La ropa se me desintegró, víctima del sol y la sal. Primero se gastó tanto que parecía una gasa. Luego se rasgó hasta que sólo quedaban las costuras. Finalmente, se rompieron las costuras. Durante meses, viví completamente desnudo, aparte del silbato que me colgaba del cuello de un cordel.
Los furúnculos rojos y rabiosos del agua salada me desfiguraron como una lepra de alta mar, transmitida por el agua que me empapaba. Cada vez que se me abrían, la piel de debajo era excepcionalmente sensible y si me rozaba alguna herida abierta sin querer, el dolor era tan intenso que daba un grito ahogado y se me saltaban las lágrimas. Como es de suponer, los furúnculos salían en las partes de mi cuerpo que más se mojaban y las que más contacto tenían con la balsa, es decir, en el trasero. Hubo días en que ni siquiera sabía cómo ponerme para descansar. El tiempo y el sol curaron las heridas, pero era un proceso lento y aparecían nuevos furúnculos si no me mantenía seco.