La mañana siguiente no estaba muy mojado y me noté fuerte. Me pareció sorprendente teniendo en cuenta la tensión que había padecido y lo poco que había comido en los últimos días.
Hacía un día estupendo. Decidí probar suerte con la pesca, por primera vez en mi vida. Tras desayunar tres galletas y una lata de agua, leí lo que decía el manual de supervivencia al respecto. Surgió el primer problema: el cebo. Reflexioné. Quedaban restos de los animales muertos, pero la verdad es que no me sentía con ánimos de robarle la comida a un tigre delante de sus propias narices. Él no iba a comprender que se trataba de una inversión que le aportaría un rendimiento excelente. Opté por utilizar mi zapato de cuero. Me quedaba uno. Había perdido el otro cuando se hundió el buque.
Me acerqué sigilosamente al bote salvavidas, abrí la taquilla y saqué uno de los equipos de pesca, el cuchillo y el cubo para meter los peces. Richard Parker estaba tumbado de costado. Cuando me asomé por la proa, empezó a mover la cola pero no levantó la cabeza. Solté la balsa.
Até un anzuelo a una de las guías de alambre. Luego lo até a un sedal. Añadí unos plomos. Cogí tres que tenían una forma intrigante de torpedo. Me quité el zapato y lo corté en pedazos. Me costó bastante; el cuero estaba duro. Con mucho cuidado, enganché un pedazo de cuero al anzuelo sin que lo atravesara, sino de forma que la punta estuviera escondida. Entonces solté gran parte del sedal para que se sumergiera bien en el agua. Después de ver tantos peces la noche anterior, creí que iba a recibir una recompensa al instante.
Pero no fue así. El zapato entero desapareció pedacito a pedacito, tironcito a tironcito, pez gorrón feliz a pez gorrón feliz, anzuelo despojado a anzuelo despojado hasta que me quedé con el cordón y la suela de goma. Viendo que el cordón no resultaba ser un gusano muy convincente, probé con la suela. Debido a mi exasperación, la tiré toda. No fue muy buena idea. Noté un tirón suave pero prometedor y de repente el sedal se volvió sorprendentemente ligero. Lo único que saqué fue el sedal. Había perdido el cebo entero.
Pero la pérdida no se me presentó un golpe terrible. Todavía me quedaban anzuelos, guías y plomos en el equipo y ni siquiera estaba pescando para mí. Todavía me quedaba mucha comida en la taquilla.
Aun así, un rinconcito de mi cabeza, aquel que nunca queremos escuchar, me reprendió: «La necedad tiene un precio muy alto. La próxima vez ándate con ojo y sé más prudente».
Hacia el mediodía apareció otra tortuga. Se acercó tanto a la balsa que si hubiese querido, me podría haber mordido el trasero. Cuando se volvió fui a agarrar una de las aletas traseras, pero en cuanto la toqué retrocedí del horror. La tortuga se alejó.
El mismo rinconcito que me había reprendido por el fiasco de la pesca me volvió a regañar: «¿Se puede saber qué piensas darle de comer a ese tigre que tienes ahí? ¿Cuánto crees que va a durar con esos tres animales muertos? ¿Tengo que recordarte que los tigres no son carroñeros? De acuerdo, cuando esté moribundo es posible que le dé igual, pero ¿no se te ha ocurrido que quizás le apetezca más un niño indio fresco y suculento que tiene a pocos metros que un pedazo de cebra hinchada y putrefacta? ¿Y ya sabes cuánta agua le queda en el bote? Ya sabes que los tigres se impacientan mucho con el tema de la sed. ¿Cuánto hace que no le hueles el aliento? Te aseguro que la cosa no está muy fina. Mala señal. ¿O crees que se va a beber todo el Pacífico para saciar la sed y esto te permita ir caminando hasta América? Es increíble la capacidad limitada que han desarrollado los tigres del Sundarbans para excretar la sal. Supongo que se debe a tantos años de vivir en un manglar de marea. Pero ten en cuenta que se trata de una capacidad limitada, como ya te he dicho. ¿No dicen que demasiada agua salada puede llevar a un tigre a comer carne humana? Vaya, hablando del rey de Roma. Allí está. Está bostezando. Fíjate bien en aquella cueva de color rosa. ¿Has visto cuántas estalactitas y estalagmitas? Quizás hoy tengas la oportunidad de visitarla».
