Hacía frío. Era una observación ajena, como si a mí no me incumbiera. Amaneció. Ocurrió de forma rápida, si bien paulatina e imperceptible. Un rincón del cielo cambió de color. El aire empezó a llenarse de luz. El mar en calma se abrió ante mí como un gran libro. Sin embargo, seguía sintiendo la noche. De repente, se hizo de día.
El calor llegó cuando el sol se asomó por el horizonte como una enorme naranja eléctrica iluminada, pero no tuve que esperar mucho para percibirlo. Con los primeros rayos de sol me llegó la esperanza. A medida que los objetos a mi alrededor fueron tomando forma y llenándose de color, la esperanza creció en mí hasta que me invadió el corazón como una canción. ¡Oh, cómo gocé de aquella luz y de su calor! Todo no estaba perdido. Ya había pasado lo peor. Había sobrevivido a la noche. Hoy vendrían a rescatarme. Sólo de pensarlo, sólo de hilar aquellas palabras en la cabeza, fue en sí una fuente de esperanza. Y la esperanza se cebó en la esperanza. Cuando el horizonte se tornó en una línea nítida y recta, lo escruté ansioso e impaciente. Hacía un día claro y la visibilidad era perfecta. Me imaginé a Ravi saludándome y luego burlándose: «O sea que estás en un bote salvavidas y no se te ocurre nada mejor que llenarlo de animales, ¿no? Y ahora, ¿qué? ¿Te has convertido en Noé?». Mi padre estaría sin afeitar y despeinado. Mi madre miraría hacia los cielos y me estrecharía entre sus brazos. Repasé una docena de versiones de cómo iba a ser en el barco de rescate, variaciones sobre el tema de nuestro dulce reencuentro. Aquella mañana, la curva del horizonte iba hacia abajo, pero te aseguro que la de mis labios iba firmemente hacia arriba, esbozando una sonrisa.
Por muy extraño que parezca, no pensé en mirar qué estaban haciendo los animales hasta un buen rato después. La hiena había atacado a la cebra. Tenía la boca roja y estaba masticando un pedazo de pellejo. Los ojos se me fueron directamente a la herida, a la zona atacada. Di un grito ahogado.
Faltaba la pierna rota de la cebra. La hiena la había desgajado y arrastrado hasta la popa, justo detrás de la cebra. Encima del muñón en carne viva colgaba un trozo de piel. Todavía salía sangre de la herida. La víctima estaba sobrellevando su dolor con paciencia, sin protestar. Le rechinaban los dientes, pero ésa era la única señal visible de su aflicción. El horror, la repulsión y la rabia se apoderaron de mí. Sentí un odio intenso hacia la hiena. Pensé en alguna forma de matarla. Pero no hice nada. Mi indignación duró más bien poco. Tengo que ser sincero. La verdad es me quedaba muy poca compasión para la cebra. Cuando tu propia vida corre peligro, los lazos de empatía se aflojan debido a las ansias terribles y egoístas de sobrevivir. Me entristeció ver que sufría tanto, y siendo un animal tan grande y fornido, el suplicio no estaba ni mucho menos finalizado, pero no pude hacer nada para aliviarla. Sentí lástima y pasé a otra cosa. No me siento orgulloso de lo que hice. Lamento haber actuado con tan poca sensibilidad. No me he olvidado de esa cebra ni de lo que padeció. No hay oración en la que no piense en ella.
No había ni rastro de Zumo de Naranja. Volví los ojos hacia el horizonte.
Aquella tarde, se levantó el viento y me di cuenta de que el bote, aunque pesara tanto, flotaba justo en la superficie del agua, seguramente porque el peso que llevaba estaba por debajo del límite de su capacidad. Teníamos francobordo de sobra, es decir, había mucha distancia entre el agua y la regala. Iba a hacer falta un mar de muy mal talante para hundirnos. Pero también quería decir que el extremo del bote que fuera contra el viento tendería a ladearse, eso haría que se girara, y por lo tanto, las olas siempre nos vendrían de lado. Las olas pequeñas golpeaban contra el casco como puñetazos incesantes. Las más grandes provocaban un balanceo cansino que nos tiraba de un lado al otro. Este movimiento constante me estaba revolviendo el estómago.
Quizá me sintiera mejor si cambiaba de posición. Me deslicé por el remo y me senté en la proa. Ahora estaba de cara a las olas, con el resto del barco a mi izquierda. Estaba más cerca de la hiena, pero no hizo ademán de levantarse.
