No obstante, la primera vez que revisé el bote salvavidas, no vi el detalle que buscaba. Las superficies de la popa y de los bancos laterales eran continuas y estaban intactas, igual que los lados de los tanques de flotabilidad. El fondo era plano y estaba justo encima del casco; no cabía ningún alijo debajo. Estaba claro: no había ninguna taquilla, ni armario ni contenedor en ningún lado. Sólo superficies lisas de color naranja.
La estima que había tenido por los capitanes y los proveedores de buques flaqueó. Mis esperanzas de sobrevivir parpadearon. Seguía teniendo sed.
¿Y si los víveres estuvieran en la proa, debajo de la lona? Di media vuelta y volví sobre mis pasos. Me sentía como un lagarto disecado. Empujé la lona hacia abajo. Estaba muy tensada. Si la desenrollaba, podría acceder a unos víveres que tal vez estuvieran guardados debajo. Pero eso implicaba hacer una abertura en la guarida de Richard Parker.
No me quedaba más remedio. La sed me empujó hacia adelante. Muy lentamente, saqué el remo de debajo de la lona. Coloqué el salvavidas alrededor de la cintura. Dejé el remo en la proa. Me asomé por encima de la regala y, con los pulgares, empujé la cuerda que sujetaba la lona hacia arriba hasta que conseguí desengancharla. Me costó lo mío. Pero después del primer gancho, el segundo y el tercero saltaron con más facilidad. Hice lo mismo en el otro lado de la roda. La lona se aflojó bajo mis codos. Estaba tendido encima de ella, con las piernas en dirección a la popa.
La desenrollé un poco. Mi recompensa no se hizo esperar. La proa era igual que la popa; tenía un banco al final. Y encima de él, a algunos centímetros de la roda, había un pestillo que brillaba como un diamante. Vi el contorno de una tapa. El corazón me empezó a latir con fuerza. Desenrollé la lona un poco más. Miré por debajo. La tapa tenía una forma triangular, con las puntas redondeadas. Medía noventa centímetros de ancho y sesenta de fondo. En ese momento, vi una masa naranja. Me aparté rápidamente. Pero el color naranja no se estaba moviendo y el tono no cuadraba. Volví a mirar. No era un tigre. Era un chaleco salvavidas. Al fondo de la guarida de Richard Parker, había varios chalecos.
Un escalofrío me atravesó el cuerpo. Entre medio de los chalecos, parcialmente, como si lo viera a través de unas hojas, alcancé a ver por primera vez de forma clara y lúcida a Richard Parker. Vislumbré sus ancas, y parte de su espalda, el color leonado, las rayas y la inmensidad. Estaba tendido con la barriga en el suelo mirando hacia la popa. Estaba quieto, aparte de las ijadas, que entraban y salían con cada aliento. Cuando me di cuenta de lo cerca que lo tenía, pestañeé de incredulidad. Estaba allí mismo, a sesenta centímetros. Si hubiera estirado el brazo, hubiera podido pellizcarle el trasero. Y entre nosotros sólo había una lona ligera que no costaría nada sortear.
—¡Dios me ampare!
Fue una súplica apasionada como ninguna, pero proferida con el más suave de los hálitos. Permanecí inmóvil.
Necesitaba encontrar agua. Bajé la mano y corrí el pestillo silenciosamente. Entonces abrí la tapa. Daba a una pequeña taquilla.
Acabo de mencionar la transformación mental de algunos detalles que acabaron salvándome la vida. Pues he aquí un ejemplo: la tapa estaba unida al banco con bisagras que estaban a un par de centímetros del borde, de forma que cuando abría la tapa, creaba una barrera que cerraba el espacio de casi treinta centímetros que quedaba entre la lona y el banco y a través del cual Richard Parker podía atacarme una vez hubiera apartado los chalecos salvavidas. Abrí la tapa hasta apoyarla en el remo que había dejado en la proa y el borde de la lona. Me arrastré hasta la roda y me coloqué de cara al bote, con un pie encima del borde de la taquilla abierta y el otro apoyado en la tapa. Si Richard Parker decidía atacarme desde abajo, tendría que empujar la tapa hacia mí. El empujón me alertaría y me ayudaría a caer hacia atrás al agua con el salvavidas. Si optaba por abalanzarse sobre mí desde el otro lado, es decir, pasando por encima de la lona desde la popa, estaba en la mejor posición posible para verlo y, igual que en el otro caso, de arrojarme al agua. Miré alrededor del bote. No había ningún tiburón a la vista. Miré hacia abajo entre las piernas. Creí que iba a desmayarme de alegría. La taquilla abierta resplandecía de objetos nuevos y brillantes. ¡Ah, qué maravilla la del producto manufacturado, el artefacto sintético, el objeto inventado! Ese momento de revelación material me produjo un placer intenso, una mezcla embriagadora de esperanza, sorpresa, incredulidad y gratitud revuelta, sin parangón. En mi vida me había sentido tan ebrio de felicidad, ni el día de Navidad, ni el de mi cumpleaños, en ninguna boda, en ningún Diwali, ni en cualquier otra ocasión de intercambio de regalos.
