En mi caso particular, fabriqué un escudo de un caparazón de tortuga para protegerme de Richard Parker mientras lo adiestraba. Corté una muesca en cada lado del caparazón y las conecté con una cuerda. El escudo pesaba más de lo que me hubiera gustado, pero que yo sepa, los soldados nunca llegan a escoger sus pertrechos.
La primera vez que lo probé, Richard Parker mostró los dientes, giró las orejas, espetó un rugido corto y gutural y arremetió contra mí. Alzó una garra poderosa y llena de cuchillas y le dio un zarpazo al escudo. Yo salí volando del bote salvavidas. Caí en el agua y solté el escudo al instante. Se hundió sin dejar rastro después de golpearme en la espinilla. Estaba despavorido, debido a Richard Parker, por supuesto, pero también por el hecho de estar en el agua. En mi cabeza vi un tiburón que estaba a punto de salir del agua como un rayo y comerme vivo. Nadé hacia la balsa moviendo los brazos con frenesí, haciendo justo la clase de brazadas que a los tiburones les resultan tan deliciosamente tentadoras. Por suerte, no había tiburones. Llegué a la balsa, solté toda la cuerda y me senté abrazándome las piernas y con la cabeza gacha, intentando apagar las llamas de terror que me estaban abrasando por dentro. Tardé mucho en dejar de temblar. No me moví de la balsa durante todo el día y toda la noche. No comí ni bebí nada.
La próxima vez que pesqué una tortuga, volví a poner manos a la obra. El segundo escudo fue más pequeño, pesaba menos y era mejor. Una vez más me subí al bote, avancé y empecé a dar patadas en el banco del medio.
Me pregunto si los que oyen esta historia entenderán que mi comportamiento no se debía a que yo estuviera desquiciado ni a que tuviera tendencias suicidas, sino que se trataba de una necesidad pura y dura. O lo adiestraba y conseguía hacerlo entender quién era el Número Uno y quién era el Número Dos, o moría el día que subiera a bordo para ampararme de alguna tormenta y él se opusiera.
Tengo que admitir que si logré sobrevivir a mi aprendizaje de adiestrador de alta mar, fue porque Richard Parker no tenía el propósito de atacarme. Los tigres, y esto se aplica a todos los animales en general, no son partidarios de la violencia para ajustar cuentas pendientes. Cuando los animales se pelean, es porque tienen el objeto de matar, sabiendo que ellos mismos pueden morir. Un enfrentamiento puede ser costoso. Así que los animales cuentan con todo un sistema de señas de advertencia destinadas a evitar una confrontación, y no vacilan en echarse para atrás cuando creen que pueden hacerlo. Un tigre pocas veces irá a atacar un compañero predador sin previo aviso. Lo más habitual es que se arremetan contra su adversario emitiendo toda clase de gruñidos y rugidos. Pero justo antes de que sea demasiado tarde, el tigre se quedará inmóvil, con la amenaza retumbando en el fondo de la garganta. Evaluará la situación. Si decide que no hay peligro, dará media vuelta, creyendo que se ha explicado con toda claridad.
Durante el adiestramiento, Richard Parker se expresó con toda claridad en cuatro ocasiones. Cuatro veces me dio con la garra derecha y cuatro veces me tiró del bote salvavidas. Pasé mucho miedo antes, durante y después de cada uno de los ataques, y pasé mucho tiempo temblando en la balsa. Con el tiempo interpreté las señas que me estaba haciendo. Descubrí que con las orejas, los ojos, los bigotes, los dientes, la cola y la garganta, hablaba un idioma con una puntuación clarísima, indicándome cuál podía ser su próximo paso. Aprendí a echarme para atrás antes de que alzara la garra.
Entonces me tocaba a mí expresarme con toda claridad: con los pies en la regala, balanceaba el bote y tocaba el tono monocorde del silbato. Y no paraba hasta que oyera los gemidos y jadeos de Richard Parker desde el fondo del bote. El quinto escudo me duró lo que quedaba del adiestramiento.