La lengua de Richard Parker, del mismo color y tamaño que una bolsa de agua caliente, volvió a su boca antes de que la cerrara. Tragó saliva.
Pasé el resto del día muerto de angustia. Me mantuve bien lejos del bote salvavidas. A pesar de mis pronósticos funestos, Richard Parker pasó el rato muy tranquilamente. Todavía le quedaba agua de la precipitación y no parecía estar muy preocupado por el hambre. No obstante, hizo varios sonidos tigrescos: quejidos y gruñidos, entre otros, que no me ayudaron a tranquilizarme, que digamos. El acertijo era insoluble: para pescar iba a necesitar cebo, pero para conseguir cebo, necesitaba pescado. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Usar uno de los dedos del pie? ¿Cortarme una de las orejas?
Una solución apareció a última hora de la tarde, de la forma menos esperada. Me había acercado al bote salvavidas. Y es más, me había subido a bordo y estaba hurgando en la taquilla, buscando desesperadamente una idea que me salvara la vida. Había amarrado la balsa a un metro y medio del bote. Calculé que con un buen salto y un tirón de alguno de los nudos sueltos, podría alejarme de Richard Parker. El desespero me había impulsado a correr semejante riesgo.
No encontré nada, ni cebo, ni iluminación, así que me incorporé. Richard Parker tenía los ojos clavados en mí. Estaba al otro extremo del bote donde había estado la cebra, sentado y mirando hacia mí, como si hubiera estado esperando con paciencia que me fijara en él. ¿Cómo podía ser que no lo hubiera oído salir de debajo de la lona? ¿Qué clase de delirio me había hecho creer que sería capaz de burlarme de él? De repente recibí un golpe en la cara. Chillé y cerré los ojos. Con una velocidad felina había saltado al otro lado del bote y me había dado un zarpazo. Estaba a punto de arrancarme el rostro con las garras: ésta era la muerte que me esperaba. El dolor fue tan intenso que me entumecí. Bendita sea la parte de nosotros que nos protege de tanto dolor y tristeza. En el corazón de la vida hay una caja de fusibles.
—Vamos, Richard Parker, acaba conmigo de una vez —gimoteé—. Pero por el amor de Dios, lo que tengas que hacer, hazlo ahora. No debes sobrecargar un fusible fundido.
No tenía ninguna prisa. Estaba a mis pies, haciendo unos extraños ruidos. Claro, había descubierto la taquilla y sus riquezas. Abrí un ojo temeroso.
Era un pez. Había un pez en la taquilla. Estaba dando coletazos como un pez fuera del agua. Medía unos cuarenta centímetros y tenía alas. Un pez volador. Delgado y de color gris oscuro azulado con las alas secas y sin plumas, los ojos redondos y amarillos, sin pestañear. Lo que me había dado un guantazo en la cara era el pez volador, no Richard Parker. El seguía al otro lado del bote, con cara de no comprender qué demonios me pasaba. Pero ya había visto al pez. Discerní una curiosidad aguda en su rostro. Parecía dispuesto a investigar.
Me agaché, cogí el pez y lo tiré hacia él. ¡Claro, así tenía que domarlo! Por donde había desaparecido una rata, seguiría un pez. Por desgracia, el pez tenía otros planes. Mientras volaba por el aire, justo antes de llegar a la boca abierta de Richard Parker, se desvió y cayó al agua. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Richard Parker giró la cabeza y mordió el aire, los carrillos bailando, pero el pez fue más rápido que él. Richard Parker se quedó atónito y contrariado. «¿Dónde está mi capricho?», parecía preguntar con la expresión. De repente, el pánico y la tristeza se apoderaron de mí. Me volví con la esperanza perdida y abandonada de lanzarme a la balsa antes de que él se lanzara sobre mí.
