Capítulo 53

Pasé toda la mañana durmiendo. Me despertó la ansiedad. La avalancha de comida, agua y descanso que recorrían mi sistema debilitado, además de devolverme a la vida, me habían dado las fuerzas necesarias para comprender la gravedad de mi situación. Abrí los ojos para encontrarme con la realidad de Richard Parker. Había un tigre en el bote salvavidas. Apenas podía creerlo y sin embargo, sabía que tenía que hacerlo. Y tenía que salvarme a mí mismo.

Sopesé la posibilidad de arrojarme al agua y empezar a nadar, pero mi cuerpo se negaba a moverse. Estaba a cientos de kilómetros de la costa, para no decir miles. No iba a poder nadar tantos kilómetros, aun provisto de un salvavidas. ¿Qué iba comer? ¿Qué iba a beber? ¿Cómo iba a protegerme de los tiburones? ¿Cómo iba a entrar en calor? ¿Cómo iba a saber en qué dirección debía nadar? Sin la más mínima sombra de duda, si dejaba el bote salvavidas, me esperaba una muerte segura. Pero si me quedaba a bordo, ¿qué? Vendría a por mí de una forma típicamente felina: con mucho sigilo. Antes de que pudiera reaccionar, me agarraría por la nuca o el cuello y me perforaría con sus colmillos. La vida se me apagaría sin poder decir unas últimas palabras. Si no, me mataría a zarpazos, rompiéndome el cuello.

—Voy a morir —dije con los labios temblorosos.

La muerte inminente ya es bastante terrible de por sí, pero es mucho peor si te sobra tiempo, tiempo en el que se hace patente toda la felicidad que ha sido tuya y toda la felicidad que podría haber sido tuya. Ves todo lo que te estás perdiendo con una nitidez abrumadora. Semejante visión te llena de una tristeza opresiva que no se puede equiparar con un coche que está a punto de atropellarte o el saber que el agua que te rodea va a ahogarte. Es una sensación realmente insufrible. Las palabras «padre», «madre», «Ravi», «India» y «Winnipeg» me rondaban como un dolor punzante.

Estaba a punto de rendirme. De hecho, me habría rendido si no fuera por una voz en mi interior que me decía: «No moriré. Me niego. Superaré esta pesadilla. Sobreviviré, cueste lo que me cueste. Hasta ahora lo he conseguido, de milagro. Ahora convertiré el milagro en rutina. Lo increíble será mi pan de cada día. Haré el trabajo que haga falta, por muy duro que sea. Sí, porque siempre que Dios esté a mi lado, no moriré. Amén».

Adopté una expresión adusta y resuelta. Lo digo con toda la modestia del mundo, pero en aquel instante descubrí que tengo una voluntad férrea para vivir. No es algo tan evidente, en mi experiencia. Algunos se rinden con un suspiro de resignación. Otros luchan un poco, y luego pierden esperanzas. Otros, y me incluyo entre ellos, nunca se rinden. Luchamos y luchamos y luchamos. Luchamos no importa lo que cueste la batalla, las pérdidas, la poca probabilidad de vencer. Luchamos hasta el final. No se trata de coraje. Es algo constitucional, una incapacidad de abandonar. Tal vez sólo se deba a la sandez de ansiar la vida.

Richard Parker se puso a rugir en ese preciso momento, como si hubiera estado esperando un contrincante digno. El pecho se me encogió de miedo.

—Rápido, hombre, rápido —resollé.

Tenía que organizar mi supervivencia. No podía perder ni un segundo. Necesitaba refugiarme inmediatamente. Pensé en la proa que había hecho con el remo. Sin embargo, había desenrollado la lona desde la proa y no tenía nada que lo mantuviera firme. Tampoco tenía ninguna prueba de que el hecho de colgarme del remo fuera a protegerme de Richard Parker. Quizás extendiera una pata y me alcanzara. Las ideas me agolpaban la cabeza.

Construí una balsa. Los remos, como recordarás, flotaban. Y contaba con chalecos salvavidas y un aro salvavidas sólido y resistente.

