Capítulo 38

Nunca conseguiré entenderlo. Durante días, el carguero había surcado las aguas con optimismo, indiferente a lo que le rodeaba. Brilló el sol, cayó la lluvia, sopló el viento, fluyeron las corrientes, el mar construyó sus montañas y cavó sus valles sin que el Tsimtsum se alterara ni en lo más mínimo. Se movía con la misma seguridad lenta e inmensa que un continente.

Había comprado un mapamundi para la travesía. Lo colgué en una tabla de corcho que había en nuestro camarote. Cada mañana, pedí nuestra posición en el puente de mando y la marcaba en el mapa con alfileres con la cabeza de color naranja. Zarpamos de Madrás, cruzamos el golfo de Bengala, pasamos por el estrecho de Malaca, dimos la vuelta a Singapur y subimos hasta Manila. Disfruté de cada instante. Me hacía mucha ilusión estar en el buque y con los animales anduvimos más que ocupados. Cada noche nos desplomamos de fatiga en la cama. Pasamos dos días en Manila, donde compramos comida fresca para los animales, recibimos más cargamento y, según nos informaron, iban a hacer una revisión rutinaria de los motores. La verdad es que sólo me interesé por las dos primeras tareas. La comida fresca incluía una tonelada de plátanos y una nueva adición: un chimpancé del Congo hembra que formaba parte de los tejemanejes de mi padre. Una tonelada de plátanos suele albergar entre un kilo y medio y dos kilos de arañas grandes y negras. Un chimpancé es como un gorila más pequeño y más flaco, pero siempre parece estar de mal humor y carece de la dulzura melancólica de su primo mayor. Un chimpancé se estremece y hace una mueca cuando toca una araña, igual que haríamos nosotros. Seguidamente, pasa a aplastarla con saña bajo los nudillos, cosa que nosotros no haríamos. Personalmente, una tonelada de plátanos y un chimpancé me resultaban mucho más interesantes que un artilugio mecánico ruidoso y mugriento en las entrañas oscuras de un buque. Ravi se pasó los días allí, observando cómo trabajaban los mecánicos. Había un problema con los motores, dijo. ¿Cometieron un fallo cuando los estaban reparando? No lo sé. No creo que nadie llegue a saberlo. La respuesta es un misterio que yace a miles de metros bajo el agua.

Zarpamos de Manila y nos adentramos en el Océano Pacífico. El cuarto día, a mitad de camino a la isla Midway, nos hundimos. El buque se desvaneció en un agujerito de chincheta en mi mapa. Una montaña se desplomó ante mis ojos y desapareció de debajo de mis pies. A mi alrededor sólo quedó el vómito de un carguero dispéptico. Tuve náuseas. Me paralicé. Sentí un enorme vacío en mi interior que se llenó de silencio. Días después, todavía me dolía el pecho del miedo y la aflicción.

Creo que hubo una explosión, pero no estoy del todo seguro. Ocurrió mientras dormía. Sólo sé que algo me despertó. El buque no era precisamente un crucero de lujo. Se trataba de un carguero roñoso y trabajador que no estaba diseñado para pasajeros que pagasen, ni para su confort. El estrépito era variado pero constante. Y justamente fue gracias a la uniformidad del nivel sonoro que dormimos como lirones. Era una forma de silencio que nada podía perturbar, ni los ronquidos de Ravi ni las conversaciones que yo mantenía mientras dormía. Así que la explosión, si es que hubo una explosión, no fue un ruido nuevo, sino un ruido irregular. Me desperté sobresaltado, como si Ravi hubiera reventado un globo en mis oídos. Miré el reloj. Eran las cuatro y media pasadas. Me asomé por encima de la litera y miré la cama de abajo. Ravi seguía durmiendo.

Me vestí y bajé. Suelo tener el sueño pesado. No suelo levantarme de la cama en medio de la noche. No sé por qué lo hice aquella madrugada. Hubiera sido más típico de Ravi. Le gustaba la palabra «reclamar». Él hubiera dicho: «la aventura nos reclama», y se hubiera ido a investigar el buque. El nivel sonoro ya había vuelto a la normalidad, pero el timbre era distinto, un poco más sordo quizá.

