Capítulo 59

Solo o no, perdido o no, lo que tenía era hambre y sed. Tiré de la cuerda. Noté una ligera tensión. En cuanto la agarré con menos fuerza, la cuerda se me escurrió entre las manos y aumentó la distancia entre el bote salvavidas y la balsa. Así que el bote se movía a mayor velocidad que la balsa, arrastrándola tras él. Tomé nota sin apenas darle importancia. Tenía la mente más ocupada en las actividades de Richard Parker.

Según parecía, se había metido bajo la lona.

Seguí tirando de la cuerda hasta arrimarme a la proa. Alargué la mano y me sujeté a la regala. Mientras estuve agachado allí, preparándome para asaltar la taquilla, una serie de olas me hicieron pensar. Me di cuenta de que al acercarme a la balsa, el bote salvavidas había cambiado de dirección. Ya no estaba perpendicular a las olas, sino de lado con respecto a ellas, y que el bote se estaba balanceando, ese balanceo que tan mal sentaba al estómago. El motivo de este cambio me quedó claro: cuando la balsa se alejaba del bote, hacía de ancla flotante, una resistencia al avance que tiraba del bote y hacía girar la proa hasta orientarla hacia las olas. Verás, las olas y los vientos constantes suelen estar perpendiculares entre sí. De modo que si el viento empuja a una embarcación que a su vez arrastra un ancla flotante, la embarcación se girará hasta ofrecer la mínima resistencia al viento, es decir, hasta alinearse y formar un ángulo recto con las olas, cosa que produce un cabeceo hacia adelante y hacia detrás, que resulta bastante más cómodo que un balance de un lado al otro. Si la balsa estaba al lado del bote, ya no ofrecía resistencia y no había nada que gobernara la proa del bote hacia el viento. Por lo tanto, el bote se giraba de costado y se balanceaba.

Aunque tal vez pueda parecer una minucia, fue un detalle que me salvaría la vida y que pesaría sobre la de Richard Parker.

A modo de confirmar mi nuevo hallazgo, Richard Parker soltó un gruñido. Se me antojó un gruñido que tenía un tono de náusea e indisposición indescriptibles. Por muy buen nadador que fuera, como marinero dejaba mucho que desear.

Todavía no se me habían agotado todas las esperanzas.

No fuera que se me ocurriera presumir de mis dotes de manipularlo, en ese momento me llegó una advertencia silenciosa, pero siniestra de lo que se me avecinaba. Richard Parker era un polo magnético de vida tan carismático, tan vital, que las otras expresiones de vida no podían soportarlo. Estaba a punto de asomarme por encima de la proa cuando oí un zumbido suave e insistente. De repente algo cayó dentro del agua a mi lado.

Era una cucaracha. Flotó durante un par de segundos antes de desaparecer dentro de una boca submarina. Otra cucaracha se lanzó al agua. En menos de un minuto, unas diez cucarachas amararon en el agua a cada lado de la proa. Cada una fue engullida por un pez.

Las últimas de las criaturas polizonas habían decidido abandonar el buque.

Poco a poco, miré por encima de la regala. Lo primero que vi, escondido entre un pliegue en la lona encima del banco de la proa, fue una cucaracha inmensa, con toda probabilidad el patriarca del clan. Lo observé, completamente fascinado.

Cuando decidió que le había llegado la hora, desplegó las alas, se elevó con un repiqueteo casi imperceptible, se cernió durante un momento por encima del bote salvavidas y acto seguido se zambulló hacia su muerte.

Ahora sólo quedábamos dos. En cinco días, las poblaciones de orangutanes, cebras, hienas, ratas, moscas y cucarachas se habían extinguido. Bueno, a excepción de las bacterias y las larvas que podían estar vivas en los restos de los animales, no quedaba ninguna otra vida en el bote menos Richard Parker y yo.

No me sirvió de consuelo, que digamos.

Me levanté un poco y abrí la tapa de la taquilla sin apenas respirar. Procuré no mirar debajo de la lona por si el hecho de mirar tuviera el mismo efecto que un grito y llamara la atención de Richard Parker. Sólo cuando apoyé la tapa contra la lona dejé que mis sentidos se plantearan qué había al otro lado.

