—¿Te ocurre algo, Richard Parker? ¿Te has quedado ciego? —dije, moviendo la mano delante de sus ojos.
Desde hacía un par de días, había estado frotándose los ojos y maullando con desconsuelo, pero no le di ninguna importancia. Los achaques eran el único pan que nos comíamos cada día. Pesqué un dorado. Hacía tres días que no comíamos nada. El día anterior, una tortuga se había acercado al bote salvavidas pero no había podido subirla a bordo. Partí el pez por la mitad. Richard Parker estaba mirando hacia mí. Le tiré su porción. Esperaba que lo cogiera con la boca con rapidez, pero le dio en toda la cara. Se inclinó hacia delante. Tras olisquear por todos lados, encontró el pescado y empezó a comer. Ahora comíamos muy lentamente.
Le miré los ojos detenidamente. No veía ninguna diferencia de otros días. Bien, un poco más de secreción en los ojos, pero no me pareció dramático, y menos considerando su apariencia general. Nuestra experiencia nos había reducido a carne y huesos.
Me di cuenta de que la respuesta estaba en el mero acto de mirarlo tan de cerca. Lo estaba mirando fijamente como si fuera oftalmólogo y él seguía con expresión ausente. Sólo un gato ciego tomaría una mirada así con aquella indiferencia.
Sentí lástima por Richard Parker. Habíamos llegado a las puertas de la muerte.
Al día siguiente me escocían los ojos. Los froté una y otra vez, pero el picor no desaparecía. Todo lo contrario: empeoró, y a diferencia de Richard Parker, empezaron a supurar. Entonces todo se hizo oscuro, por mucho que pestañeara. Al principio lo tenía justo delante, un punto negro en el centro de todo lo que miraba. Se extendió hasta convertirse en una mancha que llegaba a los límites de mi visión. A la mañana siguiente, sólo veía el sol por una grieta de luz en el extremo superior del ojo izquierdo, como una ventana minúscula que está demasiado elevada. Al mediodía, todo era negro.
Me aferré a la vida. Estaba debilitado y frenético. El calor era infernal. Tenía tan pocas fuerzas que ni siquiera podía levantarme. Tenía los labios duros y agrietados, la boca seca y pastosa, con una capa pegajosa de saliva que sabía tan mal como olía. El sol me había quemado la piel. Me dolían los músculos deteriorados. Tenía las extremidades hinchadas, sobre todo los pies, y me dolían sobremanera. Estaba hambriento y de nuevo, no había nada de comer. Respecto al agua, Richard Parker bebía tanta que yo había reducido mi dosis a cinco cucharadas al día. Sin embargo, este sufrimiento físico no podía compararse con la tortura moral que estaba a punto de tener que soportar. Considero que el día en que me quedé ciego comenzó mi angustia extrema. No sabría decirte exactamente en qué momento ocurrió. El tiempo, como ya he dicho, carecía de importancia. Supongo que fue entre el día cien y el doscientos. Yo estaba convencido de que no iba a resistir ni uno más.
Cuando me desperté al día siguiente, había perdido mi temor a la muerte y resolví morir.
Llegué a la triste conclusión de que ya no podía cuidar de Richard Parker. Había fallado como guardián. Me entristecía más su fallecimiento inminente que el mío. Pero francamente, estando tan consumido y enfermo como lo estaba, no podía hacer nada por él.
La naturaleza se estaba agotando. Noté que se me estaba apoderando una debilitación letal. Moriría antes de que cayera la noche. Para aliviar mi sufrimiento, decidí apaciguar la sed intolerable con la que había vivido durante tantos días. Bebí toda el agua que pude. Lástima que no pudiera comer algo por última vez. En fin, supuse que ése era mi destino. Me apoyé en la lona enrollada en medio del bote salvavidas. Cerré los ojos y esperé a que el aliento abandonara mi cuerpo. Mascullé:
—Adiós, Richard Parker. Siento haberte fallado. Hice lo mejor que pude. Adiós. Querido papá, querida mamá, querido Ravi, ya voy. Vuestro hijo y hermano que tanto os quiere viene a unirse a vosotros. No ha habido hora en que no pensara en vosotros. El momento en que os vea será el más feliz de mi vida. Y ahora tengo que dejar este asunto en manos de Dios, que es amor y a quien amo.