Mi mirada se detuvo inmediatamente en lo que estaba buscando. La envasen como la envasen, sea en una botella, en lata o en un envase de cartón, el agua es inconfundible. En el bote, el vino de la vida se servía en latas de color dorado claro que cabían perfectamente en la mano. «Agua potable» decía la etiqueta de cosecha con letras negras. «HP Foods, Ltd.» se llamaba la bodega. «500 ml» era el contenido. Había un montón de latas iguales, demasiadas para contar a simple vista.
Con la mano temblorosa me agaché y cogí una. Estaba fresquita y pesaba más de lo que me esperaba. La agité. La burbuja de aire en el interior hizo una especie de «glub, glub, glub» sordo. Estaba a punto de librarme de aquella sed diabólica. Sólo de pensarlo se me aceleró el corazón. Sólo me quedaba abrir la lata.
Vacilé. ¿Cómo iba a hacerlo?
Tenía una lata y por lo tanto, tenía que haber un abrelatas. Busqué en la taquilla. Estaba repleta de cosas. Hurgué un poco. Me estaba impacientando. Tanta expectación dolorosa había seguido su curso fructífero. Tenía que beber ahora mismo, ya. Si no, me moriría. No conseguí encontrar el instrumento deseado. Pero no había tiempo para más angustia derrochada. Tenía que actuar. ¿Podría abrirla con las uñas? Lo intenté. No pude. ¿Los dientes? No valía la pena ni probarlo. Miré al otro lado de la regala. Los ganchos de la lona. Eran cortos, romos y sólidos. Me arrodillé encima del banco y me incliné hacia delante. Sujeté la lata entre las dos manos y la golpeé con fuerza contra uno de los ganchos. Conseguí hacerle una buena abolladura. Repetí la misma acción. Otra abolladura al lado de la primera. A fuerza de abolladuras, lo conseguí. Apareció una perla de agua. La lamí. Giré la lata y golpeé el otro lado de la tapa contra el gancho para hacer otro agujero. Y funcionó. Logré hacer un agujero más grande. Me senté en la regala. Acerqué la lata a la cara. Abrí la boca. Incliné la lata.
Supongo que es posible imaginarse lo que sentí en aquellos instantes, pero dudo que sea posible describirlo. Al compás de mi garganta glotona, esa agua pura, deliciosa, bella y cristalina fluyó hasta mis venas. Vida líquida: eso es lo que fue. Apuré hasta la última gota de la lata, chupando el agujero para atrapar la humedad restante.
—¡Ahhhhhh! —suspiré, tirando la lata por la borda.
Entonces cogí otra lata. La abrí de la misma manera que la primera y el contenido desapareció con la misma rapidez. Esa lata también voló por la borda. Fui a por la siguiente, que también acabó en el océano poco después. Entonces me despaché otra. Sólo paré cuando hube bebido un total de cuatro latas, dos litros del más exquisito de los elixires. Quizá creas que un consumo tan brusco de líquido después de tantas horas de sed me sentaría mal. ¡Tonterías! Jamás me había sentido mejor. Me estaba transpirando la frente, un sudor fresco, limpio y refrescante. Todo yo, hasta los poros de la piel, se estaba regocijando.
Me invadió una sensación de bienestar. Tenía la boca húmeda y suave. Me olvidé por completo de la garganta. La piel se relajó. Las articulaciones se movían con más facilidad. El corazón se me antojó un tambor alegre y la sangre me empezó a fluir por las venas como una procesión de coches de una boda, tocando las bocinas a su paso por la ciudad. La fuerza y la flexibilidad volvió a mis músculos. Se me despejó la cabeza. Realmente, estaba volviendo a la vida después de la muerte. Fue una sensación gloriosa, gloriosa. Te diré una cosa: emborracharte con alcohol es vergonzoso, pero emborracharte con el agua es tan noble como eufórico. Me regodeé con la dicha y la plenitud durante varios minutos.