En ese preciso instante el aire se llenó de un zumbido y todo un cardumen de peces voladores se estrelló contra nosotros. Llegaron como un enjambre de langostas. Aparte de la cantidad, había algo que me recordaba a insectos: el murmullo y los chasquidos de sus alas. Salieron disparados del agua a docenas, algunos saltando más de cien metros por el aire haciendo flic-flacs. Muchos se zambulleron al agua antes de que llegaran al bote. Otros volaron por encima de nosotros. Algunos se estrellaron contra el costado del bote con un ruido que parecía un petardo cuando explota. Los más afortunados volvieron al agua tras rebotar en la lona. Otros, los menos afortunados, aterrizaron directamente dentro del bote, donde empezaron a aletear y chapotear y retorcerse como posesos. Y los demás chocaron directamente contra nosotros. Estando de pie encima de la proa, sentí que estaba sufriendo el martirio de San Sebastián. Cada pez que me dio se me hincó en la piel como una flecha. Me envolví en una manta para protegerme y traté de agarrar los peces que venían hacia mí. Acabé con cortes y cardenales por todo el cuerpo.
El motivo de esta arremetida se hizo patente de inmediato. Unos dorados empezaron a saltar del agua pisándoles los talones. Los dorados eran bastante más grandes y no pudieron competir con la capacidad de pilotaje de los peces voladores, pero nadaban más rápidamente que ellos y se lanzaban con más fuerza. Eran capaces de adelantar a los peces voladores si los tenían justo delante y de saltar del agua en el mismo momento y en la misma dirección que ellos. También había tiburones; ellos también salían volando del agua y aunque carecieran de la misma elegancia, algunos de los dorados tuvieron un final devastador. Este tumulto acuático desapareció con la misma rapidez que apareció, pero mientras duró, el mar borboteó y bulló, los peces saltaron y las mandíbulas no pararon.
Richard Parker se mostró más resistente que yo ante el bombardeo de los peces, y mucho más eficiente. Se irguió y se dedicó a bloquear, a pegar y a morder todos los peces que pudo. Gran parte de ellos acabaron en su estómago, enteros, con las alas batiéndose dentro de su boca. Fue una muestra brillante de fuerza y reflejos. En realidad, lo que más me impresionó no fueron los reflejos sino la seguridad animal pura, la concentración total en el momento. Esta mezcla de soltura y absorción, este «estar en el presente», hubiera sido la envidia de los yoguis más entrenados.
Cuando acabó todo, aparte de tener el cuerpo dolorido, tenía seis peces en la taquilla y otros muchos en el bote. Envolví uno de los peces en una manta, cogí un hacha de mano y me dirigí a la balsa.
Procedí con parsimonia. El hecho de haber perdido todo mi cebo por la mañana había sido un buen revulsivo. No podía permitirme otro error. Desenvolví el pez con cuidado, con una mano sujetándolo en todo momento, consciente de que intentaría dar un brinco para salvarse. Cuanto más cerca estaba de desenvolverlo del todo, más asco y miedo me dio. Apareció la cabeza. Tal y como lo estaba aguantando, parecía una bola de helado de pescado repugnante metido en un cono de manta de lana. La pobre bestia estaba abriendo y cerrando la boca y las branquias, necesitado de agua. Noté cómo empujaba con las alas entre mis manos. Di la vuelta al cubo y coloqué la cabeza del pez en la base. Agarré el hacha. La alcé.
Hice ademán de bajar el hacha varias veces, pero no pude llevar la acción a término. Este sentimentalismo tal vez parezca absurdo si tienes en cuenta lo que había presenciado en los días anteriores, pero aquellos habían sido actos ajenos, actos de animales predadores. Supongo que yo había participado en la muerte de la rata, pero me había limitado a lanzarla y fue Richard Parker quien se había encargado de matarla.
Toda una vida de vegetarianismo se interpuso entre el acto premeditado de decapitar un pez y yo.