Oí las palabras:
—¿Hay alguien allí?
Es increíble lo que uno llega a oír cuando está solo en la oscuridad de una mente moribunda. Un sonido sin forma ni color resulta muy extraño. Estar ciego equivale a oír de forma distinta.
De nuevo me llegaron las palabras:
—¿Hay alguien allí?
Concluí que me había vuelto loco. Triste, mas cierto. Al sufrimiento le encanta estar acompañado y la locura está más que dispuesta a complacerlo.
—¿Hay alguien allí? —dijo de nuevo la voz, esta vez con más insistencia.
La nitidez de mi enajenación era pasmosa. La voz tenía timbre propio y una aspereza acentuada y cansada. Decidí participar en el juego.
—Claro que hay alguien allí —repuse—. Siempre hay por lo menos una persona. ¿Quién haría la pregunta, si no?
—Pues mira, esperaba que hubiera otra persona.
—¿Cómo que otra persona? ¿Que no sabes dónde estás? Si no te gusta este fruto de tu fantasía, escoge otro. No será por falta de opciones.
Mmm. Fruto. Fruta. Cómo me apetecía comer fruta.
—Así que no hay nadie, ¿verdad?
—Chitón. Estoy soñando con fruta.
—¡Fruta! ¿Tienes fruta? Te ruego que me des un poco. Te lo suplico. Un trocito. Estoy hambriento.
—Claro que tengo fruta. Es fruto de mi fantasía.
—¿Fruto, fruta? Por favor, ¿no podrías darme un poco? Es que…
La voz, o el efecto del viento y las olas en cuestión, se debilitó.
—Es jugosa y grande y huele tan bien —continué—. Las ramas están dobladas por la cantidad de fruta que crece en ellas. Tiene que haber más de trescientas piezas en ese árbol.
Silencio.
La voz volvió:
—Hablemos de comida.
—Buena idea.
—¿Qué comerías si pudieras escoger lo que quisieras?
—Es una pregunta magnífica. Escogería un buffet espléndido. Empezaría con un plato de arroz y sambar. Luego comería arroz con lentejas negras y arroz con…
—Yo comería…
—Todavía no he terminado. Y con el arroz comería sambar de tamarindo picante y sambar de cebollitas y…
—¿Algo más?
—Ya termino. También comería sagú de vegetales variados y korma de verduras y masala de patatas y vadai de col y masala dosai y rasam picante de lentejas y…
—Comprendo.
—Espera. Y poriyal de berenjenas rellenas y kootu de boniato y coco e idli de arroz y bajji de verduras y…
—Suena de…
—¿Ya he mencionado los chutneys? Chutney de coco y chutney de menta y condimento de chilis verdes y condimento de grosella espinosa, con todos los nans, popadoms, parathas y puris de rigor, por supuesto.
—Suena de…
—¡Las ensaladas! Ensalada de crema de mango y ensalada de crema de calalú y ensalada de pepino fresco sin condimentos. Y de postre, payasam de almendras y payasam de leche y crepe de azúcar moreno y toffee de cacahuetes y burfi de coco y helado de vainilla con salsa de chocolate caliente y espesa.
—¿Ya está?
—Y acabaría este tentempié con un vaso de diez litros de agua limpia y fresca y un café.
—Suena de maravilla.
—Sí, ¿verdad?
—Dime, ¿cómo es el kootu de boniato y coco?
—Es un manjar de los dioses. Para hacerlo, necesitas boniatos, coco rallado, plátanos verdes, chili en polvo, pimienta negra molida, cúrcuma en polvo, granos de comino, semillas de mostaza marrones y un poco de aceite de coco. Primero hay que saltear el coco hasta que esté tostado…
—¿Me permites que te haga una sugerencia?
—¿Cuál?
—Que en lugar de comer kootu de boniato y coco, comas lengua de ternero cocido con salsa de mostaza.
—No me suena muy vegetariano.
—Es que no lo es. Y luego callos.
—¿Callos? ¿Acabas de comerle la lengua al pobre animal y ahora quieres comerle el estómago?
—¡Sí! Sueño con tripes á la mode de Caen, calentito, con lechecillas.
—¿Lechecillas? Eso ya me suena mejor. ¿Qué son lechecillas?
