Llegó flotando sobre un islote de plátanos rodeada por una aureola de luz, preciosa como la Virgen María. Tenía el sol naciente detrás. Su cabellera encendida me deslumbró.
Grité:
—¡Oh, Madre de Dios bendita, diosa de la fertilidad de Pondicherry, fuente de leche y de amor, maravilloso brazo de consuelo, terror de las garrapatas, reconfortadora de los que lloran!, ¿tú también eres testigo de esta tragedia? No es justo que la ternura tenga que darse la mano con el horror. Mejor te hubieras muerto en el acto. ¡Qué amarga alegría me da verte! Me traes felicidad y dolor a partes iguales. Felicidad porque estás aquí conmigo y dolor porque nuestro encuentro será breve. ¿Qué sabes tú del mar? Nada. Sin un conductor, este navío está perdido. Se nos ha acabado la vida. Sube con nosotros si tu destino es la muerte. Creo que será nuestra próxima parada. Nos sentaremos juntos. Si quieres, te concederé el asiento junto a la ventanilla. Pero la vista es triste. Bueno, ya basta de fingir. Permíteme que te lo diga sin rodeos: te quiero, te quiero, te quiero. Te quiero, te quiero, te quiero. Pero las arañas no, te lo ruego.
Era Zumo de Naranja, llamada así por su tendencia a babear, nuestra orangután de Borneo premiado, estrella del zoológico y madre de dos estupendos hijos, acompañada de una masa de arañas negras que la estaban cercando como si fueran adoradores malévolos. Los plátanos sobre los que iba sentada estaban dentro de la red de nylon con la que los habían descargado al barco. En cuanto se levantó y se subió al bote, la balsa de plátanos cabeceó y se dio la vuelta. La red se aflojó. Casi sin pensármelo, y sólo porque estaba a mi alcance y a punto de hundirse, cogí la red y la arrastré hasta el bote salvavidas, un gesto fortuito que resultó ser mi salvación por muchos motivos. La red iba a convertirse en uno de mis bienes más preciados.
Los plátanos se dispersaron. Las arañas negras intentaron salvarse como pudieron, pero su situación era desesperada. La isla se desmoronó bajo sus patitas. Todas murieron ahogadas. Por unos momentos, el bote estuvo navegando en un mar de fruta.
Había recogido lo que creía ser una red inútil, pero ¿en algún momento se me ocurrió cosechar este maná de plátanos? Pues no. Ni uno. Yo me acabé comiendo el coco y los plátanos los devoró el mar. Más adelante, este derroche descomunal me iba a pesar en el alma. Cada vez que me acordaba de mi estupidez, estuve a punto de tener convulsiones de consternación.
Zumo de Naranja estaba aturdida. Se movía de forma lenta y vacilante y sus ojos reflejaban una profunda confusión mental. Estaba en estado de shock. Permaneció tumbada en la lona durante varios minutos, en silencio y sin moverse, antes de dar la vuelta y caerse al bote de cabeza. Oí el alarido de una hiena.