Con la respiración contenida, cerré la tapa de la taquilla e introduje la mano por debajo de la lona para coger los remos restantes de los bancos laterales. Richard Parker se dio cuenta. Lo veía a través de los chalecos salvavidas. A medida que fui sacando cada remo, con un cuidado que ya podrás imaginarte, reaccionó desplazándose ligeramente. Pero no se volvió. Conseguí sacar tres remos. Había otro donde lo había dejado en la lona. Subí la tapa de la taquilla para cerrarle el paso a Richard Parker.

Tenía cuatro remos boyantes. Los coloqué en la lona alrededor del aro salvavidas. El salvavidas estaba encerrado en un cuadrado formado por los remos. Mi balsa parecía un juego de tres en raya con una O en el centro, como si fuera la primera jugada.

Ahora tocaba la parte más peligrosa. Me hacía falta los chalecos. Los rugidos de Richard Parker se habían convertido en un estruendo que sacudía el aire. La respuesta de la hiena fue un gañido agudo y tembloroso, un augurio de que iba a haber problemas.

Mi única opción era seguir adelante. Tenía que tomar medidas. Volví a bajar la tapa de la taquilla. Los chalecos estaban al alcance de la mano. Algunos estaban justo al lado de Richard Parker. La hiena se puso a chillar.

Traté de coger el chaleco que me quedaba más cerca. Me costó agarrarlo de lo que me temblaba la mano. Lo saqué. Richard Parker no pareció darse cuenta. Saqué el segundo. Y el tercero. Estaba desfallecido de miedo. Apenas podía respirar. Si fuera necesario, me recordé, podría lanzarme al agua. Saqué otro. Ya tenía cuatro chalecos salvavidas.

Tiré de los remos uno por uno hasta pasarlos por los brazos de los chalecos salvavidas, introduciéndolos por un agujero y sacándolos por el otro, para que los chalecos estuvieran bien sujetos a cada una de las cuatro esquinas de la balsa. Entonces los abroché.

Encontré una de las cuerdas boyantes en la taquilla. Corté cuatro trozos con el cuchillo. Amarré los cuatro remos en el punto en que se cruzaban. ¡Ojalá hubiera tenido más conocimientos de hacer nudos! En cada esquina hice diez nudos y aun así temía que se desharían. Trabajé febrilmente, maldiciendo mi simpleza. ¡Tenía un tigre a bordo y había esperado tres días y tres noches para salvarme la vida!

Corté cuatro trozos más de la cuerda y até el aro salvavidas a cada uno de los lados del cuadrado. Pasé la cuerda del salvavidas por los chalecos y alrededor de los remos y del salvavidas hasta asegurarme de que la balsa entera estaba bien atada, por precaución a que se desmontara.

La hiena estaba chillando a voz en cuello.

Ahora sólo me quedaba una cosa por hacer.

—Dios me conceda el tiempo —imploré.

Cogí el resto de la cuerda boyante. Cerca de la parte superior de la roda había un agujero. Introduje la cuerda por el agujero e hice un nudo. Ahora sólo me faltaba atar el otro extremo de la cuerda a la balsa y quizás consiguiera salvarme.

La hiena se calló. El corazón me dio un vuelco y entonces se puso a latir a velocidad triple. Me volví.

—¡Jesús, María, Mahoma y Vishnu!

Vi algo que permanecerá en mi memoria durante el resto de mis días. Richard Parker se había levantado y había salido a cubierta. Estaba a menos de cinco metros de mí. Y vaya, era enorme. La hiena estaba condenada a morir y yo también. Me quedé clavado, paralizado, subyugado a la acción que estaba viendo. Mi experiencia breve en las relaciones que se establecen entre animales salvajes y libres en los botes salvavidas me había hecho creer que habría mucho ruido y protestas cada vez que se derramara sangre. Pero esta vez, la muerte se distinguió por su silencio. La hiena murió sin gañir ni gimotear y Richard Parker la mató sin hacer ningún ruido. El carnívoro del color de las llamas apareció de debajo de la lona y se abalanzó sobre la hiena. La hiena estaba apoyada en el banco de la popa, detrás del cadáver de la cebra, petrificada. Ni siquiera intentó oponer resistencia, sino que se agachó y levantó una pata en un intento inútil de defenderse. Tenía cara de estar totalmente aterrorizada. Una enorme garra le cayó encima de un hombro. La quijada de Richard Parker se cerró en un lado del cuello de la hiena. Se le salían los ojos vidriosos de las órbitas. Oí un crujido orgánico mientras le aplastaba la tráquea y la médula espinal. La hiena tembló. Sus ojos perdieron brillo. Había terminado.

