Capítulo 46

Las nubes que se congregaron justo donde tenían que aparecer los barcos, y el hecho de que se acabara de nuevo el día, se encargaron de enderezar mi sonrisa. No tiene sentido decir que ésta o aquélla noche fue la peor de mi vida. Tengo tantas noches malas para elegir que no he proclamado ninguna de ellas campeona. No obstante, la segunda que pasé en alta mar se me ha quedado grabada en la memoria como una noche de sufrimiento excepcional, que no tuvo nada que ver con la ansiedad congelada de la primera noche. Supongo que podría considerarse un sufrimiento más convencional, digamos, de tipo alterado, con lloros, tristeza y dolor espiritual. Las noches posteriores no se asemejaron porque aquella noche, todavía tenía la fortaleza necesaria para apreciar plenamente lo que estaba sintiendo. Y a esa noche espantosa le precedió un atardecer igual de espantoso.

Me di cuenta de la presencia de unos tiburones que estaban dando vueltas al bote salvavidas. El sol estaba corriendo las cortinas al día, resultando en una explosión plácida de naranja y rojo, una gran sinfonía cromática, un lienzo de color de proporciones sobrenaturales, una puesta de sol del Pacífico verdaderamente magnífica, de la que yo ni siquiera pude disfrutar. Los tiburones eran marrajos, predadores veloces, con el hocico puntiagudo y dientes largos y asesinos que les sobresalían de la boca. Medían entre dos y tres metros, y uno de ellos, todavía más. Los miré con inquietud. El más grande se acercó al bote a toda velocidad, como si pretendiera atacarlo. La aleta dorsal afloró varios centímetros del agua para hundirse de nuevo en ella justo antes de llegar al bote y deslizarse por debajo de él con una elegancia aterradora. Volvió, sin acercarse tanto esta vez, y luego desapareció. Los otros tiburones se quedaron más tiempo, yendo y viniendo a distintas profundidades, algunos al alcance de la mano justo debajo de la superficie del agua, otros a más distancia. También había otros peces, grandes y pequeños, brillantes y de formas variadas. Tal vez me hubiera detenido más en ellos si no fuera porque otra cosa me llamó la atención de forma más urgente: apareció la cabeza de Zumo de Naranja.

Se volvió y extendió el brazo sobre la lona con un movimiento que imitaba exactamente la forma en que nosotros descansaríamos el brazo en el respaldo del asiento de al lado en un gesto de relajación expansiva. Pero era evidente que su humor era otro. Con una expresión de tristeza y congoja intensa, miró a su alrededor, volviendo la cabeza lentamente de un lado al otro. De repente, la similitud de los simios con los humanos perdió toda su gracia. Cuando estaba en el zoológico, había dado a luz a dos hijos, dos varones fornidos de cinco y ocho años que eran su, y nuestro orgullo. Sin lugar a dudas, sus hijos eran los que tenía en mente cuando escrutó el agua, imitando involuntariamente lo que yo había estado haciendo desde hacía treinta y seis horas. Se percató de mi presencia pero ni se inmutó. Yo era otro animal más que lo había perdido todo y que estaba condenado a morir. Mi humor cayó en picado.

Entonces, con un solo gruñido de aviso, la hiena se desquició del todo. No había salido en todo el día de su escondite apretujado. Puso las patas encima de la cebra, se inclinó hacia delante y le hincó los dientes en la piel. Entonces tiró hacia atrás bruscamente. Un trozo de piel se levantó del estómago de la cebra con la misma facilidad que el envoltorio que se desprende de un regalo: una tira de corte limpio. La única diferencia es que ocurrió en silencio, como cuando se rasga la piel, y opuso más resistencia que el papel. De repente la herida empezó a manar sangre como un río. Entre ladridos, resoplidos y chillidos, la cebra resucitó para defenderse. Empujó con las patas delanteras, alzó la cabeza e intentó morder a la hiena, pero la bestia estaba fuera de su alcance. Sacudió la pata trasera intacta. Al menos entendí de dónde habían provenido los golpes de la noche anterior: la cebra había estado dando patadas con el casco contra el lado del bote. Al ver que a la cebra todavía le quedaba el instinto de conservación, la hiena empezó a gruñir y a dar mordiscos completamente fuera de sí. Le hizo un tajo en el flanco. Cuando ya no tenía suficiente con el daño que podía hacerle desde detrás, la hiena se subió a las ancas de la cebra y empezó a sacarle rollo tras rollo de intestinos y otras vísceras. No había ni orden ni concierto en lo que estaba haciendo. Mordió aquí, tragó allá, abrumado por las riquezas que tenía a sus pies. Tras comerse la mitad del hígado, trató de arrancarle la bolsa blanca e inflada del estómago. Sin embargo, pesaba mucho y, teniendo en cuenta que las ancas estaban a más altura que el estómago de la cebra y que estaban cubiertas de sangre resbaladiza, la hiena empezó a deslizarse hacia el interior de su víctima. Hundió la cabeza y los hombros entre las tripas de la cebra hasta las rodillas de sus patas delanteras. Intentó empujarse hacia arriba para luego resbalar de nuevo hacia abajo. Finalmente decidió permanecer en esa posición, medio dentro, medio fuera. Se la estaba comiendo viva desde el interior.

