Capítulo 54

No dejó de llover en toda la noche. Lo pasé fatal y apenas conseguí dormir. Hubo mucho ruido. Las gotas que caían dentro del colector de lluvia tamborilearon sin cesar y a mi alrededor, desde la oscuridad más allá, oí los silbidos de la lluvia, como si estuviera en medio de un nido inmenso de serpientes iracundas. Los cambios en la dirección del viento también cambiaron la dirección de la lluvia, de modo que las partes de mi cuerpo que habían empezado a entrar en calor acabaron empapadas de nuevo. Cada vez que movía el colector de lluvia, volvía a cambiar la dirección del viento, y me llevaba otro disgusto más. Traté de proteger una pequeña parte de mí del frío y de la lluvia. Había extendido el manual de supervivencia encima del pecho, pero la humedad se extendió con una determinación aviesa. Pasé la noche entera temblando de frío y temiendo por si se desataba la balsa, por si los nudos que me unían con el bote se deshacían, por si me atacaba un tiburón. Con las manos, volví a revisar todos los nudos y los amarres una y otra vez, tratando de leerlos del mismo modo que un invidente lee braille.

A medida que avanzaba la noche, la lluvia se fue haciendo más intensa y el mar, más agitado. Los tirones de la cuerda del bote se convirtieron en sacudidas y el movimiento de la balsa se volvió cada vez más pronunciado y errático. Siguió flotando, levantándose por encima de cada ola, pero teniendo en cuenta que carecía de francobordo, la cresta de cada ola me pasaba por encima al deshacerse, como un río que se bate contra una roca. El agua no estaba tan fría como la lluvia, pero el resultado fue que no hubo ni un centímetro de mi cuerpo que permaneciera seco esa noche.

Por lo menos bebí. No tenía sed pero me obligué a beber.

El colector de agua de lluvia parecía un paraguas invertido, un paraguas soplado del revés por el viento. La lluvia se deslizaba hasta el centro, donde caía por un agujero. El agujero estaba conectado por un tubo de goma a una bolsa de captación hecha de un plástico transparente y resistente. Al principio, el agua tenía un sabor a goma, pero la lluvia no tardó en enjuagar la bolsa y al cabo de un rato, ya sabía bien.

Durante esas horas largas, frías y oscuras, cuando el golpeteo de la lluvia se me hizo ensordecedor y el mar silbaba y se revolvía y se agitaba a mi alrededor, me aferré a un pensamiento: Richard Parker. Urdí varios planes para deshacerme de él y hacerme con el bote salvavidas.

Plan Número Uno: Tirarlo al agua. ¿De qué me serviría? Aun si lograba empujar a más de doscientos kilos de animal vivo y feroz por la borda, los tigres saben nadar, y bien además. En el Sundarbans se han visto casos de tigres que han llegado a nadar ocho kilómetros en aguas abiertas y picadas. Si de repente se encontrara en el agua, Richard Parker se limitaría a mantenerse a flote, subirse de nuevo a bordo y hacerme pagar con creces mi traición.

Plan Número Dos: Matarlo con las Seis Jeringas de Morfina. Pero no tenía ni idea del efecto que surtiría. ¿Tendría suficientes para matarlo? ¿Y cómo se suponía que iba a introducirle la morfina en las venas? Aunque concibiera la posibilidad de sorprenderlo una vez, durante un segundo, igual que había ocurrido con su madre cuando la habían atrapado, la idea de sorprenderlo durante el tiempo que hiciera falta para inyectarle seis jeringas consecutivas… Imposible. A cambio de un pinchazo, recibiría un cachete que me arrancaría la cabeza.

Plan Número Tres: Atacarlo con Todas las Armas Disponibles. Un plan irrisorio. Ni que fuera Tarzán. Era una forma de vida vegetariana, raquítico y endeble. En la India, hacía falta subirse a un elefante con un rifle potente para matar un tigre. ¿Cómo iba a hacerlo aquí? ¿Disparándole una bengala cohete en la cara? ¿Atacándolo con un hacha en cada mano y el cuchillo en la boca? ¿Torturándolo con agujas de coser rectas y curvas? Si conseguía hacerle un arañazo, ya sería toda una proeza. A cambio, él me despedazaría extremidad a extremidad, órgano a órgano. Pues si hay algo más peligroso que un animal sano, es un animal herido.

Plan Número Cuatro: Estrangularlo. Tenía cuerda. Si me plantaba en la proa y conseguía atar la cuerda a la popa y rodearle el cuello con una soga, cuando viniera a atacarme, yo podría tirar de la cuerda mientras él tiraba en la dirección contraria. De este modo, en el intento de matarme, se estrangularía solo. Un plan perspicaz y suicida.

Plan Número Cinco: Envenenarlo, Prenderle Fuego, Electrocutarlo. ¿Cómo? ¿Con qué?

Plan Número Seis: Hacerle una Guerra de Desgaste. Sólo tenía que dejar que las leyes implacables de la naturaleza siguieran su curso y estaría a salvo. Esperar a que se consumiera y se muriera no supondría ningún esfuerzo por mi parte. Yo contaba con víveres que me durarían meses. ¿Y él? Sólo tenía un par de animales muertos que iban a echarse a perder en poco tiempo. ¿Entonces qué comería? Mejor aún: ¿de dónde iba a sacar agua? Quizás aguantara semanas sin comida pero ningún animal, por muy poderoso que sea, puede vivir sin agua durante un período prolongado de tiempo.

Una pequeña llama de esperanza se prendió en mi interior, como una vela en la noche. Había elaborado un plan y era bueno. Sólo tenía que sobrevivir para llevarlo a cabo.