—Pues se hacen del páncreas de un ternero.
—¡El páncreas!
—Estofadas con salsa de champiñones. Son deliciosas.
¿De dónde salían aquellos platos tan asquerosos y sacrílegos? ¿Tan mal estaba que hasta contemplaba la idea de atacar a una vaca y su cría? ¿En qué clase de viento cruzado horrible me había metido? ¿Volvía a estar inmerso en aquellos residuos flotantes?
—Dime, ¿cuál va a ser la próxima afrenta?
—Sesos de ternera con salsa de mantequilla quemada.
—Veo que ya has vuelto a la cabeza.
—¡Soufflé de sesos!
—Me están entrando náuseas. ¿Hay algo que no comas?
—Lo que daría por una sopa de rabo de buey. Por un cochinillo relleno de arroz, salchichas, albaricoques y pasas. Por hígado de ternera con salsa de mantequilla, mostaza y perejil. Por plato de conejo marinado estofado con vino tinto. Por unas salchichas de hígado de pollo. Por un buen filete de ternera con paté de carne de cerdo e hígado. Por unas ranas. Sí, ¡que me traigan ranas, quiero ranas!
—No puedo más.
La voz se debilitó. Yo estaba temblando de las náuseas. Que la locura me afectara a la cabeza era una cosa, pero era injusto que me llegara al estómago.
De repente, lo comprendí todo.
—¿Y comerías ternera cruda y ensangrentada?
—¡Pues claro! Me encanta un buen steak tartare.
—¿Comerías la sangre coagulada de un cerdo muerto?
—¡Cada día, con salsa de manzana!
—¿Comerías lo que fuera de un animal, aunque fueran los restos?
—¡Canalones y salchichas! ¡Apilaría el plato hasta arriba!
—¿Y una zanahoria? ¿Comerías una zanahoria cruda?
No contestó.
—¿No me has oído? ¿Comerías una zanahoria?
—Te he oído. Para ser sincero, si pudiera escoger, no me la comería. No tolero esa clase de comida. La encuentro de mal gusto.
Me eché a reír. Lo sabía. No estaba oyendo voces. No me había vuelto loco. ¡Era Richard Parker, ese granuja carnívoro! Con todas las horas que habíamos pasado juntos y él había esperado hasta la última antes de morirnos para abrir el pico. El hecho de hablar con un tigre me llenaba de satisfacción. De repente, me entró una curiosidad morbosa, como la que padecen las estrellas de cine en manos de sus admiradores.
—Tengo curiosidad. Dime, ¿alguna vez has matado a un hombre?
Lo dudé. Los animales que comen carne humana se dan con menos frecuencia que los asesinos entre los hombres, y Richard Parker llegó al zoológico de cachorro. Pero cabía la posibilidad de que su madre hubiera cazado un ser humano antes de que la apresara Sediento.
—Vaya pregunta —repuso Richard Parker.
—A mí me parece de lo más razonable.
—¿Ah, sí?
—Pues sí.
—¿Y por qué?
—Hombre, tienes cierta reputación, ¿sabes?
—¿Ah, sí?
—Claro. ¿Cómo puedes ser tan ciego?
—Porque lo soy.
—Bien, voy a esclarecer lo que tú no quieres ver: tienes reputación de matar a hombres. Ahora contéstame: ¿lo has hecho alguna vez? Silencio.
—Venga. Responde.
—Sí.
—¡Vaya! Me da escalofríos sólo de pensarlo. ¿Cuántos?
—Dos.
—¿Has matado a dos hombres?
—No. Un hombre y una mujer.
—¿A la vez?
—No. Primero el hombre; luego maté a la mujer.
—¡Eres un monstruo! Seguro que te divertiste de lo lindo. Seguro que disfrutaste oyendo cómo gritaban y viendo cómo forcejeaban.
—No mucho, la verdad.
—¿Estaban buenos?
—¿Buenos?
—Vamos, no seas tan obtuso. ¿Te gustó el sabor?
—No. No me gustó.
—Ya me lo imaginaba. Tengo entendido que para los animales, no es algo que guste de entrada. ¿Entonces, por qué los mataste?
—Por necesidad.
—La necesidad de un monstruo. ¿Te arrepientes?
