Rompió el alba, y las cosas empeoraron, pues con la primera luz del día vislumbré lo que antes sólo había sentido, las inmensas cortinas de agua que caían encima de mí desde alturas inimaginables y las olas que me atropellaban una detrás de otra.
Con los ojos apagados, una mano agarrada al colector de agua de lluvia y la otra aferrada a la balsa, seguía esperando, tembloroso y entumecido.
Un rato después, con una brusquedad realzada por el silencio que vino después, dejó de llover. El cielo se despejó y las olas huyeron a la zaga de las nubes. El cambio fue igual de rápido y radical que cuando cruzas la frontera entre dos países por tierra. Me había adentrado en otro océano. En cuestión de minutos, el sol se quedó solo en el cielo y el océano se convirtió en una capa lisa que reflejaba la luz de un millón de espejos.
Estaba agarrotado, extenuado y me dolía todo. Ni siquiera me alegré de que estuviera vivo. Las palabras «Plan Número Seis, Plan Número Seis, Plan Número Seis» resonaban en mi cabeza como un mantra y me procuraron un consuelo tenue, aunque por nada del mundo era capaz de recordar de qué se trataba el Plan Número Seis. El calor empezó a penetrarme los huesos. Cerré el colector de agua de lluvia, me envolví en la manta y me acurruqué de lado de forma que ninguna parte del cuerpo entrara en contacto con el agua. Me dormí. No tengo ni idea de cuántas horas pasé durmiendo. Me desperté a media mañana, con calor. La manta ya estaba casi seca. Había dormido de forma breve, pero profunda. Me apoyé sobre el codo.
A mi alrededor sólo veía una superficie llana, infinita, un paisaje vasto de color azul. No había nada que me obstruyera la vista. La inmensidad me golpeó como un puñetazo en el estómago. Me caí hacia atrás, sin resuello. La balsa parecía un chiste de mal gusto. Sólo consistía en unos cuantos palillos y un pedazo de corcho atados con un hilo. El agua entraba por cada una de las grietas. La profundidad que tenía a mis pies hubiera mareado hasta a un pájaro. Contemplé el bote salvavidas. Parecía la mitad de una miserable cáscara de nuez. Se aferraba al agua como lo harían unos dedos al borde de un precipicio. Sólo era cuestión de tiempo antes de que la gravedad la tirara hacia abajo.
De pronto apareció mi compañero de naufragio. Se subió a la regala y miró hacia mí. La aparición repentina de un tigre resulta fascinante en cualquier entorno, pero mucho más en medio del océano. El extraño contraste entre el color naranja brillante, rayado y vivo del pelaje de Richard Parker y el blanco inerte del casco del bote salvavidas me cautivó. Mis sentidos exaltados se detuvieron de repente. Por muy grande que se me antojara el océano Pacífico a mi alrededor, de repente, el espacio entre nosotros me pareció un foso estrechísimo, sin barrotes ni paredes.
«Plan Número Seis, Plan Número Seis, Plan Número Seis», susurraba mi mente con urgencia. Pero ¿cuál era el Plan Número Seis? Ah, sí. La guerra de desgaste. El juego de la paciencia. La pasividad. Dejar que las cosas fueran pasando. Las leyes implacables de la naturaleza. El paso implacable del tiempo y el acaparamiento de recursos. Ése era mi Plan Número Seis.
De repente un pensamiento repicó en mi cabeza como un grito de ira: «Pero ¿serás idiota y necio? ¡Imbécil! ¡Pedazo de burro! ¡El Plan Número Seis es el peor de todos! Ahora mismo, Richard Parker le tiene miedo al mar. Estuvo a punto de convertirse en su tumba. Pero cuando enloquezca de hambre y sed, hará lo que haga falta para mitigar sus ansias. Convertirá este foso en un puente. Nadará hasta donde sea para atrapar la balsa flotante y la comida que haya en ella. Y en cuanto al agua, ¿ya no recuerdas que los tigres del Sundarbans beben agua salada? ¿Realmente crees que vas a sobrevivir a sus riñones? ¡Si le haces una guerra de desgaste, vas a perder tú! ¡Morirás! ¿ESTÁ CLARO?».