Cubrí la cabeza del pez con la manta y di la vuelta al hacha. De nuevo titubeé. La idea de aplastar una cabeza blanda y viva con un hacha me abrumaba demasiado.
Dejé el hacha en la balsa. Finalmente decidí que le rompería el cuello, una muerte oculta. Envolví el pez en la manta con fuerza. Lo empecé a doblar con ambas manos. Cuanto más empujaba, más forcejeaba. Intenté imaginarme qué sentiría si me envolvieran en una manta y trataran de romperme el cuello. La idea me consternó. Tuve que dejarlo varias veces. Sin embargo, sabía que tenía que hacerlo y cuanto más tardara, más sufriría el pez.
Las lágrimas me corrían por las mejillas pero me azucé hasta que oí un crac y dejé de sentir la lucha de aquella vida entre mis manos. Desplegué la manta. El pez volador estaba muerto. Estaba partido por la mitad y tenía sangre a un lado de la cabeza, a la altura de las branquias.
Lloré la muerte de esa pobre alma difunta a lágrima viva. Era el primer ser sensible que había matado. Me había convertido en asesino. Era igual de culpable que Caín. Tenía dieciséis años, era un chico inofensivo, ávido de la lectura y religioso, y ahora tenía las manos manchadas de sangre. Es una carga terrible. Toda vida sensible es sagrada. Nunca me olvido de incluir a ese pez en mis oraciones.
Una vez muerto, me resultó más fácil. Ahora era igual que los peces muertos que había visto en los mercados de Pondicherry. Era otra cosa, algo que no entraba en el orden esencial de la creación. Lo corté en pedazos con el hacha y lo metí todo en el cubo.
Aproveché las últimas horas del día para pescar. Al principio tuve la misma mala suerte que por la mañana. Pero al menos el éxito no parecía tan difícil de alcanzar. Los peces estaban mordisqueando con fervor. Era evidente que estaban interesados. Me di cuenta de que los peces en cuestión eran pequeños, demasiado pequeños para el anzuelo. Así que lancé el sedal más lejos y dejé que se hundiera más en el agua, más allá de donde estaban los peces pequeñitos que se congregaban alrededor de la balsa y el bote.
Decidí probar con la cabeza del pez volador. Sólo empleé un plomo y lancé el sedal varías veces para recogerlo en seguida, dejando que el cebo apenas rozara la superficie del agua. Por fin conseguí algo. Apareció un dorado y se abalanzó sobre la cabeza del pez volador. Solté un poco del sedal para asegurarme de que se hubiera tragado el cebo entero antes de darle un buen tirón. El dorado salió como una explosión del agua, tirando del sedal con tanta fuerza que creí que iba a caerme de la balsa. Me preparé para la batalla. El sedal se tensó mucho. Era de buena calidad; no iba a romperse. Empecé a tirar el dorado hacia mí. Forcejeó con toda su fuerza, saltando y zambulléndose y chapoteando en el agua. El sedal me estaba cortando las manos. Las protegí como pude con la manta. El corazón me latía con fuerza. El pez estaba fuerte como un toro. Creí que no iba a poder con él.
Vi que el resto de los peces habían desaparecido de los costados del bote y la balsa. Seguro que habían percibido la angustia del dorado. Tenía que darme prisa. Tanto forcejeo iba a atraer a los tiburones. Pero luchó como un diablo. Me dolían los brazos. Cada vez que conseguía acercarlo a la balsa, se retorcía con tal frenesí que me intimidó para que soltara un poco de sedal.
