuve al tanto, pero no apareció ningún pez.

La aclaración del misterio llegó un tiempo después, desde la espesura del bosque.

En el centro del bosque, los árboles eran más grandes y más apiñados. El suelo estaba despejado, pues la isla carecía de maleza, pero en lo alto, el toldo era tan denso que ocultaba el sol, o para decirlo de otra manera, el cielo era sólido y verde. Los árboles estaban tan cerca los unos de los otros que las ramas invadían el espacio de las demás, y se tocaban y se entrelazaban de tal manera que era difícil distinguir dónde empezaba un árbol y dónde acababa el siguiente. Me di cuenta de que los troncos eran lisos y limpios, sin los infinitos rasguños minúsculos que dejaban los suricatas en la corteza. La razón era bastante obvia: los suricatas podían pasar de un árbol al siguiente sin necesidad de subir y bajar. Como prueba de esta teoría, encontré muchos árboles en el perímetro del corazón del bosque que tenían la corteza prácticamente destrozada. Estos árboles, sin lugar a dudas, eran las puertas que daban a la ciudad arbórea de los suricatas, más bulliciosa incluso que la ciudad de Calcuta.

Allí es donde me topé con el árbol. No era el más grande del bosque, ni estaba en el centro, ni tenía alguna característica que la resaltara. Lo único es que tenía las ramas muy bien alineadas. Hubiera sido el lugar idóneo para ver el cielo o para observar la actividad nocturna de los suricatas.

Puedo decirte el día exacto en que encontré ese árbol: fue el día antes de que abandonara la isla.

Me fijé en el árbol porque parecía dar fruta. Mientras que el resto del toldo forestal era de un color verde idéntico, la fruta destacaba por su color negro. La ramas de donde crecía estaban retorcidas de forma extraña. Las escruté. La isla entera estaba poblada de árboles estériles, menos uno. Y ni siquiera uno entero. La fruta sólo crecía de una parte pequeña del árbol. Pensé que tal vez había dado con la equivalente forestal de la abeja reina y me pregunté si algún día las algas dejarían de sorprenderme con su singularidad botánica.

Quería probar la fruta pero las ramas estaban demasiado altas. Así que fui a buscar una cuerda. Si las algas estaban deliciosas, ¿cómo iba a ser su fruta?

Colgué la cuerda del brazo más bajo del árbol y rama a rama, trepé al pequeño y precioso huerto.

De cerca la fruta era de color verde apagado. Tenía el mismo tamaño y forma que una naranja. Cada una de las frutas se encontraba en el centro de una serie de ramitas que se habían enrollado a su alrededor. Supongo que las protegían. Me acerqué más y vi que las ramitas también desempeñaban otra función: las sostenían. La fruta no tenía un solo pedúnculo, sino decenas. Estaban tachonadas de pedúnculos que los conectaban a las ramitas. La fruta tenía que ser pesada y jugosa, pensé. Me acerqué todavía más.

Extendí la mano y agarré una fruta. Me decepcioné al instante. No pesaba casi nada. Tiré de ella, separándola de todos los pedúnculos.

Me arrellané en una de las ramas, apoyándome en el tronco del árbol. Encima tenía un techo movedizo de color verde que dejaba pasar los rayos de luz. A mi alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista, había carreteras que se retorcían y serpenteaban por la gran ciudad suspendida. Una brisa agradable corría por los árboles. Sentí enorme curiosidad. Examiné la fruta.

Ay, ¡ojalá no hubiera llegado nunca ese momento! Si no, tal vez hubieran pasado años, o la vida entera, en aquella isla. Por nada del mundo, creí, iba a volver al bote salvavidas, al sufrimiento y las privaciones que había pasado en él, ¡por nada del mundo! ¿Qué razón iba a moverme a abandonarla? ¿Acaso no reunía mis requerimientos físicos? ¿Acaso no había más agua de la que pudiera beber en toda mi vida? ¿Más algas de las que pudiera comer? Y cuando me apetecía variar un poco, ¿no había una superabundancia de suricatas y peces? Si la isla flotaba y se desplazaba, ¿no cabía la posibilidad de que me llevara en la dirección correcta? ¿No podría ser un buque vegetal el que me llevaría a tierra firme? Y entre tanto, ¿no estaba en compañía de unos suricatas encantadores? Y Richard Parker tenía que perfeccionar ese cuarto salto, ¿no? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza dejar la isla desde que habíamos llegado, y de eso ya hacía semanas, no sé exactamente cuántas, pero de momento no íbamos a ningún sitio. Vamos, ¡ni hablar!

Cuán equivocado estaba.

Si esa fruta contenía una semilla, fue la semilla de mi partida.

La fruta no era una fruta, sino una acumulación densa de hojas pegadas que formaban una bola. Cada pedúnculo que arranqué estaba sujeto a una hoja.

Tras pelar unas cuantas capas, llegué a unas hojas que no tenían pedúnculo y que estaban adheridas a la bola. Metí las uñas por debajo de las hojas y las saqué. Desenfundé la fruta, hoja a hoja, como si quitara las capas de una cebolla. Podría haber partido la «fruta» (todavía la llamo así a falta de una palabra más apropiada) pero preferí satisfacer mi curiosidad de una manera comedida.

Pasó de ser del tamaño de una naranja al tamaño de una mandarina. Había hojas suaves y finas desparramadas por las ramas sobre las que estaba sentado y dentro de mi regazo.

Ahora era del tamaño de un rambután.

Cada vez que lo pienso, me da escalofríos.

Del tamaño de una cereza.

Entonces salió a la luz, una perla incalificable en el corazón de una ostra verde.

Un diente humano.

Una muela, para ser exactos. Tenía manchas verdes en la superficie y estaba llena de agujeritos.