—No me quedó más remedio. O ellos o yo.
—¡Toma! La necesidad expresada con toda su sencillez amoral. ¿Y no te arrepientes ahora?
—Fue algo que hice en el momento. Fue algo circunstancial.
—Instinto, se llama instinto. Pero insisto: ¿no te arrepientes?
—Intento no pensar en ello.
—La definición misma de un animal. Eso es lo que eres.
—¿Y tú qué?
—Yo soy un ser humano, a ver si te queda claro.
—Veo que orgullo no te falta. Ni jactancia, vamos.
—Es la pura verdad.
—De modo que tirarías la primera piedra, ¿verdad?
—Dime, ¿has probado el oothappam, alguna vez?
—No. Pero cuéntame. ¿Qué es el oothappam?
—Está riquísimo.
—Suena delicioso. Cuéntame más.
—El oothappam se hace con el rebozado que sobra, pero pocas veces los restos han sido tan memorables.
—Ya noto el sabor.
Me dormí. O mejor dicho, empecé a delirar, moribundo.
Pero había algo que me molestaba. No sabía exactamente qué. Fuera lo que fuera, no me dejaba morir tranquilo.
Recobré el conocimiento. Ya sabía qué me había estado molestando.
—Oye.
—Dime —dijo la voz débil de Richard Parker.
—¿Por qué hablas con acento?
—Yo no hablo con acento. Tú hablas con acento.
—Te equivocas. Tú no sabes pronunciar las erres. En lugar de decir «hombre», tú dices algo así como «hombje».
—Yo cuando digo hombje, digo «hombje», como tiene que ser. Tú hablas como si tuvieras la boca llena de canicas calientes. Hablas con acento indio.
—Y tú hablas como si en lugar de lengua, tuvieras un serrucho en la boca y como si las palabras fueran de madera. Hablas con acento francés.
Era absurdo. Richard Parker nació en Bangladesh y creció en Tamil Nadu. ¿De dónde le había salido el acento francés? De acuerdo, Pondicherry había sido la antigua capital de la India francesa, pero nadie iba a hacerme creer que algunos de los animales del zoológico habían frecuentado la Alliance Franqaise en la rué Dumas.
Me resultó muy desconcertante. Volví a caer en la niebla.
Me desperté con un grito. ¡Había alguien! La voz que me llegaba no era un viento con un acento extraño ni un animal. ¡Era otra persona! Mi corazón empezó a latir con fuerza, en el último intento de empujar la sangre por mi cuerpo rendido. Mi mente hizo un último esfuerzo por pensar con lucidez.
—Sólo un eco, me temo —lo oí, apenas audible.
—¡Espera! ¡Estoy aquí! —grité.
—Un eco del mar…
—¡No! ¡Que soy yo!
—¿Por qué no acaba este suplicio?
—¡Amigo mío!
—Me estoy muriendo…
—¡No te vayas! ¡No te vayas!
Apenas si podía oírlo.
Chillé.
Chilló.
No podía más. Iba a volverme loco.
Tuve una idea.
—ME LLAMO —rugí hacia los elementos con mi último aliento— PISCINE MOLITOR PATEL.
Un eco no podía crear un nombre.
—¿Me escuchas? ¡Soy Piscine Molitor Patel, conocido por todos como Pi Patel!
—¿Cómo? ¿Hay alguien?
—¡Sí, hay alguien!
—¡Qué! No puede ser. Por favor, ¿tienes comida? Lo que sea. No me queda nada. Hace días que no como. Tengo que comer algo. Te agradeceré cualquier cosa que puedas darme. Te lo suplico.
—Pero si yo tampoco tengo comida —repuse, consternado—. Hace días que yo tampoco como. Esperaba que tú tuvieras algo de comida. ¿Y agua? Casi no me queda nada.
—No tengo. ¿No tienes nada de comida? ¿Nada de nada?
—Nada de nada.
Hubo un silencio, un silencio sepulcral.
—¿Dónde estás? —pregunté.
—Aquí —contestó cansino.
—¿Pero dónde, exactamente? No te veo.
—¿Por qué no me ves?
—Me he quedado ciego.
—¿Cómo? —exclamó.
—Me he quedado ciego. Mis ojos sólo ven oscuridad.