Noté un olor, un olor intenso a almizcle y orina, el olor que se desprende de todas la jaulas de los felinos en cualquier zoológico. Los tigres son animales harto territoriales y marcan su territorio con la orina. Era una noticia buena, aunque hedionda. El olor salía de debajo de la lona. Richard Parker se había limitado a reivindicar el fondo del bote como suyo. Un detalle prometedor. Si yo conseguía ocupar la parte superior de la lona, con un poco de suerte llegaríamos a llevarnos bien.

Contuve la respiración, agaché la cabeza y la ladeé para ver qué había más allá de la tapa. En el fondo del bote había unos diez centímetros de agua de lluvia, un estanque de agua dulce para el uso personal de Richard Parker. Estaba haciendo exactamente lo que yo hubiera estado haciendo en su lugar: refrescándose a la sombra. El sol caía de lleno sobre nosotros y hacía un calor espantoso. Estaba tendido en el fondo del bote de espaldas a mí con las patas traseras completamente estiradas y abiertas, las garras mirando hacia arriba, y la panza y las ancas tocando el fondo del bote. La posición era ridícula pero muy agradable, sin duda.

Volví a centrarme en el asunto de la supervivencia. Abrí una caja de raciones y comí hasta saciarme: una tercera parte de las galletas. Me sorprendió que tan pocas galletas me llenaran el estómago. Estaba a punto de beber del colector de agua de lluvia que tenía colgado del hombro cuando vi los vasos de vidrio graduado. Si no podía bañarme, por lo menos podía refrescarme, ¿no? Mis provisiones de agua no iban a durar para siempre. Cogí uno de los vasos, me incliné hacia delante, bajé la tapa lo suficiente para poder pasar el brazo al otro lado y metí el vaso en el estanque de Richard Parker, a poco más de un metro de sus garras traseras. Las almohadillas giradas hacia arriba con el pelo mojado parecían pequeñas islas desiertas rodeadas de algas.

Conseguí sacar más de medio litro de agua. Estaba un poco amarilla y llena de motas. ¿Me preocupó la idea de ingerir alguna bacteria horrible? Ni se me ocurrió. Lo único que me preocupaba en aquellos instantes era que tenía sed. Apuré el vaso hasta la última gota con gran satisfacción.

A la naturaleza le importa que se mantengan los equilibrios así que no me sorprendió que en seguida me entraran ganas de orinar. Me alivié en el vaso. Produje con tal exactitud la cantidad que acababa de beber que fue como si no hubiera pasado el minuto anterior y estuviera mirando el agua de lluvia de Richard Parker. Vacilé. Estuve a punto de llevar el vaso a la boca de nuevo. Conseguí resistir la tentación, pero a duras penas. Al carajo con las burlas, ¡mi orina parecía deliciosa! Todavía no estaba padeciendo de deshidratación, de modo que el líquido era de un amarillo muy clarito. Resplandecía a la luz del sol como un vaso de zumo de manzana. Y encima estaba recién exprimido. No podía decir lo mismo del agua enlatada que se suponía iba a ser uno de mis alimentos básicos. Sin embargo, hice caso a la pequeña alarma que se había encendido en mi cabeza. Regué la lona y la taquilla con la orina para marcar mi territorio.

Robé dos vasos más de agua del estanque de Richard Parker, esta vez sin orinarlos después. Me sentí igual de hidratado que una planta recién regada.

Había llegado la hora de optimizar mi situación. Miré el contenido de la taquilla y todas las promesas que deparaba.

Saqué otra cuerda y até la balsa al bote.

Descubrí cómo funciona un alambique solar. Es un aparato que produce agua dulce de agua salada. Consiste en un cono transparente inflable colocado encima de una cámara de flotabilidad. La cámara de flotabilidad es parecida a un aro salvavidas y tiene una superficie de lona engomada negra que cubre el centro. El alambique funciona partiendo de los principios de la destilación: el agua de mar que se acumula debajo del cono sellado en la superficie de la lona negra se calienta y se evapora, acumulándose en la superficie interior del cono. Esta agua se desliza hacia abajo y se junta en una especie de barranco en el perímetro del cono, de donde se escurre dentro de una bolsa. El bote salvavidas estaba provisto de doce alambiques solares. Leí las instrucciones detenidamente, tal y como me había aconsejado el manual de supervivencia. Hinché los doce conos y llené cada una de las cámaras de flotabilidad con los diez litros de agua de mar establecidos. Uní los alambiques, atando un extremo de la escuadrilla al bote salvavidas y el otro a la balsa. Esto aseguraría que no perdería ninguno de los alambiques en el caso de que se deshiciera alguno de los nudos y me proporcionaría una segunda cuerda de emergencia que iba hasta la balsa. Los alambiques se me antojaron bonitos y muy tecnológicos encima del agua, pero parecían endebles y dudé de su capacidad para producir agua dulce.

