Capítulo 58

Saqué el manual de supervivencia. Las páginas todavía estaban mojadas. Las pasé con cuidado. El manual había sido escrito por un capitán de fragata de la armada británica. Contenía una profusión de información práctica acerca de cómo sobrevivir en alta mar después de un naufragio. He aquí algunos consejos que brindaba:

Había algunas instrucciones crípticas que extraían el arte y la ciencia de navegar. Aprendí que el horizonte, visto desde una altura de un metro y medio, se encuentra a una distancia de cuatro kilómetros.

La orden de no beber orina era superflua. Alguien que ha vivido con el apodo de «Pissing» en su infancia no iba a dejarse ver acercando un vaso de orina a la boca ni muerto, ni siquiera estando solo en un bote salvavidas en medio del océano Pacífico. Y mis sospechas de que los británicos ignoraban el significado de la palabra «comida» se vieron confirmadas en las sugerencias gastronómicas. Por lo demás, el manual era un panfleto fascinante que explicaba cómo evitar acabar encurtido en salmuera. Solamente faltaba un tema de vital importancia: cómo establecer una relación alfa-omega con intrusos mayores empeñados en ocupar el bote salvavidas.

Tenía que concebir un programa de adiestramiento para Richard Parker. Tenía que hacerle entender que yo era el tigre número uno y que su territorio se circunscribía al fondo del bote, el banco de la popa y los bancos laterales hasta el banco transversal del medio. Tenía que meterle en la cabeza que la parte superior de la lona y la proa, limitado por el territorio neutral del banco transversal del medio, era mi territorio y, por lo tanto, que tenía la entrada completamente vedada.

Pronto no me quedaría más remedio que empezar a pescar. Los restos de los animales muertos no le iban a durar nada. En el zoológico, los leones y tigres adultos solían comer una media de cuatro kilos y medio de carne al día.

Pero todavía me quedaban muchas cosas por hacer. Tenía que encontrar una forma de resguardarme de los elementos. Si Richard Parker apenas salía de debajo de la lona, algún motivo habría. El hecho de estar siempre a la intemperie, expuesto al sol, el viento, a la lluvia y al mar era extenuante, no sólo para el cuerpo sino para la mente también. ¿No acababa de leer que la exposición a las inclemencias del tiempo podía ocasionar una muerte rápida? Tenía que crear una especie de dosel.

Tenía que atar la balsa al bote salvavidas con otra cuerda, por si la primera se rompía o se soltaba.

Tenía que mejorar la balsa. De momento estaba en condiciones de navegar, pero no era ni mucho menos habitable. Tenía que modificarla para que pudiera vivir en ella hasta que me mudara definitivamente a mis dependencias en el bote salvavidas. Por ejemplo, tenía que encontrar la manera de mantenerme seco. Tenía el cuerpo abotagado y arrugado de estar siempre empapado. No podía continuar así. Y tenía que buscar una forma de guardar algunas cosas en la balsa.

Tenía que dejar de esperar que apareciera un buque a rescatarme. Tenía que olvidarme de contar con la ayuda del mundo exterior. La supervivencia tenía que comenzar conmigo mismo. Por experiencia propia, puedo afirmar que el error más grave que puede cometer un náufrago es esperar mucho y actuar poco. La supervivencia parte de reparar en lo que tienes a tu disposición, en lo que está a mano. Mirar hacia fuera equivale a soñar, dejar que se te escape la vida de las manos.

Tenía muchísimas cosas que hacer.

Miré hacia el horizonte vacío. Había tanta agua. Y yo estaba solo. Muy solo.

Los ojos se me llenaron de tórridas lágrimas. Oculté el rostro entre los brazos cruzados y sollocé. Mi situación era, a todas luces, completamente desesperada.