No es tarea fácil matar una tortuga. La primera que maté fue una tortuga de carey pequeña. Lo que me tentó fue su sangre, esa «bebida buena, nutritiva y sin sal» que prometía el manual de supervivencia. Tanta era la sed que tenía. Agarré el caparazón de la tortuga y forcejeé con una de las aletas traseras. Cuando la tenía bien asida, le di la vuelta en el agua e intenté subirla a la balsa. No paraba de retorcerse. Nunca iba a poder con ella en la balsa. O la soltaba o intentaba subirla al bote. Miré hacia el cielo. Hacía un día cálido y despejado. Richard Parker parecía tolerar mi presencia en la proa en días tan calurosos, cuando el aire era como el interior de un horno y él no se asomaba hasta que se ponía el sol.
Con una mano, aguanté la aleta trasera de la tortuga y con la otra tiré de la cuerda del bote salvavidas. Me costó subirme a bordo. En cuanto lo conseguí, saqué la tortuga del agua de un tirón y la deposité al revés encima de la lona. Como había previsto, Richard Parker se limitó a gruñir un par de veces. No se sentía con ánimos para hacer esfuerzos con tanto calor.
Mi resolución era denodada y ciega. Sentí que no había tiempo que perder. Abrí el manual de supervivencia como aquel que abre un libro de cocina. Decía que había que darle la vuelta a la tortuga para que estuviera boca arriba. Hecho. Aconsejaba que «se introdujera un cuchillo en el cuello» para cortarle las arterias y las venas. Miré la tortuga. No tenía cuello. La tortuga se había retraído dentro del caparazón; lo único que estaba dispuesta a mostrar de la cabeza eran los ojos y el pico, rodeados de pliegues de piel. Me estaba mirando al revés con la expresión adusta.
Cogí el cuchillo y, con la intención de provocarla, le pinché una de las aletas delanteras. Sólo logré hacer que retrocediera más. Opté por un enfoque más directo. Con la misma seguridad que si lo hubiera hecho miles de veces, hinqué el cuchillo justo en el lado derecho de la cabeza de la tortuga, inclinándolo hacia dentro. Hundí la hoja entre los pliegues de piel y la giré. La tortuga se metió todavía más hacia dentro, sin forzar el lado donde estaba el cuchillo, y de pronto sacó la cabeza con ferocidad e intentó morderme. Di un respingo hacia atrás. Salieron las cuatro aletas y la tortuga intentó huir. Se estaba balanceando sobre la espalda, batiendo las aletas frenéticamente y moviendo la cabeza de un lado al otro. Agarré el hacha y le di en el cuello, haciéndole un tajo. Empezó a salir sangre de color rojo brillante a chorros. Cogí un vaso y conseguí unos trescientos mililitros de sangre, lo que cabe en una lata de refresco. Hubiera obtenido mucha más, un litro, supongo, pero la tortuga tenía un pico agudo y unas aletas delanteras largas y poderosas, equipadas con dos garras en cada una. La sangre que logré recaudar no olía a nada en especial. La probé. Estaba tibia y sabía a animal, si bien recuerdo. Es difícil recordar las primeras impresiones. Bebí toda la sangre hasta la última gota.
Creí que podría abrirle el caparazón duro de la parte inferior con el hacha, pero resultó más fácil cortarlo con el filo de dientes de sierra. Apoyé un pie en medio del caparazón y el otro lejos de las aletas, que parecían aspas de molino. Corté la piel áspera en el extremo superior sin problemas, menos en la zona de las aletas. Lo que más costó fue serrar el borde, donde el caparazón de arriba y el de abajo se unían, más que nada porque la tortuga no se estaba quieta. Cuando terminé de separar el caparazón estaba agotado y bañado en sudor. Tiré del caparazón inferior. Se separó, a regañadientes, con un ruido como a succión mojada, dejando al descubierto toda una vida interna: músculos, grasa, sangre, entrañas y huesos. Y la tortuga seguía retorciéndose. Le corté el cuello hasta las vértebras, pero como si no hubiera hecho nada. Las aletas siguieron dando vueltas. Con dos golpes de hacha, le corté la cabeza entera. Las aletas no pararon. Peor aún fue que la cabeza amputada seguía dando boqueadas y parpadeando. La tiré al mar. Cogí el resto de la tortuga que seguía palpitando y la dejé caer en el territorio de Richard Parker. Estaba haciendo ruidos como si tuviera intención de levantarse. Seguramente había olido la sangre de la tortuga. Fui corriendo a refugiarme en la balsa.
Observé resentido mientras agradecía mi regalo y se ponía hecho un verdadero cochino. Yo estaba acabado. Por un miserable vaso de sangre, el esfuerzo de matar la tortuga no había merecido la pena.
Empecé a meditar sobre el tema de dominar a Richard Parker. No bastaba con que me tolerara los días calurosos y despejados, sencillamente porque le diera pereza salir a bordo. No podía pasarme la vida huyendo de él. Necesitaba acceder a la taquilla y a la parte superior de la lona sin tener que temer por mi vida, independientemente de la hora que fuera o el tiempo que hiciera. Lo que necesitaba eran derechos, la clase de derechos que uno obtiene con el poder.
Había llegado el momento de imponerme y forjarme mi propio territorio.