Finalmente logré subirlo a la balsa. Medía más de un metro. El cubo no me iba a servir para nada. El dorado se lo podría haber puesto de sombrero. Tuve que arrodillarme encima de él y agarrarlo con las manos para sujetarlo. Era una masa de puro músculo que no paraba de retorcerse y era tan grande que le asomaba la cola de debajo de mis piernas. Golpeó la balsa con fuerza. Me imagino que los vaqueros que montan los potros salvajes deben de experimentar una sensación bastante parecida. Yo estaba exaltado, triunfal. Los dorados son peces magníficos, grandes, carnosos y elegantes con la frente salida, cosa que les da un aspecto de tener una fuerte personalidad. Tienen una aleta dorsal muy larga y orgullosa como la cresta de un gallo, y una capa de escamas suave y brillante. Presentí que iba a proporcionar un golpe duro al destino si entablaba combate con un adversario tan noble. Con este pez, estaba tomando represalias contra el mar, contra el viento, contra los buques que se hundían, contra todas las circunstancias que estaban obrando en mi contra.
—¡Gracias, Dios Vishnu! —grité—. Una vez salvaste el mundo convirtiéndote en pez. Ahora me has salvado a mí convirtiéndote en pez. ¡Gracias, gracias!
No me supuso ningún problema matarlo. Me hubiera ahorrado la molestia, ya que después de todo era para Richard Parker y él se hubiera encargado de despacharlo con una facilidad experta, si no hubiese sido por el anzuelo que tenía incrustado en la garganta. Estaba rebosante de tener un dorado al final del sedal. Creo que no hubiera sentido lo mismo en el caso de tratarse de un tigre. Acometí la tarea de la forma más directa. Cogí el hacha entre las dos manos y golpeé el pez en la cabeza con brío. Le di con la cabeza del hacha, pues la idea de darle con el filo me seguía dando repelús. El dorado hizo algo realmente extraordinario mientras agonizaba: empezó a irradiar toda una gama de colores, uno tras otro. Azul, verde, rojo, dorado y violeta: los colores parpadearon y brillaron como una bombilla fosforescente. Tenía la sensación de estar matando un arco iris a palos. Más adelante descubrí que el dorado es célebre por aquella iridiscencia que presagia su muerte inminente. Cuando dejó de moverse y adoptó un color apagado, saqué el anzuelo. Incluso conseguí recuperar parte del cebo.
Quizá te sorprenda que en tan poco tiempo pasara de llorar la muerte encubierta de un pez volador a aporrear un dorado hasta la muerte con tanto regocijo. Podría justificarme diciendo que el hecho de beneficiarme del error náutico de un desdichado pez volador me llenó de apocamiento y congoja, mientras que el entusiasmo de pescar un enorme dorado con mis propias manos me tornó sanguinario y seguro de mí mismo. Pero a decir verdad, la explicación es otra. Es sencilla y brutal: una persona puede acostumbrarse a todo, hasta a matar.
Me arrimé al bote con el orgullo de un cazador victorioso. Me posicioné al costado del bote y me agaché. Levanté el brazo y tiré el dorado dentro por encima del borde. Cayó al fondo con un fuerte ruido sordo, provocando una exclamación bronca de sorpresa de Richard Parker. Tras olerlo un par de veces, oí los ruidos salivales de una boca en plena acción. Me empujé hacia el mar, sin olvidarme de sonar el silbato con fuerza varias veces para recordarle a Richard Parker quién le había proporcionado tan gentilmente semejante manjar. Me detuve a recoger unas galletas y una lata de agua. Los cinco peces voladores restantes en la taquilla estaban muertos. Les arranqué las alas, que fueron a parar directamente al agua, y los envolví en la manta ya consagrada a la pesca.
Me lavé las heridas, limpié el equipo de pesca, guardé las cosas y cené. Se había hecho de noche. Una capa fina de nubes ocultaba las estrellas y la luna, y el cielo estaba muy oscuro. Estaba cansado, pero exaltado por los acontecimientos de las últimas horas. La sensación de haber estado ocupado era tremendamente satisfactoria; no había pensado en un solo momento en mí mismo ni en mi situación desesperada. Pescar tenía que ser una manera más amena de pasar el tiempo que hilar o jugar al veo-veo. Tomé la determinación de ponerme a pescar al día siguiente en cuanto hubiera luz.
Me dormí, con la cabeza iluminada por el parpadeo camaleónico del dorado moribundo.