Richard Parker la soltó y gruñó, pero se me antojó un gruñido tranquilo, displicente y privado. Estaba jadeando con la lengua fuera. Se relamió. Sacudió la cabeza. Olfateó la hiena muerta. Levantó la cabeza y olisqueó el aire. Colocó las garras delanteras encima del banco de la popa y se subió encima de las patas traseras. Tenía los pies completamente separados. El movimiento del barco, aunque suave, claramente no era de su agrado. Miró más allá de la regala al mar abierto. Soltó un rugido grave y malhumorado. Volvió a olisquear el aire. Volvió la cabeza lentamente. La volvió y la volvió y la volvió un poco más hasta clavar la mirada en mí.

Ojalá pudiera describir qué pasó a continuación, no cómo lo vi, ya que tal vez consiga hacerlo, sino cómo lo viví. Estaba viendo a Richard Parker desde un ángulo que hacía máximo alarde de su esplendor: desde detrás, medio de pie y con la cabeza girada. La postura casi parecía una pose, como si fuera un despliegue intencionado, incluso afectado, de arte imponente. ¡Y qué arte, Dios, qué imponencia! Su mera presencia era abrumadora, e igual de evidente era su elegancia y agilidad. Era increíblemente musculoso y sin embargo, tenía las ancas delgadas y el pelaje brillante le quedaba como suelto. Y el cuerpo, de un color naranja marronoso brillante con rayas verticales negras, era incomparablemente bello, de confección digna de un sastre por la armonía entre el pecho y la panza níveos y los anillos negros de su cola larguísima. Tenía la cabeza grande y redonda, con unas patillas formidables, una perilla distinguida y los bigotes más espléndidos del reino felino: abundantes, largos y blancos. Encima de su cabeza se asomaban las orejas, pequeñas y expresivas, como dos arcos perfectos. El rostro de color naranja zanahoria resaltaba su caballete amplio y su nariz rosa, y estaba maquillado con elegancia y descaro. Alrededor del rostro había unos toques negros ondulados que creaban un dibujo llamativo, pero sutil, dado que hacía resaltar todavía más la única parte de la cara que no tenía ningún trazo negro: el caballete, cuyo lustre rojizo casi resplandecía. Las manchas blancas encima de los ojos, en las mejillas y alrededor de la boca eran toques finales dignos de un bailarín Kathakali. El resultado era una cara que parecía las alas de una mariposa, con un semblante vagamente viejo y chino. Pero cuando los ojos de color ámbar se posaron en los míos, la mirada fue intensa, fría e inmutable, ni frívola ni amigable, y expresaba una serenidad a punto de explotar de rabia. Le temblaron las orejas. Entonces dieron una vuelta entera. Empezó a subir y bajar el labio superior. El colmillo que me mostró con tan coqueta timidez era igual de largo que el más largo de mi dedos.

Se me erizó cada pelo del cuerpo, chillando de miedo.

Entonces apareció la rata. Una rata marrón y escuálida apareció de la nada encima del banco lateral, nerviosa y sin resuello. Richard Parker parecía más sorprendido que yo. La rata saltó a la lona y vino corriendo hacia mí. Sólo de verla, por el susto y la sorpresa, se me cedieron las piernas y me caí dentro de la taquilla. Ante mis ojos atónitos, la rata pasó por encima de varias partes del bote salvavidas, saltó encima de mí y trepó hasta lo alto de mi cabeza, donde me clavó las uñas, aferrándose desesperadamente.

Los ojos de Richard Parker habían seguido a la rata. Ahora los tenía clavados en mi cabeza.

Completó el giro de la cabeza con un giro lento del cuerpo, desplazando las garras por el banco lateral, hasta colocarlas en el fondo del bote con una soltura parsimoniosa. Le veía la coronilla, la espalda y la cola larga y curvada. Tenía las orejas pegadas a la cabeza. Con tres pasos, llegó al centro del bote. Sin esfuerzo alguno, levantó la mitad delantera del cuerpo y colocó las garras encima del borde enrollado de la lona.