Sacudí a Ravi. Le dije:

—¡Ravi! He oído algo raro. Vamos a investigar.

Me miró somnoliento y me hizo que no con la cabeza. Dio la vuelta y se subió la sábana hasta la mejilla. ¡Jo, Ravi!

Abrí la puerta del camarote.

Recuerdo que bajé por el pasillo. Era igual de día que de noche, pero percibí la noche en mi interior. Me detuve ante la puerta de mis padres y me pregunté si debía llamar. Me acuerdo que miré otra vez el reloj y deseché la idea. A mi padre le gustaban sus horas de sueño. Así que decidí que subiría a la cubierta principal a ver el amanecer. Con un poco de suerte, vería una estrella fugaz. Estaba pensando justamente en eso, en las estrellas fugaces, mientras subía las escaleras. Nuestros camarotes estaban a dos niveles por debajo de la cubierta. Ya me había olvidado completamente del ruido extraño.

Nada más abrir la puerta pesada que daba a la cubierta principal me di cuenta del tiempo que hacía. No sé si podría considerarse una tormenta. Llovía, pero tampoco tanto. No era una lluvia de aquellas torrenciales como las que caen durante los monzones. Hacía viento. Supongo que algunas de las ráfagas hubieran vuelto un paraguas del revés, pero conseguí salir a cubierta sin problemas. Y el mar, pues la verdad es que se me antojaba revuelto, pero a ojos de un ser terrestre, el mar siempre parece imponente y prohibido, bello y peligroso. La espuma blanca de las olas estaba intentando encaramarse a la cubierta, pero viendo que el viento se lo impedía, tuvo que conformarse con azotar el costado del buque. Tampoco me alarmé. No era la primera tormenta que habíamos atravesado y las anteriores no habían hundido el carguero. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de una estructura inmensa y estable, una verdadera proeza de la ingeniería. Está diseñado para mantenerse a flote incluso en las condiciones más adversas. Un pequeño temporal como éste no iba a hundir un barco, ¿verdad? Si con sólo cerrar la puerta, desaparecería. Avancé un poco, me agarré a la baranda y me enfrenté a los elementos. Esto sí que era aventura.

—¡Canadá, allá voy! —grité.

Estaba empapado y congelado. Me sentí muy valiente. Todavía era oscuro pero había suficiente luz para distinguir las cosas. Y lo que vi fue un pandemonio alumbrado. La naturaleza sabe poner en escena los espectáculos más impresionantes. El escenario es infinito, los rayos son dramáticos, los extras son innumerables y el presupuesto para los efectos especiales es ilimitado. Lo que estaba presenciando era una exhibición de agua y viento, un terremoto de los sentidos que ni Hollywood sabría representar. Pero el terremoto sólo me llegaba a los pies. El suelo que pisaba era firme. Era un mero espectador cómodamente arrellanado en mi butaca.

Empecé a preocuparme cuando miré un bote salvavidas que había en la ciudadela. El bote no estaba recto, sino que estaba inclinado con relación a los pescantes. Me volví y me miré las manos. Tenía los nudillos blancos. No obstante, si me estaba agarrando con tanta fuerza a la baranda no era por el viento; es que si me soltaba, iba a darme de narices contra la cubierta porque estaba escorando a babor, es decir, hacia el otro lado del buque. No era una escora muy grave, pero me sorprendí. Cuando miré por la borda, ya no había una caída abrupta. Sólo se veía el costado negro e inmenso del carguero.

Me estremecí. Decidí que lo que estaba presenciando era, efectivamente, una tormenta y que tenía que ponerme a cubierto. Así que me solté, fui corriendo hasta la pared, avancé hasta la puerta y la abrí.