Concentré mi atención en mejorar la balsa. Repasé todos los nudos, asegurándome de que cada uno estuviera bien apretado y sujeto. Tras reflexionarlo un poco, decidí transformar el remo que servía de reposapiés en un mástil, para llamarlo de alguna manera. Desaté el remo. Me esmeré en cortar una muesca en medio del mango con el filo de dientes de sierra del cuchillo de caza. Con la punta del cuchillo, hice tres agujeros en la parte plana del remo. Fue un trabajo lento, pero satisfactorio. Al menos me distrajo durante un buen rato. Cuando hube acabado, amarré el remo al interior de uno de los rincones de la balsa con la parte plana, el tope, en el aire y el mango bajo el agua. Enrollé la cuerda con fuerza alrededor de la muesca para que el remo no resbalara. Entonces, para cerciorarme de que el remo no se cayera y para proporcionarme las cuerdas necesarias para colgar un palio y provisiones, pasé la cuerda por los agujeros que había hecho en el tope y la até a los extremos de los remos horizontales. Sujeté el chaleco salvavidas que había estado atado al remo de reposapiés a la base del mástil. Iba a tener una doble función: proporcionaría mayor flotabilidad para compensar el peso vertical añadido del mástil y me serviría para crear un asiento un poco más elevado.

Tiré una manta encima de las cuerdas. Resbaló hacia el agua. La inclinación de las cuerdas era demasiado empinada. Doblé el borde longitudinal de la manta una vez, corté dos agujeros en el centro, a unos treinta centímetros el uno del otro, y uní los agujeros con un trozo de cordel, que obtuve destejiendo un segmento de cuerda. Volví a echar la manta encima de las cuerdas y até la cuerda alrededor del tope. Ya tenía mi palio.

Tardé casi todo el día en modificar la balsa, pues tuve que encargarme de arreglar muchos detalles. El movimiento constante del mar, aunque fuera suave, no me facilitó el trabajo. Y tuve que vigilar a Richard Parker. El resultado de mis esfuerzos no fue precisamente un galeón. El supuesto mástil se asomaba a escasos centímetros de mi cabeza y la cubierta apenas me servía para sentarme en él o para tenderme en posición fetal. Pero no podía quejarme. La balsa estaba en condiciones de navegar y me salvaría de Richard Parker.

Cuando acabé mi trabajo, ya estaba atardeciendo. Cogí una lata de agua, un abrelatas, cuatro galletas de las raciones de supervivencia y cuatro mantas. Cerré la taquilla (muy lentamente esta vez), me senté en la balsa y solté la cuerda. La balsa se alejó del bote. La cuerda principal se tensó mientras que la cuerda de seguridad, que había medido adrede para que fuera más larga, colgaba en el agua. Coloqué dos mantas encima del asiento, doblándolas para que no tocaran el agua. Me envolví con las otras dos mantas y me apoyé en el mástil. Me gustaba la elevación que me proporcionaba el chaleco salvavidas de más, aunque la verdad es que estaba a la misma distancia del agua que del suelo cuando uno se sienta sobre un cojín grueso. Aun así, esperaba no mojarme demasiado.

Disfruté de la comida mientras miraba cómo el sol descendía en el cielo despejado. Fue un momento de tranquilidad. La bóveda del mundo estaba teñida de colores espléndidos. Las estrellas también tenían ganas de participar, y cuando la manta de colores empezó a deslizarse al otro lado del horizonte, centellearon a través del intenso azul. El viento era suave, una brisa cálida, y el agua subía y bajaba como si fuera un círculo de personas bailando con las manos alzadas, juntándose y separándose, juntándose y separándose.