Las protestas de la cebra menguaron. Le empezó a salir sangre por las narinas. Alzó la cabeza un par de veces, como si apelara a los cielos, dejando perfectamente plasmada la abominación del momento.

La reacción de Zumo de Naranja no fue precisamente de indiferencia. Se irguió cuan alta era encima del banco. Con esas patas cortitas y ese torso enorme, parecía una nevera sobre ruedas torcidas. Pero cuando alzó sus brazos gigantescos en el aire, ofrecía un cuadro imponente. La envergadura de sus brazos medía más que su altura. Tenía una mano colgada sobre el agua y la otra estaba extendida hacia el otro lado del bote, casi tocando el borde opuesto. Echó los labios hacia atrás, desvelando sus enormes caninos, y se puso a rugir. Fue un rugido profundo, poderoso y jadeante, algo insólito para un animal que suele guardar el mismo silencio que una jirafa. La hiena también se quedó parada ante semejante arrebato. Se encogió y dio unos pasos hacia atrás. Pero la reacción fue fugaz. Le echó una mirada intensa a Zumo de Naranja y seguidamente, vi cómo se le ponían de punta todos los pelos del cuello y la espalda y cómo levantaba la cola en el aire. Se subió a la espalda de la cebra moribunda y allí, con la sangre que le caía de la boca, repuso al clamor de Zumo de Naranja de la misma manera, con un rugido más agudo. Los dos animales estaban a apenas un metro de distancia, frente a frente y con las bocas abiertas. Todas sus energías estaban centradas en sus rugidos y estaban temblando del esfuerzo. Desde la proa, veía el fondo de la garganta de la hiena. La brisa del Pacífico, que hasta hacía un minuto me había traído el silbido y los susurros del mar, una melodía natural a la que hubiera calificado de relajante si las circunstancias hubieran sido más alegres, se inundó de este ruido atroz, como la furia de una batalla hasta la muerte, con los disparos estridentes de pistolas y cañones y las explosiones atronadoras de bombas. Los rugidos de la hiena llenaron la escala de los sonidos agudos de mis oídos y los rugidos de Zumo de Naranja llenaron la escala de los sonidos bajos. En medio, oía los chillidos de la cebra indefensa. Tenía los oídos tan henchidos que ya no me cabía nada; no hubiera podido retener ni un sonido más.

Empecé a temblar como una hoja. Estaba convencido de que la hiena iba a arremeter contra Zumo de Naranja.

Era inconcebible que pudieran empeorar las cosas, pero así fue. La cebra bufó, echando un chorro de sangre al agua. En cuestión de segundos, noté un golpe en un costado del bote, seguido de otro. El agua a nuestro alrededor estaba bullendo de tiburones. Estaban buscando el origen de la sangre, la comida que tenían tan cerca. Afloraron aletas y cabezas. Los golpes no cesaban. No temía que el bote diera una vuelta de campana: creí que iban a atravesar el casco metálico y que el bote se hundiría.

Con cada golpe, los animales se sobresaltaron asustados, pero nada iba a distraerlos de su tarea primordial: la de rugirse a voz viva en toda la cara. Estaba seguro de que iban a llegar a las manos. Sin embargo, pasados algunos minutos, callaron repentinamente. Zumo de Naranja se apartó resoplando y chasqueando los labios. La hiena bajó la cabeza y se batió en retirada a su escondite detrás del cuerpo masacrado de la cebra. Los tiburones, frustrados, dejaron de lanzarse contra el bote y finalmente marcharon. Por fin se hizo el silencio.

Un olor fétido y acre flotaba en el aire, una mezcla de herrumbre y excrementos. Había sangre por todos lados que se fue coagulando hasta formar una costra roja y espesa. De repente oí el zumbido de una mosca y me sonó a una alarma de demencia. No había aparecido ningún barco, nada, y estaba cayendo la noche. Cuando el sol desapareció al otro lado del horizonte, no sólo murió el día y aquella pobre cebra, sino que murió mi familia con ellos. Con esa segunda puesta de sol, mi incredulidad se transformó en dolor y aflicción. No te puedes imaginar lo que supone tener que admitirlo en tu corazón. Perder un hermano es perder alguien con quien puedes compartir la experiencia de hacerte mayor, el que va a brindarte una cuñada y sobrinos, nuevas criaturas que poblarán las ramas de tu árbol de vida y que le proporcionarán otras nuevas. Perder un padre es perder la orientación que siempre has buscado, el que te sostiene igual que un tronco sostiene sus ramas. Perder una madre, pues es como perder el sol que te ilumina. Es como perder… Lo siento, preferiría no seguir. Me tendí en la lona y pasé toda la noche llorando y acongojado con la cabeza entre los brazos. La hiena pasó buena parte de la noche comiendo.