Estaba a poco más de tres metros. La cabeza, el pecho, las garras tan grandes, ¡tan grandes! Los colmillos… Tenía un batallón entero en la boca. Hizo ademán de subirse a la lona. Ya me había llegado la hora.

Pero la textura blanda y extraña de la lona parecía molestarlo. La tocó con la garra, inseguro. Levantó la vista con inquietud. No le hacía ninguna gracia estar expuesto a tanta luz ni a tanto espacio abierto. Y el movimiento del barco lo seguía desconcertando. Durante un momento breve, Richard Parker vaciló.

Cogí la rata y la arrojé en su dirección. Todavía lo recuerdo perfectamente. Voló hacia él, con las uñas extendidas, la cola tiesa, el escroto minúsculo y el ano, un puntito. Richard Parker abrió las fauces y la rata y sus chillidos desaparecieron en ellas como una pelota de béisbol en la manopla de un receptor. La cola pelada se desvaneció como un espagueti succionado hasta la boca.

Pareció satisfecho con la ofrenda. Reculó y volvió a su guarida debajo de la lona. Mis piernas volvieron a ponerse en marcha. Me levanté de un brinco y fui a subir la tapa de la taquilla para cerrar el espacio abierto entre el banco de la proa y la lona.

Oí un resoplido y como si arrastraran un cuerpo. El peso de Richard Parker hizo mecer el bote salvavidas. Entonces oí el ruido de una boca al comer. Miré por debajo de la lona. Estaba en el centro del bote, comiéndose la hiena a pedazos con voracidad. Era una oportunidad única. Extendí la mano y cogí los seis salvavidas restantes y el último remo. Me ayudarían a mejorar la balsa. Percibí un olor extraño. No era el olor agudo a orina de gato. Era vómito. Había una mancha en el fondo del bote. Debía de ser de Richard Parker. Efectivamente, estaba mareado.

Enganché la cuerda larga a la balsa. Ahora, el bote salvavidas y la balsa ya estaban amarradas. Luego até un chaleco salvavidas a cada lado de la balsa, en la parte inferior. Até otro chaleco alrededor del agujero en el aro salvavidas para que me sirviera de asiento. Convertí el último remo en un reposapiés, amarrándolo a uno de los lados de la balsa, a aproximadamente sesenta centímetros del aro salvavidas. Luego le até el último chaleco salvavidas. Me temblaban los dedos mientras trabajaba, y respiraba de forma entrecortada y sofocada. Comprobé y recomprobé todos los nudos.

Miré a mi alrededor. Sólo vi oleajes grandes, pero mansos. No había cabrillas. El viento era suave y constante. Miré hacia abajo. Había peces, peces grandes con la frente prominente y una aleta dorsal muy larga, conocidos como dorados, y algunos peces más pequeños, largos y magros que desconocía. Luego había unos todavía más pequeños y por último, tiburones.

Deslicé la balsa cuidadosamente al agua. Si por alguna razón no flotara, ya me podía dar por muerto. Se acopló al agua de maravilla. De hecho, la flotabilidad de los chalecos era tanta que empujaban los remos y el salvavidas fuera del agua. Pero se me cayó el alma a los pies. En cuanto la balsa tocó el agua, todos los peces se dispersaron, menos los tiburones. Ellos se quedaron justamente donde estaban. Tres o cuatro, debía de haber. Uno pasó por debajo de la balsa. Richard Parker gruñó.

Me sentía como un preso en manos de unos piratas, a punto de caerme de la tabla.

Arrimé la balsa lo más cerca que pude al bote salvavidas, hasta donde las puntas de los remos me lo permitían. Extendí los brazos y apoyé las manos encima del aro salvavidas. A través de las «grietas», o mejor dicho, las enormes hendiduras, veía directamente la profundidad infinita del mar. Richard Parker volvió a gruñir. Me desplomé encima de la balsa, boca abajo. Me quedé tendido con los brazos y piernas abiertos y no moví ni un pelo. Estaba convencido de que la balsa iba a dar la vuelta en cualquier momento. O que vendría un tiburón a atacarme y atravesaría los chalecos salvavidas y los remos. Pero no ocurrió nada por el estilo. La balsa se hundió un poco más en el agua, se balanceó y cabeceó y las puntas de los remos se metieron en el agua, pero siguió flotando sólidamente. Los tiburones se acercaron, pero ninguno me tocó.

