La parte inferior de la balsa, igual que la red, acabó hospedando una multitud de vida marina de menor tamaño. Primero floreció una especie de alga verde y suave que se aferró a los chalecos salvavidas. Luego apareció un alga más dura para hacerle compañía. Prosperó y se multiplicó. Entonces vinieron los animales. Lo primero que vi fueron unos camarones pequeñitos y traslúcidos que apenas medían un centímetro. Los siguieron unos peces igual de pequeños que parecían que estuvieran bajo un aparato de rayos X permanente; se veían los órganos internos a través de la piel transparente. Después, vi los gusanos negros con el dorso blanco, las babosas verdes y gelatinosas con extremidades primitivas, los peces de colores diversos que medían un par o tres de centímetros y que tenían la barriga abultada. Finalmente llegaron los cangrejos de color marrón que medían entre uno y dos centímetros de ancho. Lo probé todo menos los gusanos. Hasta probé las algas. Lo único que no tenía un sabor amargo o salado desagradable eran los cangrejos. Cada vez que aparecían, me los metía en la boca como si fueran caramelos hasta que no quedaba ni uno. No podía controlarme. Siempre tenía que esperar mucho hasta que llegara una nueva cosecha de cangrejos.
El casco del bote también atrajo una forma de vida: pequeños percebes canadienses. Les chupaba el líquido. La carne en su interior resultó ser un buen cebo.
Acabé encariñándome con estos autostopistas marinos, aunque añadieran un peso superfluo a la balsa. Me distraían del mismo modo que Richard Parker. Pasé muchas horas sin hacer nada, tumbado de costado, habiendo corrido uno de los chalecos salvavidas a un lado, como si fuera una cortina delante de una ventana, para que pudiera verlos con claridad. Lo que veía era un pueblo al revés, un pueblo pequeño, tranquilo y silencioso, cuyos habitantes se ocupaban de sus cosas con la dulce cortesía de los ángeles. La verdad es que el mero hecho de verlos actuaba como un bálsamo para mis nervios crispados.