Richard Parker no saltó al agua detrás de mí. El remo con el que había intentado alejarlo flotó. Me agarré a él y al mismo tiempo, extendí la mano para coger el aro salvavidas, ahora que lo había desocupado el inquilino anterior. Me dio pavor entrar en esa agua negra, fría y enfurecida. Fue como estar al fondo de un pozo que se está desmoronando. Las olas me estaban azotando y me empujaban hacia abajo. Me escocían los ojos. Apenas podía respirar. Si no fuera por el salvavidas, no hubiera resistido ni un minuto.
A cinco metros, apareció un triángulo que surcaba el agua. Era la aleta de un tiburón. Me produjo un escalofrío helado y líquido que me recorrió la espalda. Nadé cuan rápido pude hasta el otro extremo del bote salvavidas, el extremo que seguía cubierto de la lona. Me aupé con los brazos al salvavidas. No veía a Richard Parker por ningún lado. No estaba encima de la lona ni en ninguno de los bancos. Tenía que estar en el fondo del bote. Volví a auparme. Lo único que distinguí fue la cabeza de la cebra retorciéndose en el otro extremo del bote. Volví a sumergirme en el agua y en ese instante, me pasó rozando otra aleta de tiburón.
La lona era de color naranja chillón y estaba sujeta con un cabo de nylon resistente que entraba y salía de las arandelas metálicas de la lona y los ganchos en el costado del bote. Dio la casualidad de que yo estaba cerca de la proa. La lona no estaba tan firmemente sujeta en la parte de la roda que en el resto del bote, ya que tenía una proa muy corta, lo que denominaríamos una nariz chata si nos refiriéramos a un rostro. La lona estaba un poco floja dado que la cuerda pasaba del gancho que había a un lado de la roda directamente al que había al otro lado. Este pequeño detalle me salvó la vida. Levanté el remo y metí el mango hasta donde pude por debajo de la lona. El bote ahora tenía un bauprés, si bien torcido, que se sobresalía por encima de las olas. Me agarré al remo y levanté las piernas para enroscarlas alrededor del mango. La punta del mango se trabó en la lona. Afortunadamente, no se rompió ni el cabo, ni el remo, ni la lona. Y yo estaba fuera del agua, aunque la tuviera a un metro escaso de la espalda y me alcanzaran las crestas de las olas grandes.
Me encontraba solo y huérfano en medio del océano Pacífico, colgado de un remo, con un tigre de Bengala adulto al otro lado de una lona, un tropel de tiburones a mis espaldas y una tempestad a mi alrededor. Si hubiera contemplado mis perspectivas a la luz de la razón, estoy convencido de que me hubiera soltado del remo, que me hubiera rendido con la esperanza de morir ahogado antes de que me devoraran los tiburones. Pero la verdad es que no recuerdo haber tenido ningún pensamiento durante aquellos primeros minutos de seguridad relativa. Ni siquiera me di cuenta de que había amanecido. Me limité a agarrarme al remo, a no caerme, quién sabe por qué.
Después de un rato, hice buen uso del salvavidas. Lo saqué del agua y lo pasé por encima del remo. Lo deslicé por el mango del remo y conseguí introducir parte de mi cuerpo por el aro. Ahora sólo tenía que sujetarme con las piernas. Si Richard Parker decidía salir a cubierta, no podría dejarme caer al agua con tanta facilidad, pero en fin, sólo podía afrontar los terrores uno por uno, y opté por el Pacífico antes que el tigre.