Una vez dentro, oí más ruidos. Una especie de profundos crujidos guturales. Tropecé y me caí, sin hacerme daño. Me levanté y, agarrándome a la barandilla, bajé las escaleras de cuatro en cuatro. Cuando llegué al primer nivel, sólo vi agua. Mucha agua, tanta que ni siquiera podía avanzar. El agua venía de abajo, a borbotones, como una multitud desenfrenada: embravecida, espumosa y bullendo. Las escaleras estaban anegadas en la oscuridad. Apenas podía creer lo que estaba viendo. ¿Aquella agua qué hacía allí? ¿Y de dónde había salido? Me quedé clavado en el sitio, asustado, estupefacto, sin saber cómo debía proceder. Allá abajo estaba mi familia.

Subí corriendo las escaleras. Salí a cubierta. El tiempo ya no me parecía tan entretenido. Tenía mucho miedo. Era evidente: el buque estaba escorando de forma alarmante. De hecho, estaba escorando a todas bandas. Había una inclinación considerable que iba de proa a popa. Volví a mirar por la borda. El agua estaba a bastante menos que veinticinco metros. El carguero se estaba hundiendo. La idea no me cabía en la cabeza. Era tan impensable como si la luna se prendiera fuego.

¿Dónde se habían metido los oficiales y los tripulantes? ¿Qué estaban haciendo? Me volví hacia la proa y discerní unos hombres corriendo en la oscuridad. Creí ver unos animales también pero descarté la idea: tenía que ser obra de la lluvia y las sombras. Si hacía buen tiempo, les abríamos las escotillas de las cubiertas, pero nunca salían de sus jaulas. Y no era para menos: estábamos tratando con animales salvajes, y no con ganadería. Creo que oí unos gritos que venían desde arriba, del puente de mando.

Luego vino una sacudida violenta y seguidamente el ruido, ese eructo gigantesco y metálico. ¿Qué debió de ser? ¿Fue el grito colectivo de los humanos y animales que protestaban contra su muerte inminente? ¿Fue el mismo buque despidiéndose antes de pasar a mejor vida? Me caí. Me levanté. Volví a mirar por la borda. El mar seguía creciendo, implacable. Las olas estaban cada vez más cerca. Nos estábamos hundiendo, y muy rápidamente.

Oí los gritos inconfundibles de los monos. Algo estaba sacudiendo la cubierta. De repente, un gaur, una especie de buey salvaje indio, emergió de la lluvia y pasó por mi lado con gran estruendo. El pobre animal estaba aterrado, fuera de sí, enloquecido. Me lo quedé mirando apabullado y patitieso. ¿Quién diablos lo había soltado?

Corrí hacia las escaleras que subían al puente de mando. Allí encontraría a los oficiales, los únicos en todo el buque que hablaban inglés, los dueños de nuestro destino, los que sabrían reparar este daño. Ellos sabrían aclarármelo todo. Ellos salvarían a mi familia, y a mí. Subí al puente central. No había nadie en el lado de estribor así que me acerqué al lado de babor. Allí había tres hombres, miembros de la tripulación. Me caí. Me levanté. Estaban mirando por la borda. Grité. Se volvieron. Me miraron antes de intercambiarse miradas y algunas palabras. Vinieron hacia mí rápidamente. Lleno de gratitud y alivio, les dije:

—Gracias a Dios que los he encontrado. ¿Qué está ocurriendo? Tengo mucho miedo. El fondo del buque está lleno de agua. Estoy muy preocupado por mi familia. No puedo bajar hasta el nivel de los camarotes. ¿Es normal? ¿Creen, quizá, que…?

Uno de los hombres me hizo callar de golpe, tendiéndome un chaleco salvavidas y gritándome en chino. Me fijé en el silbato de color naranja que colgaba del chaleco. Los hombres me miraron y empezaron a asentir enérgicamente con la cabeza. Cuando me cogieron y me levantaron con sus brazos fuertes, no me extrañé. Creí que pretendían ayudarme. Les tenía tanta confianza que les agradecí que me llevaran a cuestas. Pero cuando me tiraron por la borda, reconozco que empecé a tener mis dudas.