La tormenta se avecinó lentamente una tarde en la que las nubes se habían estado moviendo a tropezones, como asustadas por el viento. El mar no tardó en entrar en escena. Empezó a subir y bajar de tal forma que se me cayó el alma al suelo. Recogí los alambiques solares y la red. ¡Vaya paisaje aquél! Hasta entonces sólo había visto lomas de agua. Esto era otra cosa: las olas se convirtieron en montañas. Los valles en los que nos hundimos eran tan profundos que apenas se veía el cielo. Las laderas eran tan empinadas que el bote se deslizó por ellas como una tabla de surf. La balsa estaba recibiendo una verdadera paliza. Las olas la estaban empujando fuera del agua y no paraba de dar botes para todos lados. Eché las dos anclas, a diferentes distancias, para que no acabaran enredándose.
Mientras trepábamos por los oleajes, el bote se aferraba a las anclas flotantes como un escalador a una cuerda. Una y otra vez subimos a toda prisa hasta llegar arriba de una cresta blanca donde nos esperaba una explosión de luz y espuma. El bote se inclinaba hacia delante. Desde allí arriba, se veía todo a kilómetros de distancia. Pero enseguida la montaña empezaba a moverse, y el suelo que teníamos debajo se hundía, creando una sensación de malestar indescriptible en el estómago. En pocos segundos, volvíamos a estar al fondo de un valle oscuro, distinto del anterior, pero rodeados por miles de toneladas de agua que se asomaban por encima de nuestras cabezas, recordándonos que nuestra única salvación era nuestra ligereza más bien frágil. De nuevo la tierra se movía, las cuerdas de las anclas flotantes volvían a tensarse y la montaña rusa volvía a empezar.
Las anclas flotantes funcionaron de maravilla, incluso casi demasiado bien. Cada vez que nos encontramos en lo alto de una cresta, el bote se hubiera ido hacia abajo si no hubiese sido por las anclas que seguían al otro lado de la cresta y que tiraban con fuerza para impedirlo. No obstante, el resultado era que la parte delantera del bote siempre acababa inclinándose hacia abajo y la proa chocaba contra el agua, creando una explosión de gotas y espuma. Una y otra vez acabé empapado.
Entonces vino un oleaje que estaba especialmente resuelto a arrastrarnos con él. La proa se sumergió bajo el agua. Me quedé paralizado, congelado y aterrorizado. No sé ni cómo conseguí sujetarme. El bote se llenó de agua. Oí un rugido de Richard Parker. La muerte se nos estaba echando encima. Lo único que me quedaba era elegir entre morir ahogado o morir engullido. Opté por morir engullido.
Cuando volvimos a bajar por el otro lado del oleaje, aproveché para subirme encima de la lona y desenrollarla hacia la popa, encerrando a Richard Parker. Si protestó, no lo oí. Con más rapidez que una máquina de coser, enganché la lona a cada lado del bote. Habíamos vuelto a subir. El bote estaba dando bandazos y me costó mucho mantener el equilibrio. El extremo de la popa ya estaba cerrada y la lona sujeta, menos en la proa. Me metí por el hueco que quedaba entre uno de los bancos laterales y la lona y me tapé la cabeza con la lona suelta. Apenas tenía espacio para moverme. Entre el banco y la regala había unos treinta centímetros y los bancos laterales sólo medían unos cuarenta y cinco centímetros. Pero en ningún momento se me ocurrió, ni a las puertas de la muerte, refugiarme en el fondo del bote salvavidas. Todavía quedaban cuatro ganchos sueltos. Deslicé la mano por la apertura y tiré de la cuerda. Con cada gancho que conseguía meter, me costaba más enganchar el siguiente. Logré enganchar dos. Me quedaban dos más. El bote estaba ascendiendo con un movimiento rápido y suave. La inclinación debía de superar los treinta grados. Notaba cómo me estaba deslizando hacia la popa. Giré la mano bruscamente y logré sujetar otro gancho con la cuerda. Ya no podía hacer más. La lona no estaba diseñada para cerrarla desde el interior sino desde el exterior del bote salvavidas. Tire de la cuerda con fuerza, cosa que me costó poco ya que me impedía deslizarme por el banco hasta el extremo opuesto del bote. La inclinación pasó de los cuarenta y cinco grados.
Calculo que habíamos llegado a una inclinación de sesenta grados cuando el bote llegó a la cima del oleaje e irrumpió por encima de la cresta. Una pequeña porción del agua nos cayó encima y sentí como si me aporrearan con un puño colosal. De repente, el bote se inclinó hacia delante y se invirtió todo: ahora estaba en el extremo inferior del bote y el agua que lo había inundado, con tigre empapado incluido, vino hacia mí. No noté el tigre y no tenía ni idea de dónde estaba dado que no se veía nada debajo de la lona, pero antes de caer al siguiente valle, creí que iba a ahogarme.
Durante el resto del día y buena parte de la noche, subimos y bajamos, subimos y bajamos, subimos y bajamos hasta que el terror se tornó un estado de insensibilidad y abandono. Me agarré a la cuerda de la lona con una mano y del borde del banco de la proa con la otra, pegándome como pude al banco lateral. En la posición que estaba, con el agua que entraba y salía, la lona me hizo papilla, me quedé empapado y congelado, y las espinas y caparazones me dejaron lleno de moratones y heridas. El ruido de la tormenta fue constante, igual que los gruñidos de Richard Parker.
En algún momento de la noche, caí en la cuenta de que la tormenta había pasado. Estábamos flotando sobre el agua de forma normal. A través de un desgarrón en la lona, vi un cielo oscuro, despejado y lleno de estrellas. Abrí la lona y me tumbé encima.
Al amanecer, vi que había perdido la balsa. Lo único que quedaba eran dos remos atados y uno de los chalecos salvavidas. Supongo que tuve la misma sensación que alguien cuando ve, tras un incendio, que sólo queda una viga de lo que había sido su casa. Me volví y escudriñé cada ángulo del horizonte. Nada. Mi pequeño pueblo marino había desvanecido. Por algún milagro habían resistido las anclas flotantes (seguían tirando del bote con la misma lealtad) pero no me sirvió de consuelo alguno. La pérdida de la balsa tal vez no fuera a poner en riesgo mi cuerpo, pero sí mi estado de ánimo.
El bote estaba en un estado lamentable. La lona tenía varios desgarrones, algunos claramente causados por las garras de Richard Parker. Habíamos perdido gran parte de la comida, o bien porque se la habían llevado las olas o bien porque la había estropeado el agua que había entrado. Me dolía todo y tenía un corte profundo en el muslo que se había vuelto blanco e hinchado. Casi ni me atreví a abrir la taquilla. Gracias a Dios no se había roto ninguna de las bolsas de agua. La red y los alambiques solares, que no había podido desinflar del todo, habían llenado el espacio, impidiendo que se desplazaran demasiado.
Estaba extenuado y deprimido. Desenganché la lona de la popa. Richard Parker estaba tan callado que me pregunté si se había ahogado. Pero no. En cuanto enrollé la lona hasta el banco del medio, se asomó y gruñó. Salió del agua y se instaló en el banco de la popa. Saqué una aguja e hilo y empecé a reparar la lona.
Más tarde até uno de los cubos con una cuerda y me afané en achicar el bote salvavidas. Richard Parker me observó con despreocupación. Todo cuanto hacía le aburría. Hacía calor y avancé lentamente. Uno de los cubos de agua me devolvió algo que creía haber perdido. Lo contemplé. En la palma de la mano tenía lo último que quedaba entre mi vida y la muerte: el último de los silbatos de color naranja.