Rompió el alba. Hacía un día húmedo y nublado, soplaba un viento cálido y el cielo era una masa espesa de nubes oscuras que parecían sábanas de algodón sucias y fruncidas. El mar no había cambiado. El bote seguía subiendo y bajando entre las olas de forma regular.
La cebra estaba viva. No me lo pude creer. A pesar del boquete de más de medio metro que tenía en el flanco, una fístula como un volcán que acababa de entrar en erupción, y a pesar de tener los órganos medio comidos, arrojados por el suelo y brillantes bajo la luz o deslustrados y secos, sus partes estrictamente esenciales continuaban bombeando con vida, por muy poca que le quedara. El movimiento de la cebra se había reducido a un temblor en la pata trasera y algún que otro parpadeo. Me horroricé. Jamás me hubiera imaginado que un ser vivo fuera capaz de sufrir tantas heridas y seguir con vida.
La hiena estaba nerviosa. No tenía aspecto de querer dormir a pesar de la luz del día. Tal vez se debiera al hecho de que había comido tanto. Tenía el estómago desmedidamente dilatado. Zumo de Naranja estaba de un humor peligroso. No paraba de moverse y estaba enseñando los dientes.
Me quedé donde estaba, acurrucado cerca de la proa. Tenía el cuerpo y el alma debilitados. Temía caerme al agua si intentaba subirme al remo.
Al mediodía, la cebra ya estaba muerta. Tenía la mirada vidriosa y los ataques esporádicos de la hiena le resultaban totalmente indiferentes.
Por la tarde estalló la violencia. La tensión había llegado a un nivel insoportable. La hiena estaba ladrando. Zumo de Naranja estaba gruñendo y chasqueando los labios. De pronto, las quejas de los dos animales se fusionaron y subieron a todo volumen. La hiena saltó por encima de los restos de la cebra y se dirigió hacia Zumo de Naranja.
Creo que he descrito con toda claridad la amenaza que supone una hiena. Por lo menos, era algo que tenía tan presente que en mi mente había dado por perdida la vida de Zumo de Naranja, incluso antes de que pudiera defenderla. La subestimé. Subestimé su coraje.
Le dio una bofetada a la bestia en la cabeza. Me quedé pasmado. Se me derritió el corazón de amor, admiración y miedo. ¿He mencionado que había sido nuestra mascota, cruelmente abandonada por sus dueños indonesios? Su historia era idéntica a la de todos los animales domésticos poco apropiados y dice algo así: los dueños compran el animal cuando es pequeño y mono. Entretiene mucho a la familia. Entonces crece, tanto en tamaño como en apetito. Se muestra incapaz de ser educado. Cada vez se hace más fuerte y a su vez, más difícil de manejar. Un día la criada saca la sábana de su nido porque quiere lavarla, o el hijo le quita un trozo de comida de las manos en broma, u otra nimiedad por el estilo, y el animal le muestra los dientes. La familia se asusta. Al día siguiente, el animal se encuentra dando botes en el asiento de detrás del Jeep acompañado de sus hermanos humanos. Entran en una jungla. A todos los ocupantes del Jeep se les antoja un lugar extraño e imponente. Llegan a un claro. Lo exploran durante unos minutos. De repente, el Jeep se pone en marcha, se aleja levantando una polvareda y la mascota ve a todas las personas que ha conocido y amado mirándole por la ventanilla trasera. Pero la han dejado allí. El animal no consigue entenderlo. Está tan mal adaptado a la jungla como sus hermanos humanos. Espera a que vuelvan, tratando de disipar el pánico que lo invade. No vuelven. Se pone el sol. Rápidamente se deprime y renuncia a la vida. Muere de hambre y de exposición a las inclemencias de la jungla en los próximos días. O en las garras de algún perro.
Zumo de Naranja podría haber sido uno de estos animales domésticos abandonados. Por suerte, acabó en el zoológico de Pondicherry. Siempre fue dulce y sosegada. Tengo memorias de mi infancia de cuando me rodeaba con sus brazos interminables y me hacía un repaso al pelo con sus dedos larguísimos, más largos que mi mano entera. Era una hembra joven que quería practicar sus dotes maternales. Cuando maduró, adoptó su verdadera naturaleza salvaje. Yo la observé desde la distancia. Creí que la conocía tan bien que podía predecir cada uno de sus movimientos. Creí que conocía no sólo sus costumbres, sino sus límites. Esta muestra de ferocidad, de coraje montaraz, me hizo ver cuán equivocado estaba. En toda mi vida, sólo había llegado a conocer una parte de ella.
