Para seguir practicando mis rituales religiosos, tuve que adaptarlos a mis circunstancias: misas solitarias sin cura ni consagrada comunión, darshans sin murtis y pujas con carne de tortuga para el prashad, oraciones a Alá sin saber dónde estaba La Meca y equivocándome cuando hablaba en árabe. Lo cierto es que estos rituales me reconfortaban. Pero fue duro, vaya si fue duro. La fe en Dios consiste en abrirse, en dejarse ir, en una confianza profunda, un acto libre de amor. Pero a veces me resultaba difícil amar. A veces el alma se me caía en picado de la rabia, la desolación y el agotamiento. Temía que se me hundiera al fondo del Pacífico y que jamás alcanzaría a recuperarla.
En semejantes momentos, intentaba elevarme. Tocaba el turbante que había hecho de los restos de mi camisa y decía en voz alta:
—¡HE AQUÍ EL SOMBRERO DE DIOS!
Daba una palmadita en los pantalones y decía en voz alta:
—¡HE AQUÍ EL ATUENDO DE DIOS!
Señalaba a Richard Parker y decía en voz alta:
—¡HE AQUÍ EL GATO DE DIOS!
Señalaba el bote salvavidas y decía en voz alta:
—¡HE AQUÍ EL ARCA DE DIOS!
Extendía los brazos y decía en voz alta:
—¡HE AQUÍ LOS CAMPOS ABIERTOS DE DIOS!
Señalaba el cielo y decía en voz alta:
—¡HE AQUÍ EL OÍDO DE DIOS!
Y de esta forma recordaba la creación y el lugar que ocupaba en ella.
Sin embargo, el sombrero de Dios se estaba deshilachando. Los pantalones de Dios se estaban deshaciendo. El gato de Dios era un peligro constante. El arca de Dios era una cárcel. Los campos abiertos de Dios me estaban matando lentamente. El oído de Dios no parecía escucharme.
Sentí el desespero como una oscuridad espesa que no dejaba pasar la luz. Fue un infierno indecible. Doy gracias a Dios de que siempre se me pasara. Aparecía un cardumen de peces o me distraía uno de los nudos que estaba a punto de deshacerse. O pensaba en mi familia, en que ellos se habían librado de aquel suplicio atroz. La oscuridad se disipaba y finalmente volvía la claridad, y Dios permanecía, un punto de luz que brillaba en mi corazón. Y seguía amando.