Pasé horas intentando descifrar lo que decía el manual de supervivencia acerca de la navegación. Las explicaciones llanas y sencillas sobre cómo vivir del mar eran abundantes, pero el autor había dado por sentado que el lector ya tenía conocimientos básicos de navegación. Supongo que se había imaginado que su náufrago iba a ser un marinero experimentado que, armado de una brújula, una carta náutica y un sextante, entendería cómo se había metido en un problema, aunque no supiera cómo salir de él. Por consiguiente, el manual estaba repleto de consejos como: «Recuerde, el tiempo es distancia. No se olvide de darle cuerda a su reloj», o «si hace falta, puede medir la latitud con los dedos». Yo tenía un reloj, pero estaba en el fondo del Pacífico. Lo había perdido cuando se hundió el Tsimtsum. Y por lo que se refería a la latitud y la longitud, mis conocimientos marinos se limitaban exclusivamente a lo que vivía en el mar, no lo que navegaba encima de él. Para mí los vientos y las corrientes eran un misterio. Las estrellas no me decían nada. Era incapaz de nombrar siquiera una constelación. Mi familia vivía según los movimientos de una sola estrella: el sol. Éramos la definición de quien madruga, Dios ayuda. Durante mi vida, había contemplado algunos cielos nocturnos preciosos llenos de estrellas, en los que con sólo emplear dos colores y el estilo más sencillo, la naturaleza pinta el más magnífico de los cuadros, bajo los que me llenaba de asombro, me sentía minúsculo y sacaba un sentido de dirección del espectáculo, sin lugar a dudas, pero me refiero a dirección espiritual, no geográfica. No tenía la más remota idea de cómo guiarme por el cielo como si fuera un mapa de carreteras. ¿Cómo iban a ayudarme las estrellas, por mucho que brillaran, si nunca paraban de moverse?
Desistí de intentar entenderlas. Aunque aprendiera algo, no me iba a servir de nada. No iba a poder controlar hacia dónde iba, pues carecía de timón, de velas y de motor. Tenía remos, pero me faltaban músculos. ¿Para qué establecer un rumbo si ni siquiera iba a poder seguirlo? Y aunque pudiera, ¿cómo iba a saber a dónde ir? ¿Hacia el oeste, de donde había venido? ¿Hacia el este, a los Estados Unidos? ¿Hacia el norte, a Asia? ¿Hacia el sur, donde estaban las vías marítimas? Cada uno de ellos tenía tantas ventajas como desventajas.
Así que me dejé llevar. Los vientos y las corrientes decidieron mi rumbo. El tiempo se convirtió en distancia del mismo modo que para el resto de los mortales: para navegar por la vida. Y ya tenía los dedos lo bastante ocupados como para ponerme a medir la latitud. Más adelante, descubrí que había navegado una vía estrecha, la contracorriente ecuatorial del Pacífico.