Poco a poco, me inundó una sensación de horror. Tuve tiempo para examinar más frutas.

Cada una tenía un diente.

Una contenía un canino.

Otra, un premolar.

Un incisivo aquí.

Otra muela allí.

Treinta y dos dientes humanos. Un juego completo. No faltaba ni uno.

De repente lo entendí todo.

No grité. Creo que el horror sólo se vocifera en las películas. Me estremecí y bajé del árbol.

Pasé el día totalmente confundido, sopesando mis opciones. Ninguna era buena.

Aquella noche, me acosté en el árbol de siempre y comprobé mi hipótesis. Agarré uno de los suricatas y lo dejé caer al suelo.

Chilló mientras caía por el aire. Cuando llegó al suelo, se lanzó directamente al árbol.

Con la ingenuidad típica, se acurrucó de nuevo a mi lado. Empezó a lamerse las patas con ímpetu. Parecía tener molestias y estaba jadeando sin parar.

Podría haberlo dejado allí. Pero quería comprobarlo por mí mismo. Me bajé y me agarré a la cuerda. Le había hecho algunos nudos para poder subir y bajar con más facilidad. Cuando llegué a la base del árbol, sostuve los pies a un par de centímetros del suelo. Vacilé.

Me solté.

Primero no sentí nada. De repente un dolor punzante me atravesó los pies. Grité. Creí que iba a caerme. Conseguí coger la cuerda y me levanté del suelo. Me restregué las plantas de los pies contra la corteza del árbol. Los alivió, pero no lo suficiente. Los metí en un cubo de agua que tenía al lado de la cama. Los froté con hojas. Maté a dos suricatas con el cuchillo e intenté calmar el dolor con su sangre y sus tripas. Me seguían escociendo. No dejaron de escocer en toda la noche. No conseguí dormirme por el dolor y la ansiedad.

La isla era carnívora. De ahí que desaparecieran los peces en los estanques. La isla atraía peces marinos hacia sus túneles subterráneos. No sé cómo. Quizá los peces comieran las algas con la misma avidez que yo. El caso es que quedaban atrapados. O tal vez se perdían. Tal vez se cerraban las aperturas que daban al mar. Tal vez la salinidad del agua cambiaba de forma tan imperceptible que los peces sólo se daban cuenta cuando ya era demasiado tarde. Fuera por la razón que fuera, de repente se encontraban en agua dulce y se morían. Algunos flotaban hasta la superficie de los estanques, los restos que alimentaban a los suricatas. Por la noche, debido a algún proceso químico que desconocía pero que estaba claramente inhibido por la luz del sol, las algas depredadoras se tornaban ácidas y los estanques se convertían en tanques cáusticos que digerían los peces. De ahí que Richard Parker siempre volviera al bote salvavidas por las noches. De ahí que los suricatas durmieran en los árboles. De ahí que sólo hubiera visto algas en toda la isla.

Y esto explicaba los dientes. Alguien había llegado a estas tierras antes que yo. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí ese pobre hombre? ¿O fue una mujer? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuántas horas desesperadas en la ciudad arbórea en la triste compañía de los suricatas? ¿Cuántos sueños de una vida feliz que se habían visto truncados? ¿Cuántas esperanzas que se habían visto defraudadas? ¿Cuánta conversación acumulada que murió sin articularse? ¿Cuánta soledad? ¿Cuánta desesperanza? ¿Y al fin y al cabo, para qué? ¿Qué quedaba de todo aquello?

Sólo un poco de esmalte, como el cambio suelto en un bolsillo. La persona debió de haber muerto en el árbol. ¿Estuvo enferma? ¿Herida? ¿Deprimida? ¿Cuánto tarda un espíritu roto en matar a un cuerpo que dispone de comida, agua y refugio? Los árboles también eran carnívoros, pero tenían un nivel de acidez mucho más bajo, de forma que uno podía pasar la noche en ellos mientras el resto de la isla bullía. Pero tras la muerte de esa persona, el árbol habría envuelto el cadáver con las ramas poco a poco y lo habría digerido, sorbiéndole los huesos de toda sustancia nutritiva hasta disolverlos por completo. Con el tiempo, no quedarían ni los dientes.

Miré hacia las algas. Sentía cómo me iba invadiendo el resentimiento. La promesa radiante que ofrecían de día fue suplantado en mi corazón por toda la traición que descargaban durante la noche.

—¡Sólo quedan dientes! —mascullé—. ¡DIENTES!

Antes de que amaneciera, la decisión nefasta ya estaba tomada. Prefería marchar y morir buscando a los de mi propia especie antes que llevar una vida solitaria e incompleta de comodidad física y muerte espiritual en aquella isla asesina. Llené mis depósitos de agua dulce y bebí como un camello. Me pasé el día comiendo algas hasta casi reventar. Maté y despellejé todos los suricatas que cabían en la taquilla y en el suelo del bote. Saqué peces muertos de los estanques. Con el hacha, corté un buen bloque de algas y lo até a una cuerda que amarré al bote salvavidas.

No podía abandonar a Richard Parker. Dejarlo equivaldría a matarlo. No sobreviviría a la primera noche. Solo en el bote salvavidas al anochecer, sabría que se estaría quemando vivo. O que se habría tirado al mar, donde se ahogaría. Esperé a que volviera. Sabía que no iba a llegar tarde.

Cuando se subió a bordo, desatraqué. Durante algunas horas, las corrientes nos mantuvieron cerca de la isla. Los ruidos del mar me molestaban y me había desacostumbrado al balanceo del bote. La noche se hizo eterna.

Por la mañana, la isla había desaparecido. Y la masa de algas también. En cuanto cayó la noche, las algas habían disuelto la cuerda con su ácido.

El mar estaba encrespado, el cielo gris.