Capítulo 77

A medida que disminuyeron las cajas de raciones de supervivencia, reduje la dosis hasta seguir las instrucciones al pie de la letra y me restringí a comer dos galletas cada ocho horas. Nunca conseguía saciar el hambre. Pensé en la comida de forma obsesiva. Cuanto menos tenía para comer, más grandes se hacían las porciones que soñaba. Los platos de mis fantasías llegaron a ser del tamaño de la India. Un Ganges entero de sopa dhal. Chapattis calientes más grandes que Rajastán. Platos de arroz como Uttar Pradesh. Sambars que hubieran inundado todo Tamil Nadu. Helado amontonado más allá del Himalaya. En los sueños me convertí en experto: los ingredientes siempre eran frescos y abundantes; el horno o la sartén siempre estaba a la temperatura ideal; las proporciones siempre eran óptimas; nunca había un plato quemado ni demasiado poco hecho, demasiado caliente ni demasiado frío. Cada comida era perfecta, y justo fuera de mi alcance.

Poco a poco, aumentó la variedad de mi apetito. Mientras que al principio había vaciado los peces y les había quitado la piel de forma maniática, no tardé en empezar a comérmelos vivos tras sacarles la viscosidad resbaladiza que los cubría, deleitándome de la delicia que tenía entre los dientes. Recuerdo que los peces voladores eran bastante sabrosos con una carne rosácea y tierna. Los dorados tenían la carne más consistente y un sabor más fuerte. Empecé a sacar todo el jugo de las cabezas en lugar de dárselas a Richard Parker o usarlas de cebo. Para mí fue todo un descubrimiento el día que averigüé que no sólo los ojos, sino las vértebras de los peces más grandes contenían un jugo delicioso. Con el tiempo, las tortugas, que antes había abierto de cualquier manera con el cuchillo y había tirado al fondo del bote para Richard Parker como si fuera un plato de sopa caliente, llegaron a convertirse en mi plato favorito.

Ahora me parece imposible imaginar que alguna vez haya podido considerar una tortuga como un manjar de diez platos, un descanso grato del pescado. Pero así fue. Por las venas de las tortugas fluía un lassi dulce que había que beber en cuanto les empezaba a manar del cuello porque coagulaba en menos de un minuto. Los mejores poriyals y kootus del país no podían competir con la carne de tortuga, fuera curada y marrón o fresca y roja. Jamás había comido un payasam de cardamomo tan dulce como los huevos cremosos o la grasa curada de las tortugas. Una mezcla triturada del corazón, el hígado, los pulmones y los intestinos limpios de una tortuga esparcida con pedacitos de carne de pescado, todo macerado en una salsa de yema y suero superaba el más exquisito de los thalis. Hacia el final del viaje, no dejaba ni pizca de lo que podía ofrecerme una tortuga. Entre las algas que cubrían algunas de las tortugas de carey, a veces encontraba cangrejitos y percebes. Lo que encontraba en el estómago de una tortuga iba directamente al mío. Pasé muchos ratos agradables royendo alguna articulación de aleta o partiendo los huesos para sacar toda la médula que tenían dentro. Mis dedos se pasaron el tiempo rascando los pedacitos de grasa y la carne seca que se quedaba pegada al interior de los caparazones, hurgando en todo para buscar comida de la misma manera instintiva de los monos.

Los caparazones resultaron ser muy útiles. No sé qué hubiera hecho sin ellos. Aparte de ser escudos más que aptos, me sirvieron como tablas para cortar el pescado y tazones para mezclar la comida. Cuando los elementos acabaron de destrozar las mantas del todo, utilicé los caparazones para protegerme del sol, apoyando unos contra los otros y acostándome debajo.

Daba miedo comprobar hasta qué punto el hecho de tener el estómago lleno me llegaba a cambiar el humor. Una cosa suponía la otra, gramo por gramo: cuanto más bebía y comía, mejor humor. Fue una existencia terriblemente caprichosa. Estaba a merced de la carne de las tortugas para poder sonreír.

Cuando desaparecieron las últimas galletas, no había nada que no comiera, fuera cual fuese el sabor. Era capaz de meterme cualquier cosa en la boca, masticarla y tragarla, fuera deliciosa, asquerosa o normal, siempre y cuando no estuviera salada. Mi cuerpo desarrolló una repugnancia por la sal que todavía no he superado.

Una vez intenté comer las heces de Richard Parker. Ocurrió al principio, cuando mi organismo todavía no había aprendido a vivir con hambre y mi imaginación seguía buscando soluciones como fuera. Acababa de dejarle agua fresca de uno de los alambiques solares en el cubo. Tras beberla de un sorbo, desapareció debajo de la lona y yo seguí ocupándome de algo en la taquilla. En aquellos tiempos solía mirar debajo de la lona con cierta frecuencia para asegurarme de que no se trajera nada entre manos. Bien, pues esta vez lo pillé in fraganti. Estaba agachado con la espalda arqueada y las patas traseras despatarradas. Tenía la cola levantada y la estaba empujando contra la lona. La posición lo delataba. Lo primero que me vino a la cabeza fue una imagen de comida, no la higiene animal. Decidí que el peligro era mínimo. Estaba mirando hacia el lado opuesto con la cabeza escondida. Si respetaba su intimidad, quizá no se diera cuenta de mi presencia. Cogí una cubeta de achique y extendí la mano. La cubeta llegó justo a tiempo. En el momento en que la coloqué en posición a la base de la cola, el ano de Richard Parker se dilató y, con un tintineo, depositó una bola de excremento del tamaño de un chicle de máquina en el fondo de la cubeta. Aquellos que no entiendan el extremo de mi sufrimiento creerán que había abandonado los últimos rudimentos humanos cuando digo que me sonó igual de melodioso que una moneda de cinco rupias cuando cae al fondo de la taza de un mendigo. Esbocé una sonrisa que me partió los labios y los hizo sangrar. Me sentí enormemente agradecido por su regalo. Retiré la cubeta. Cogí el zurullo entre los dedos. Estaba calentito y apenas olía. Parecía una gran bola de gulab jamun excepto que no era blanda. En realidad, estaba dura como una piedra. Si lo llego a meter en un mosquete, hubiera podido derribar a un rinoceronte.

Volví a dejar la bola en la cubeta y la cubrí de agua. La tapé y la dejé a un lado. Mientras esperaba, se me estaba haciendo la boca agua. Cuando ya no podía más, la llevé a la boca. Fui incapaz de comérmela. Tenía un gusto amargo, pero había algo más también. Mi boca llegó a una conclusión inmediata y evidente: allí no había nada. No era más que una bola de desechos carente de todo nutriente. La escupí, disgustado por haber derrochado aquellas gotas tan preciadas de agua. Cogí el pico cangrejo y recogí el resto de las heces de Richard Parker. Las lancé directamente a los peces.

En pocas semanas, mi cuerpo empezó a deteriorarse. Los pies y los tobillos se me hincharon y apenas pude ponerme de pie.