Parpadeo en vano. Desde hace dos días, si me puedo fiar de mi piel para medir el tiempo. Sólo distingo si es de día o de noche.
Oí un gemido desolador.
—¿Qué? ¿Qué te pasa, amigo mío?
No paró de gemir.
—Por favor, contéstame. ¿Qué te ocurre? Estoy ciego y no tenemos comida ni agua, pero nos tenemos el uno al otro. Eso ya es algo. Algo precioso. ¿Qué te pasa, querido hermano?
—Yo también me he quedado ciego.
—¿Cómo?
—Yo también parpadeo en vano, como dices tú.
Volvió a gemir. Me quedé atónito. ¡Me había encontrado con otro ciego en otro bote salvavidas en medio del océano Pacífico!
—¿Pero cómo puedes haberte quedado ciego? —mascullé.
—Supongo que por las mismas razones que tú. Debido a la poca higiene de un cuerpo desnutrido que ya no aguanta más.
Los dos nos vinimos abajo. Él gimió y yo lloré. Era demasiado, realmente era demasiado.
—Te contaré una historia —dije, después de un rato.
—¿Una historia?
—Sí.
—¿De qué me sirve una historia? Tengo hambre.
—Es una historia sobre comida.
—Las palabras no tienen calorías.
—Busca la comida donde puedas encontrarla.
—No es mala idea.
Silencio. Un silencio famélico.
—¿Dónde estás?
—Aquí. ¿Y tú?
—Aquí.
Oí el ruido de un remo al caer al agua. Cogí uno de los remos que había recuperado de lo que me había quedado de la balsa. Pesaba mucho. Tanteé con las manos hasta encontrar el tolete más próximo. Dejé caer el remo dentro. Tiré del mango. No tenía fuerzas, pero remé lo mejor que pude.
—Cuéntame tu historia —dijo, jadeando.
—Érase una vez un plátano y creció. Creció hasta hacerse grande, firme, amarillo y fragante. Entonces cayó al suelo y alguien lo encontró y se lo comió.
Dejó de remar.
—Es una historia preciosa.
—Gracias.
—Se me han inundado los ojos de lágrimas.
—Espera, me he dejado un detalle.
—¿Cuál?
—El plátano cayó al suelo y alguien lo encontró y se lo comió y después, esa persona se sintió mejor.
—¡Me has dejado sin habla! —exclamó.
—Gracias. Un silencio.
—¿Pero no tienes ningún plátano?
—No. Me distrajo un orangután.
—¿Un qué?
—Es una historia muy larga.
—¿Y pasta de dientes?
—Tampoco.
—Con pescado es deliciosa. ¿Y cigarrillos?
—Los comí todos.
—¿Que los comiste?
—Bueno, tengo los filtros. Si quieres te los regalo.
—¿Los filtros? ¿Qué quieres que haga con los filtros si no tengo tabaco? ¿Cómo has podido comer cigarrillos?
—¿Y qué querías que hiciera con ellos? No fumo.
—Deberías haberlos guardado para canjearlos por comida.
—¿Canjear? ¿Con quién?
—¡Conmigo!
—Hermano, me los comí cuando estaba solo en un bote salvavidas en medio del océano Pacífico.
—¿Y qué?
—Pues que la posibilidad de encontrarme con otra persona en medio del océano Pacífico me pareció más bien remota.
—Tienes que planear las cosas de antemano, ¡tonto! Ahora no puedes canjear nada.
—Pero aunque tuviera algo, ¿por qué iba a canjearlo? ¿Qué tienes tú que yo pudiera querer?
—Tengo una bota.
—¿Una bota?
—Sí, una buena bota de cuero.
—¿Y qué iba a hacer yo con una bota de cuero en medio del océano Pacífico? ¿Crees que en mi tiempo libre me voy de excursión?
—¡Podrías comerla!
—¿Comer una bota? Vaya plan.
—Hombre, has comido cigarrillos, ¿por qué no una bota?
—¡Qué asco! Por cierto, ¿de quién es?
—¿Yo qué sé?
—¿Me estás diciendo que coma la bota de un desconocido?
—¿Qué más da?
