Subí a bordo del bote de mi hermano. Lo exploré con las manos. Me había mentido. Aparte de un poco de carne de tortuga, encontré una cabeza de dorado e incluso unas migas de galletas, todo un capricho. Y además, tenía agua. Lo metí todo en la boca. Luego volví a mi bote y desamarré el suyo.
Las lágrimas que había llorado me habían ido bien. La ventana en el extremo superior del ojo izquierdo volvió a abrirse. Lavé los ojos con agua del mar. Con cada lavado, la ventana se abrió un poco más. En dos días, recuperé la vista.
Lo que vi me hizo desear no haberla recuperado. El cadáver de mi hermano estaba tendido en el fondo del bote, completamente desmembrado. Richard Parker había comido buena parte de su cuerpo y de su cara, de modo que nunca llegué a ver quién era. El torso eviscerado, con las costillas rotas curvadas hacia arriba, estaba tan ensangrentado y destrozado que parecía una miniatura del bote.
Tengo que confesar que cogí uno de los brazos con el pico cangrejo y usé su carne de cebo. También confieso que, empujado por la gravedad de mi escasez y la locura a la que me llevó, comí un poco de su carne. Sólo comí unos cuantos pedazos pequeños, tiras que iba a enganchar al anzuelo del pico. Tras secarlas al sol, tenían el mismo aspecto que la carne de un animal. Los metí en la boca casi sin darme cuenta. Tienes que comprender que mi sufrimiento no me daba tregua y él ya estaba muerto. Paré en cuanto cogí un pez.
Rezo por su alma cada día.