Richard Parker se incorporó. Sólo le veía la cabeza y los hombros por encima de la regala. Miró hacia el mar. Le grité:

—¡Eo, Richard Parker!

Lo saludé con la mano. Me miró. Entonces hizo una especie de resoplido o estornudo: ninguna de las palabras acaba de describirlo bien. Otro prusten. ¡Qué bestia tan hermosa! ¡Qué semblante tan noble! ¡Qué apropiado que su nombre completo sea Tigre de Bengala Real! En cierto sentido, podía considerarme afortunado: ¿y si hubiera acabado con alguna criatura que fuera tonta o fea, un tapir o un avestruz o una bandada de pavos reales? Seguro que semejante compañía hubiera tenido algunas características más fastidiosas.

Oí el ruido de algo al caer al agua. Miré hacia abajo. Di un grito ahogado. Había estado convencido de que estaba solo. La quietud del aire, el esplendor de la luz, la sensación de seguridad relativa: todo esto me había llevado a creerlo. ¿No suele haber un elemento de silencio y soledad en la paz? ¿No resulta difícil imaginar la paz en una estación de metro concurrida? ¿De dónde venía tanta conmoción?

Con una sola mirada descubrí que el mar es una ciudad. Justo a mis pies, a mi alrededor y sin siquiera sospecharlo, vi autopistas, avenidas, calles y rotondas repletas de tráfico submarino. Dentro de agua densa, vidriosa y jaspeada de millones de motitas iluminadas de plancton, había peces que parecían camiones, autobuses, coches, bicicletas y peatones, todos dando vueltas como locos, sin duda dando bocinazos y gritos. Predominaba el color verde. En las profundidades múltiples, donde me llegaba la vista, divisé estelas de burbujas fosforescentes de color verde, las estelas de peces temerarios. En cuanto desaparecía una estela, aparecía otra. Las estelas aparecían de todas las direcciones y desaparecían en todas la direcciones. Parecían aquellas fotografías tomadas con exposición dilatada de las ciudades por la noche, con aquellos haces de luz de color rojo de las luces traseras de los automóviles. Salvo que en el mar, los coches iban por encima y debajo de los otros coches, como si estuvieran amontonados en enlaces de diez pisos. Y en el mar, los colores de los coches eran de lo más extravagante. Por ejemplo, los cincuenta dorados que tenía patrullando debajo de la balsa hacían alarde de su color azul, verde y dorado cada vez que pasaban a toda prisa. Había otros peces que no supe identificar de color amarillo, marrón, plateado, azul, rojo, rosa, verde, blanco y de todas las combinaciones imaginables: lisos, a rayas y moteados. Los únicos que se negaban rotundamente a acicalarse eran los tiburones. Pero a pesar del tamaño y el color, había una constante: todos conducían de forma vertiginosa. Vi muchos choques, todos con víctimas mortales, lamento decir, y varios coches que sufrieron trompos para luego colisionar contra barreras, salir disparados del agua y volver a sumergirse entre explosiones de luminiscencia. Observé este ajetreo urbano como aquel que contempla una ciudad desde un globo de aire caliente. Fue un espectáculo maravilloso e impresionante. Estoy convencido de que Tokio debe de ser muy parecido en hora punta.

Seguí mirando hasta que se apagaron las luces de la ciudad.

Cuando estaba a bordo del Tsimtsum, lo único que alcancé a ver fueron delfines. Había supuesto que el Pacífico, salvo algunos cardúmenes de peces, era un descampado de agua muy poco poblado. Ahora sé que los cargueros son demasiado rápidos para los peces. Es lo mismo que si pretendes ver animales salvajes en una selva cuando vas en coche por la autopista. Los delfines son nadadores muy rápidos y juegan alrededor de los barcos y los buques del mismo modo en que los perros persiguen a los coches: corren detrás de ellos hasta que ya no pueden seguir más. Si uno desea ver a los animales salvajes, hay que ir a explorar la selva a pie y en silencio. Y del mismo modo, es necesario pasear por el Pacífico a ritmo lento, para decirlo de alguna manera, para descubrir las riquezas y la abundancia que esconde.

Me tumbé de costado. Por primera vez en cinco días sentí cierta tranquilidad. Una pequeña esperanza, ganada a pulso, bien merecida y razonable, resplandecía en mi interior. Me dormí.