Guardé el agua de lluvia y la que recogía de los alambiques solares en las bolsas de cincuenta kilos que luego almacenaba dentro de la taquilla, donde Richard Parker no podía verlas. Ataba las bolsas con cuerda. Aquellas bolsas no hubieran sido más valiosas aunque estuvieran llenas de oro, zafiros, rubíes y diamantes. Mi pesadilla más temida era abrir la taquilla por la mañana y encontrar que las tres bolsas se habían derramado, o aún peor, que se habían partido. Para prevenir semejante catástrofe, las envolví en mantas para evitar que rozaran el casco metálico del bote salvavidas, y para impedir que se gastaran, sólo las movía cuando no me quedaba más remedio. Aun así, me inquietaba por los cuellos de las bolsas. ¿La cuerda no acabaría desgastándolos? ¿Cómo iba a cerrar las bolsas si estaban rotas por arriba? Cuando las cosas iban bien, cuando la lluvia caía a cántaros, cuando las bolsas estaban llenas hasta arriba, llenaba las cubetas de achique, los dos cubos de plástico, los dos recipientes polivalentes de plástico, los tres vasos de vidrio graduado y las latas vacías (que ahora guardaba con esmero). Luego llenaba las bolsas para vómitos, haciendo un nudo por arriba para cerrarlas. Entonces, si seguía cayendo la lluvia, yo mismo me convertía en colector. Metía un extremo del tubo de uno de los colectores en la boca y bebía y bebía y bebía.
Siempre añadía un poco de agua salada al agua fresca de Richard Parker, en mayor proporción después de los días de lluvia, y menor proporción en épocas de sequía. En alguna ocasión, al principio, lo había visto asomar la cabeza por encima del borde, oler el mar y darle algún sorbo, pero pronto dejó de hacerlo.
Aun así, apenas nos las arreglábamos. La escasez de agua fue la fuente de preocupación y ansiedad más constante a lo largo de todo nuestro viaje.
De la comida que pescaba, Richard Parker se llevaba la mejor parte. No me quedaba otra alternativa. Él se daba cuenta de inmediato cuando cazaba una tortuga o un dorado o un tiburón y yo tenía que ofrecerle una porción de forma rápida y generosa. Creo que hubiera batido todas las marcas mundiales de abrir el estómago de una tortuga. Y los peces morían despedazados antes de que hubieran dejado de retorcerse. Si acabé comiendo las cosas sin ton ni son, no se debió exclusivamente a que tuviera tanta hambre; se debió en parte a la enorme presión a la que estaba sometido. A veces no tenía tiempo de considerar qué tenía delante. Si no lo metía en la boca al instante, tenía que sacrificarme por él, dado que siempre esperaba al límite de su territorio, resoplando con impaciencia, dando patadas y arañando el fondo del bote. El día que me di cuenta de forma inequívoca de lo bajo que había caído, de que comía como un animal con ruido, ansia y glotonería, de que ni siquiera me molestaba en masticar, de que comía de la misma forma que Richard Parker, se me encogió el corazón.