Percibí un suave tirón. La balsa se giró un poco. Levanté la cabeza. La cuerda entre el bote y la balsa ya había llegado al tope de distancia, unos doce metros. La cuerda se tensó y salió del agua, temblando en el aire. Fue una imagen muy penosa. Había huido del bote salvavidas para no morir. Ahora quería volver. Este asunto de la balsa era demasiado precario. Con un buen mordisco de tiburón, una ola grande o algún golpe que aflojara el nudo, estaría perdido. Comparado con la balsa, el bote se me antojó un remanso de confort y seguridad.

Me levanté con cautela. Me senté. La estabilidad, de momento, era buena. El reposapiés funcionaba, pero todo me quedaba demasiado pequeño. Tenía el espacio justo para sentarme, y ya está. Esta balsa de juguete, minibalsa, microbalsa, tal vez sirviera para un estanque, pero no para el océano Pacífico. Agarré la cuerda y la tiré. Cuanto más me fui acercando al bote, más lento tiré. Cuando conseguí arrimarme al bote, oí a Richard Parker. Todavía estaba comiendo.

Vacilé durante unos largos minutos.

Me quedé encima de la balsa. No veía otra salida. Mis opciones eran muy limitadas. O bien podía instalarme encima de la guarida de Richard Parker, o seguir cernido sobre los tiburones. Sabía perfectamente bien el peligro que suponía Richard Parker. Los tiburones, empero, todavía no habían mostrado su lado agresivo. Revisé los nudos que unían el bote con la balsa. Fui soltando la cuerda hasta quedarme a unos diez metros del bote salvavidas, la distancia que más o menos equilibraba mis dos miedos: el de estar demasiado cerca de Richard Parker y el de estar demasiado lejos del bote salvavidas. Envolví la cuerda sobrante al remo que me servía de reposapiés. No me costaría soltarla si hiciera falta.

Caía la noche. Empezó a llover. Había hecho un día nublado y cálido. Pero la temperatura bajó y empezó a caer un aguacero frío y constante. A mi alrededor oía las gotas de agua fresca pesadas y derrochadas al chocar contra el mar, dejando hoyuelos en las olas. Volví a tirar de la cuerda. Cuando llegué a la proa, me arrodillé y me agarré a la roda. Me erguí encima de las rodillas y eché un vistazo muy precavido encima de la regala. No lo veía por ninguna parte.

Rápidamente metí la mano dentro de la taquilla. Saqué un colector de agua de lluvia, una bolsa de plástico de cincuenta litros, una manta y el manual de supervivencia. Cerré la tapa de un golpe. No tenía ninguna intención de cerrarla de un golpe, sólo pretendía proteger mis objetos valiosos de la lluvia, pero la tapa se me resbaló de las manos. Fue un error grave. En el mismo acto de descubrirme a Richard Parker al bajar lo que le había estado tapando la vista, había causado un estrépito que había llamado su atención. Richard Parker estaba agachado encima de la hiena. Volvió la cabeza al instante. A muchos animales les molesta que los interrumpan mientras comen. Richard Parker gruñó. Tensó las zarpas. La punta de la cola se movió de forma eléctrica. Me caí hacia atrás encima de la balsa, y creo que la distancia que se abrió entre el bote y la balsa se debió más al miedo que al viento y la corriente. Solté toda la cuerda. Estaba esperando ver a Richard Parker salir disparado del bote y volar por el aire hacia la balsa con los dientes y las zarpas extendidas hacia mí. No aparté los ojos del bote. Cuanto más miraba, más insoportable se me hizo la espera.

No apareció.

Cuando hube conseguido abrir el colector de agua de lluvia encima de la cabeza y meter los pies dentro de la bolsa de plástico, ya estaba calado hasta los huesos. Y la manta se había mojado cuando me había caído hacia atrás encima de la balsa. De todas maneras, me envolví en ella.

Estaba oscureciendo. Mis alrededores desaparecieron en la negrura. Lo único que me confirmaba que la balsa seguía amarrada al bote fueron los tirones regulares. El mar, a pocos centímetros de mis ojos pero demasiado lejos para verlo, zarandeó la balsa. El agua subía como dedos, entrando sigilosamente por las grietas y mojándome el trasero.