Capítulo 39

Caí unos doce metros encima de la lona medio desenrollada que cubría un bote salvavidas, dando un salto digno de una cama elástica. Resulté ileso de milagro. Perdí el chaleco salvavidas, con excepción del silbato, que me quedó en la mano. Alguien había bajado el bote salvavidas, pero seguía suspendido de los pescantes a unos seis metros del agua. Estaba completamente inclinado y parecía un columpio empujado por la tormenta. Levanté la vista hacia los tripulantes. Dos de ellos me estaban mirando, gesticulando como posesos y gritando. No alcancé a entender qué querían. Creí que iban a saltar también. Sin embargo, se volvieron con el rostro desencajado y de pronto apareció una bestia que saltó por la borda con la misma elegancia que un caballo de carreras. El animal no corrió la misma suerte que yo. Era una cebra de Grant macho de más de doscientos cincuenta kilos de peso. Cayó con un estruendo encima del último banco y lo partió, sacudiendo el bote de punta a punta. Oí un bramido. Hubiera esperado el rebuzno de un asno, el relincho de un caballo, pero no fue nada que se les pareciera. Sólo podría calificarse de un arranque de ladridos, algo así como un «kuaja-ja, kua-ja-ja, kua-ja-ja» lanzado en el tono más agudo de sufrimiento imaginable. La cebra estaba de pie, temblando y con la boca abierta, descubriendo sus dientes amarillentos y sus encías de color carmesí. El bote se soltó y cayó al agua, que bullía embravecida.