Fue mientras estaba respirando hondo y concentrándome en hacer desaparecer las náuseas cuando vi a Zumo de Naranja. Me había imaginado que estaría completamente escondida, cerca de la proa, debajo de la lona, cuanto más lejos de la hiena, mejor. Pero no fue así. Estaba en el banco lateral, justo al lado de la pista de atletismo de la hiena. El bulto de la lona enrollada me había impedido verla hasta que levantó la cabeza un par de centímetros.
La curiosidad pudo más que yo. Tenía que verla mejor. A pesar del balanceo del bote, me puse de rodillas. La hiena me miró, pero no se movió. Entonces miré a Zumo de Naranja. Estaba casi doblada, con las manos en la regala y la cabeza colgada entre los brazos. Tenía la boca abierta y la lengua fuera. Estaba jadeando. A pesar de la tragedia en la que estaba inmerso, me eché a reír. El porte de Zumo de Naranja en aquel instante anunciaba una sola palabra: mareo. Me vino a la cabeza una nueva especie: el exótico orangután de mar de color verde. Volví a sentarme. ¡Pobrecita! ¡Parecía tan humanamente mareada! Resulta muy gracioso ver características humanas en los animales, sobre todo en los monos, en los que son más evidentes. Los simios son el espejo más claro que tenemos en el reino animal. Por eso tienen tanto éxito en los zoológicos. Solté otra carcajada. Me llevé las manos al pecho, sorprendido por este nuevo sentimiento. ¡Cielo santo! Era como si un volcán de alegría estuviera entrando en erupción en mi interior. Es más, Zumo de Naranja no sólo consiguió animarme, sino que había asumido las náuseas de los dos. Yo me sentía de maravilla.
Volví a escrutar el horizonte, lleno de ilusión.
Aparte de estar mareada, hubo otra cosa que me llamó la atención de Zumo de Naranja: estaba ilesa. Y estaba de espaldas a la hiena, como si no le preocupara en absoluto. El ecosistema en el bote me tenía perplejo. Dado que no existe ninguna condición natural en la que una hiena y un orangután puedan coincidir, dada la falta de hienas en Borneo y la falta de orangutanes en África, no había forma de saber cómo se llevarían. Pero personalmente, se me hubiera antojado muy poco probable, por no decir imposible, que cuando un frugívoro que vive en los árboles se juntara con un carnívoro que ronda la sabana, cada uno se hiciera un huequito de forma tan radical sin prestar atención al otro. Para una hiena, un orangután tenía que oler a presa, por muy extraña que fuera: una presa que recordaría el resto de su vida por las espléndidas bolas de pelo que produciría, y porque a pesar de todo, estaría bastante más suculento que un tubo de escape. Sin lugar a dudas, era un plato a tener en cuenta la próxima vez que se encontrara cerca de un árbol. Y para un orangután, una hiena tenía que oler a predador, una buena razón para estar al tanto la próxima vez que se le cayera un trozo de durión al suelo. Pero la naturaleza está repleta de sorpresas. Tal vez no fuera así. Si las cabras vivían felizmente con los rinocerontes, ¿por qué no iba a vivir un orangután con una hiena? Sería todo un éxito en el zoológico. Tendríamos que colgar otro cartel. Ya me lo imaginaba: «Estimado visitante: ¡No tema por los orangutanes! Si están subidos a los árboles, es porque viven en ellos, no porque les tengan miedo a las hienas. Vuelva a la hora de comer o al atardecer cuando tienen sed y los verá descender de los árboles y moverse por el recinto con toda tranquilidad». Mi padre hubiera estado fascinado.
Por la tarde, vi el primer espécimen que iba a convertirse en un amigo fiable y muy querido. Oí que algo estaba golpeando y rozando contra el casco del bote. Unos segundos después apareció una tortuga marina, sacando el caparazón, las aletas que giraban perezosamente y la cabeza del agua. Estaba tan cerca que si me hubiera inclinado hacia adelante, la hubiese podido coger con las manos. Era llamativa, de forma poco atractiva. Tenía el caparazón rugoso, de color marrón amarillento; medía casi un metro; estaba cubierta de algas, y tenía una cara de color verde oscuro, con un pico puntiagudo sin labios, dos narinas contundentes y dos ojitos negros que me miraban de hito en hito. Tenía un semblante altivo y severo, igual que un anciano malhumorado que tiene motivos de queja. Pero lo más curioso del reptil era su mera presencia. Fue tan extraño verlo allí, flotando en el agua, con ese cuerpo extraño en comparación con la forma estilizada y resbaladiza de los peces. No obstante, estaba claramente en su elemento y yo era el que estaba fuera de lugar. Permaneció al lado del bote durante varios minutos.
Finalmente le dije:
—Ve a decirle a un barco que estoy aquí. Corre. Corre.
Dio la vuelta y se zambulló en el agua, con las aletas traseras turnándose para dar patadas y empujar el agua hacia atrás.