Le dio una bofetada a la bestia en la cabeza. Y vaya bofetada. La bestia se despatarró en el acto, y la cabeza le rebotó contra el banco al que se había acercado con tal estrépito que pensé que se habría roto la quijada, o el banco, o ambas cosas. La hiena se levantó al instante, erizándose de punta a punta, pero su hostilidad había perdido la cinética anterior. Se retiró. Yo me regocijé. La defensa conmovedora de Zumo de Naranja me llenó el corazón de orgullo.
Pero qué poco duró.
Un orangután hembra no puede vencer a una hiena manchada macho. Ésa es la verdad lisa, llana y empírica. Que tomen nota los zoólogos. Si Zumo de Naranja hubiera sido macho, si hubiera ocupado el mismo espacio en la vida real que en mi corazón, el resultado quizás hubiera sido diferente. Pero por muy corpulenta y sobrealimentada que estuviera de haber vivido en la comodidad de un zoológico, apenas pesaba cincuenta kilos. Los orangutanes hembras pesan la mitad que los machos. Aun así, no es sólo una cuestión de peso ni de fuerza bruta. Zumo de Naranja no estaba ni mucho menos indefensa. Pero a la hora de la verdad, lo que importa es la actitud y la práctica. ¿Qué sabe un frugívoro acerca de matar? ¿Cómo iba a saber ella dónde tenía que morder, y con qué fuerza, y durante cuánto rato? Un orangután quizá sea más alto, quizá tenga unos brazos largos y ágiles y unos caninos imponentes, pero si no sabe cómo convertirlos en armas, de bien poco le van a servir. La hiena, sólo con la quijada, reducirá al simio porque sabe qué quiere y cómo conseguirlo.
La hiena volvió. Saltó encima del banco y agarró a Zumo de Naranja de la muñeca antes de que pudiera reaccionar. Zumo de Naranja golpeó a la hiena en la cabeza con el otro brazo, pero esta vez la bestia se limitó a gruñir con rabia. Zumo de Naranja hizo ademán de morder a la hiena, pero ésta fue más rápida. Por desgracia, a la defensa de Zumo de Naranja le faltaba precisión y coherencia. Su miedo era algo inútil, un estorbo. La hiena le soltó la muñeca y se le lanzó al cuello con habilidad.
Me quedé mudo de dolor y horror, mirando cómo Zumo de Naranja seguía golpeando a la hiena y tirándole de los pelos, pero en balde. La hiena le estaba aplastando la garganta entre los dientes. Me recordó a nosotros hasta el final: sus ojos expresaron un miedo tan humano, igual que sus gimoteos esforzados. Trató de subirse a la lona. La hiena la sacudió con violencia. Zumo de Naranja se cayó al fondo del bote con la hiena a la zaga. Oí los ruidos pero ya no vi nada.
Yo iba a ser el siguiente. De eso no me cabía ninguna duda. Me levanté con dificultad. Apenas veía nada debido a las lágrimas que me anegaban los ojos. Ni siquiera estaba llorando por mi familia ni por la muerte inminente. Estaba tan entumecido que no pude ni planteármelo. Lloraba de agotamiento, porque necesitaba descansar como fuera.
Fui a cruzar la lona. Aunque estaba tensa de un lado, estaba hundida en medio y di tres o cuatro pasos penosos, procurando no caerme. Tuve que pasar por encima de la red y de la lona enrollada. Y por si fuera poco, el bote no paraba de moverse de un lado al otro. Sintiéndome como me sentía, se me antojó un esfuerzo sobrehumano. Cuando finalmente apoyé el pie encima del banco transversal en medio del bote, la dureza tuvo un efecto vigorizante sobre mí, como si acabara de pisar tierra firme. Planté los dos pies en el banco y disfruté de la nueva solidez. Estaba mareado, pero teniendo en cuenta que estaba a punto de enfrentarme al momento capital de mi vida, los mareos aumentaron la sensación de sublimidad atemorizada. Levanté las manos hasta la altura del pecho, las únicas armas que poseía para defenderme de la hiena. Me miró. Tenía la boca roja. Zumo de Naranja estaba tendida a su lado, apoyada en la cebra. Tenía los brazos extendidos y las piernitas dobladas e inclinadas hacia un lado. Parecía una especie de Cristo simiesco en la cruz. Menos la cabeza. Estaba decapitada. Todavía le manaba sangre del cuello. Fue algo horrible de ver y me aniquiló el espíritu. Antes de abalanzarme sobre la hiena, para serenarme antes de la lucha final, miré hacia abajo.
Entre mis pies, justo debajo del banco, contemplé la cabeza de Richard Parker. Era inmensa. Desde mis sentidos aturdidos, la vi del mismo tamaño que el planeta Júpiter. Las patas parecían tomos de la Enciclopedia Británica.
Volví a la proa y me desplomé.
Pasé la noche delirando. Estaba convencido de que me había quedado dormido y que me estaba despertando de un sueño en el que aparecía un tigre.