—Me has dejado de piedra. Una bota. Aparte del hecho de que soy hindú y los hindúes consideramos que las vacas son sagradas, la idea de comer una bota de cuero se me antoja comer toda la porquería que puede salir de un pie además de toda la porquería que puede haber pisado el pie mientras la llevaba puesta.
—O sea que no quieres una bota.
—Déjame verla primero.
—No.
—¿Cómo? ¿Crees que voy a canjear algo contigo sin haberlo visto primero?
—Los dos nos hemos quedado ciegos, por si te has olvidado.
—¡Entonces descríbemela! ¿Qué clase de vendedor lamentable eres? No me extraña que no tengas clientes.
—Tienes razón. No los tengo.
—Venga, ¿cómo es la bota?
—Es una bota de cuero.
—¿Qué clase de bota de cuero?
—Pues normal.
—¿Qué quiere decir «normal»?
—Hombre, pues que es una bota con un cordón y ojetes y lengüeta. Con una suela interior. Normal.
—¿De qué color?
—Negra.
—¿Está en buen estado?
—Está gastada. El cuero está suave y flexible. Da gusto tocarlo.
—¿Y el olor?
—A cuero cálido y fragante.
—Tengo que… Tengo que reconocer que es tentador.
—Pues olvídalo.
—¿Por qué?
Silencio.
—¿No contestas, hermano?
—No hay bota.
—¿Que no hay bota?
—No.
—¡Qué triste!
—Me la comí.
—¿Comiste la bota?
—Sí.
—¿Estaba buena?
—No. ¿Y los cigarrillos?
—Tampoco. No los pude acabar.
—Yo tampoco pude acabar la bota.
—Érase una vez un plátano y creció. Creció hasta hacerse grande, firme, amarillo y fragante. Entonces cayó al suelo y alguien lo encontró y se lo comió y después, esa persona se sintió mejor.
—Lo siento. Siento todo lo que he dicho y he hecho. Soy una persona despreciable —soltó de repente.
—¡No! No digas eso. Eres la persona más preciosa, más maravillosa del mundo. Ven, hermano, estemos juntos para darnos un festín de nuestra compañía.
—¡Sí!
El Pacífico no es buen lugar para los remeros, y menos aún si están débiles y se han quedado ciegos, si pretenden mover un bote salvavidas grande y pesado, y si el viento no quiere cooperar. Estaba cerca; estaba lejos. Estaba a la izquierda; estaba a la derecha. Lo tenía delante; lo tenía detrás. Pero finalmente lo conseguimos. Nuestros botes chocaron haciendo un ruido todavía más dulce que el que hace una tortuga. Me tiró una cuerda y amarré su bote al mío. Abrí los brazos para abrazarlo y él me abrazó a mí. Los ojos se me llenaron de lágrimas y estaba sonriendo. Lo tenía delante, una presencia que brillaba a través de mi ceguera.
—Mi dulce hermano —susurré.
—Estoy aquí.
Oí un rugido silencioso.
—Hermano, hay una cosa que he olvidado mencionar.
Se abalanzó sobre mí pesadamente. Caímos con la mitad del cuerpo encima de la lona, la otra mitad encima del banco. Sentí sus manos alrededor de mi cuello.
—Hermano —jadeé a través de su abrazo excesivamente apasionado—, mi corazón está contigo pero te sugiero que nos retiremos cuanto antes a otra parte del mi humilde barco.
—¡Claro que tu corazón está conmigo! —dijo—. ¡Y tu hígado y tu carne!
Noté que se estaba deslizando de la lona hacia el banco del medio, y entonces cometió un error de funestas consecuencias: apoyó el pie en el fondo del bote.
—¡No, no, hermano! ¡No hagas eso! No estamos…
Intenté sujetarlo. Por desgracia, era demasiado tarde. Antes de que pudiera pronunciar la palabra «solos», volví a encontrarme solo. Oí un pequeño «clic» en el fondo del bote, el mismo ruido que harían unas gafas al caerse al suelo, y entonces mi querido hermano me chilló en la cara como jamás había oído chillar a un hombre. Me soltó.
Fue el terrible precio de Richard Parker. Me regaló una vida, la mía, a costa de llevarse otra. Arrancó la carne del cuerpo del hombre y le rompió los huesos. El olor a sangre me inundó las narinas. En ese instante, algo murió en mí que jamás ha resucitado.