Entonces sentí un cierto vacío. Toqué el estómago. Era una cavidad dura y hueca. Un poco de comida me iría de maravilla. Un masala dosai con un poco de chutney de coco… ¡Mmmmm! Todavía mejor: oothappam. ¡HMM-MMM! ¡Santo cielo! Llevé las manos a la boca. Sólo de pensarlo, sentí una punzada detrás de la mandíbula y la boca se me inundó de saliva. Me temblaba la mano derecha. Se estiró y, en mi imaginación, estuvo a punto de tocar las deliciosas bolas aplanadas de arroz medio hervido. Hundió los dedos en la masa hirviendo… Formó una bola con la salsa… Se acercó a la boca… Mastiqué… ¡Ay, qué dolor tan exquisito!
Me puse a buscar comida en la taquilla. Encontré siete cajas de Raciones de Supervivencia Estándar Seven Oceans de la lejana y exótica ciudad de Bergen, Noruega. El desayuno que tenía que compensar nueve comidas, y eso sin contar los tentempiés que solía darme mi madre, venía en un bloque denso y sólido de medio kilo, envasado al vacío en un plástico plateado que estaba cubierto de instrucciones en doce idiomas. En inglés decía que la ración consistía en dieciocho galletas enriquecidas con trigo, ¡grasa animal!, y glucosa, y que no debía de consumirse más de seis en un período de veinticuatro horas. Era una lástima que contuvieran grasa animal, pero bajo las circunstancias excepcionales, la parte vegetariana de mí tendría que aguantarse.
En la parte superior aparecían las palabras: «Tire aquí», con una flecha negra que señalaba hacia el borde del plástico. Lo abrí fácilmente. Cayeron nueve galletas envueltas en papel de cera. Desenvolví una de ellas y se rompió en dos entre mis dedos. Dos galletas cuadradas, amarillentas, y aromáticas. Mordí una. Dios, ¿quién lo hubiera dicho? Nunca me lo hubiera imaginado. Era un secreto que me habían ocultado: ¡la cocina noruega era la mejor del mundo! Las galletas estaban buenísimas. Eran sabrosas, pero delicadas al paladar, ni demasiado dulces ni demasiado saladas. Se rompían entre los dientes con un crujido encantador. Mezcladas con saliva, formaban una pasta granular que hacía las delicias de la lengua y la boca. Y cuando tragaba, el estómago sólo alcanzaba a decir una palabra: «¡Aleluya!».
Me pulí el paquete entero en pocos minutos, los papeles de cera volando por los aires. Contemplé la idea de abrir otro paquete cuando se acabó el primero, pero me lo pensé mejor. Un poco de compostura no me iba a hacer ningún daño. Además, con el medio kilo de ración que tenía en la panza, estaba bastante lleno.
Decidí que debía mirar exactamente qué había en el baúl de tesoros que tenía a mis pies. La taquilla era grande, más que la tapa. El espacio interior se extendía hasta el casco y ocupaba parte de los bancos laterales. Metí los pies dentro de la taquilla y me senté en el borde con la espalda apoyada en la roda. Conté las cajas de galletas Seven Oceans. Acababa de comerme una y todavía quedaban treinta y una. Según las instrucciones, cada caja de 500 gramos alimentaría un superviviente durante tres días. Eso quería decir que tenía comida para… 31 x 3… ¡noventa y tres días! Las instrucciones también aconsejaban que los supervivientes no ingirieran más de medio litro de agua al día. Conté las latas. Había ciento veinticuatro. Así que tenía líquido para ciento veinticuatro días. Nunca me había alegrado tanto de un cálculo tan sencillo.
¿Qué más tenía? Hundí la mano en la taquilla y saqué un objeto magnífico detrás de otro. Cada uno, fuera el que fuera, me alivió. Tan acuciante era mi necesidad de compañía y consuelo que la atención requerida para elaborar cada uno de estos productos fabricados en serie se me antojó una atención especial exclusiva para mí. Mascullé repetidas veces:
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!