Las ciudades de la India son grandes y memorablemente alborotadas, pero cuando sales de ellas, atraviesas grandes extensiones de paisaje en las que apenas ves un alma. Me acuerdo que me pregunté dónde se habían metido novecientos cincuenta millones de indios.
Podría decirse lo mismo de su casa.
He llegado un poco antes de la hora. Acabo de poner el pie en el primer peldaño de cemento que lleva al porche de su casa cuando por la puerta sale escopeteado un adolescente. Lleva chándal y un equipo de béisbol, y tiene mucha prisa. Cuando me ve, se para en seco del susto. Se vuelve hacia la casa y grita:
—¡Papá! Ha llegado el escritor.
A mí me dice:
—Hola.
Y sale corriendo.
Su padre aparece en la puerta.
—Hola —dice.
—¿Tu hijo? —le pregunto, atónito.
—Sí.
Sólo el hecho de reconocerlo lo hace sonreír.
—Siento que no te lo haya podido presentar. Llega tarde a entrenar. Se llama Nikhil. Se hace llamar Nick.
Entro en el pasillo.
—No sabía que tuvieras un hijo —le digo.
Oigo unos ladridos. De repente se me acerca corriendo un chucho pequeño de color marrón y negro. Se pone a jadear, a olerme y a dar brincos contra mis piernas.
—Ni un perro —añado.
—No te hará nada. Tata, ¡baja de ahí!
Tata decide no hacerle caso. Entonces oigo:
—Hola.
Pero esta vez el saludo no es corto ni contundente como el de Nick, sino largo, nasal y ligeramente quejumbroso, un «Holaaaaaaaaa», como si el «aaaaaaaaa» quisiera cogerme suavemente del hombro o tirarme del pantalón.
Me giro. Apoyada en el sofá de la sala, mirándome con timidez, hay una niña morenita, vestida de rosa, y salta a la vista que se siente plenamente en casa. Lleva un gato de color naranja en brazos. Las patas delanteras del gato están completamente levantadas y encima de los brazos cruzados de la niña se le asoma la cabeza casi hundida. El resto del gato está colgando hasta el suelo. Al animal no parece inquietarle que lo sometan a semejante potro.
—Y ésta debe de ser tu hija.
—Sí. Se llama Usha. Usha, cariño, ¿estás segura de que a Moccasin le gusta que lo cojas así?
Usha suelta a Moccasin, que se desploma en el suelo, impertérrito.
—Hola, Usha —le digo.
Se acerca a su padre y me espía de detrás de sus piernas.
—¿Qué haces, cielo? —dice él—. ¿Por qué te escondes?
No contesta. Me mira con una sonrisa y luego se oculta la cara.
—¿Cuántos años tienes, Usha?
No contesta.
Entonces Piscine Molitor Patel, conocido por todos como Pi, se agacha y coge a su hija en brazos.
—Venga, que tú ya sabes responder a esa pregunta, ¿eh? Tienes cuatro años. Uno, dos, tres y cuatro.
Con cada número, le aprieta suavemente la nariz con el dedo índice. A ella le hace muchísima gracia. Se ríe y hunde la cabeza en el cuello de su padre.
Esta historia tiene final feliz.