Capítulo 35

Zarpamos de Madrás el 21 de junio de 1977 en el Tsimtsum, un carguero japonés registrado en Panamá. Los oficiales eran japoneses y los tripulantes, taiwaneses. Era un buque grande y espectacular. El día que partimos de Pondicherry me despedí de Mamaji, del señor y el señor Kumar, de todos mis amigos e incluso de muchos desconocidos. Mi madre llevaba su mejor sari y su habitual trenza larga, ingeniosamente recogida detrás de la cabeza y adornada con una guirnalda de flores de jazmín frescas. Estaba bellísima. Y triste. Porque se iba de la India, la India del calor y de los monzones, de los arrozales y del río Cauvery, de las costas y los templos de piedra, de los carros tirados por bueyes y los camiones coloridos, de los amigos y comerciantes conocidos, de las calles Nehru y Goubert Salai, de esto y de lo otro: de la India que le era tan familiar y que tanto adoraba. Sin embargo, sus hombres (pues aunque sólo tuviera dieciséis años ya me consideraba uno de ellos) tenían prisa por ponerse en marcha, y mientras que ellos ya habían adoptado Winnipeg como algo propio, mi madre vaciló.

El día antes de partir señaló un wallah de tabaco y preguntó con seriedad:

—¿No deberíamos llevarnos algún paquete?

—En el Canadá también tienen tabaco. ¿Y por qué quieres comprar cigarrillos si no fumamos? —repuso mi padre.

Claro que había tabaco en Canadá, pero ¿eran cigarrillos Gold Flake?, ¿íbamos a encontrar helado Arun? ¿Y bicicletas Heroe? ¿Y televisores Onida? ¿Y coches Ambassador? ¿Y librerías Higginbothams? Me imagino que éstas debían de ser las preguntas que rondaban la cabeza de mi madre mientras contemplaba la idea de comprar cigarrillos.

Los animales fueron sedados y metidos en jaulas. Las jaulas fueron aseguradas. Almacenamos el pienso. Localizamos nuestra cabina, desamarraron las cuerdas y sonaron los pitos. A medida que el carguero salía del puerto y se metía mar adentro, dije adiós a la India, agitando la mano con frenesí. Hacía un sol espléndido, había una brisa constante y las gaviotas chillaban encima de nuestras cabezas. Yo apenas cabía en mí de la emoción.

Las cosas no salieron como debieron, pero ¿qué se le va a hacer? Hay que aceptar la vida como venga y sacarle el mejor partido posible.