Capítulo 31

Se conocieron una vez, el señor y el señor Kumar, el panadero y el profesor. El primer señor Kumar me dijo que tenía deseos de ver el zoológico.

—Mira que llevo años aquí y nunca he ido. Y está aquí al lado. ¿Me lo enseñarás un día?

—Por supuesto —le repuse—. Para mí sería un honor.

Quedamos en encontrarnos al día siguiente en la puerta de entrada del zoológico cuando saliera de la escuela.

Sin embargo, el encuentro me tuvo preocupado todo el día. Me regañé: «¡Pero serás burro! ¿Por qué le dijiste que te esperara en la entrada principal? Siempre está llena de gente. ¿Te has olvidado de lo corriente que es? ¡Nunca vas a poder reconocerlo!». Si pasaba de largo sin verlo, se sentiría dolido. Pensaría que había cambiado de idea y que no quería que me vieran con un pobre panadero musulmán. Se iría sin decirme nada. No se enfadaría. Aceptaría mi excusa de que el sol me estaba deslumbrando. Pero jamás querría volver al zoológico. Ya me lo veía venir. Tenía que reconocerlo. Me escondería y me esperaría hasta que estuviera seguro de que era él. Claro, eso es lo que tenía que hacer. Pero alguna vez me había dado cuenta de que cuanto más intentaba reconocerlo, menos lo veía. Era como si el mero esfuerzo me cegara.

A la hora señalada me planté delante de la entrada principal del zoológico y empecé a frotarme los ojos con las dos manos.

—¿Qué haces?

Era Raj, un amigo.

—Estoy ocupado.

—¿Estás ocupado frotándote los ojos?

—Déjame en paz.

—¿Te vienes a la calle Beach?

—Estoy esperando a alguien.

—Pues si sigues frotándote los ojos así no lo vas a ver.

—Gracias por la información. Que te vaya bien por la calle Beach.

—¿Y al parque?

—Que no puedo. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Venga, hombre, va.

—Raj, por favor, lárgate. Se fue.

—Oye, Pi. ¿Me echas una mano con los deberes de mates? Era Ajith, otro amigo.

—Más tarde. Vete.

—Hola, Piscine.

La señora Radhakrishna, una amiga de mi madre. Tras un intercambio rápido de palabras, me la quité de encima.

—Disculpa, ¿sabes dónde está la calle Laporte? Un desconocido.

—Por allí.

—¿Cuánto vale la entrada al zoológico? Otro desconocido.

—Cinco rupias. La taquilla está ahí mismo.

—¿Te ha entrado cloro en los ojos? Era Mamaji.

—Hola Mamaji. No.

—¿Está tu padre por aquí?

—Creo que sí.

—Nos vemos mañana a primera hora.

—Vale, Mamaji.

—Estoy aquí, Piscine.

Las manos se me paralizaron encima de los ojos. Esa voz. Era extraña de forma familiar y familiar de forma extraña. Noté cómo me fue subiendo una sonrisa hasta los labios.

—Salam alaikum. ¡Señor Kumar! Cuánto me alegro de verle.

—Ua alaikum as-salam. ¿Te encuentras bien?

—Sí. Muy bien. Creo que me ha entrado un poco de polvo en los ojos.

—Los tienes muy rojos.

—No es nada, de verdad.

Se dirigió hacia la taquilla pero lo llamé antes de que llegara.

—No, no. Usted no, maestro.

Me llenó de orgullo apartar la mano del taquillero e invitar al señor Kumar a pasar al zoológico.

Se maravilló de todo: de que a los árboles altos vinieran las jirafas altas; de que a los carnívoros se les proporcionaran herbívoros y a los herbívoros, hierba; de que algunos animales llenaran el día y otros la noche; de que aquellos que necesitaban picos afilados tuvieran picos afilados y de que aquellos que necesitaban extremidades ágiles tuvieran extremidades ágiles. El hecho de verlo tan impresionado me hizo feliz.

Citó del Sagrado Corán:

—«Ciertamente, hay en ello signos para gente que razona».

Llegamos a las cebras. El señor Kumar nunca había oído hablar de semejantes criaturas, y verlas, aún menos. Se quedó perplejo.

—Se llaman cebras —le dije.

—¿Las habéis pintado con brocha?

—No, no. Ya son así por naturaleza.

—¿Y qué pasa cuando llueve?

—Nada.

—¿No se corren las rayas?

—No.

Había traído unas zanahorias. Me quedaba una, un espécimen grande y contundente. La saqué de la bolsa. En ese momento, oí un ligero crujido en la gravilla justo a mi derecha. Era el señor Kumar que se acercaba a la baranda con su habitual cojera oscilante.

—Hola, señor.

—Hola, Pi.

El panadero, un hombre tímido pero digno, saludó al profesor con la cabeza y el profesor le devolvió el gesto.

Una cebra atenta se había percatado de la zanahoria y se había acercado a la valla. Movió las orejas y dio unas patadas suaves en el suelo. Partí la zanahoria en dos y ofrecí una mitad al señor Kumar y la otra al señor Kumar.

—Gracias, Piscine —dijo uno.

—Gracias, Pi —dijo el otro.

El señor Kumar fue el primero en acercarse, pasando la mano al otro lado de la valla. Los labios negros, gruesos y fuertes de la cebra agarraron la zanahoria con entusiasmo. El señor Kumar no quiso soltarla. La cebra hincó los dientes en la zanahoria y la partió por la mitad. Masticó ruidosamente el manjar durante unos segundos y se acercó al segundo trozo, envolviendo las puntas de los dedos del señor Kumar con los labios. El señor Kumar soltó la zanahoria y acarició la nariz suave de la cebra.

Ahora le tocaba al señor Kumar. No fue tan exigente con la cebra. Una vez había metido su mitad entre los labios de la cebra, la dejó ir. La cebra llevó la zanahoria de los labios a la boca en seguida.

El señor y el señor Kumar estaban encantados.

—¿Una cebra, dices? —preguntó el señor Kumar.

—Así se llama —respondí—. Pertenece a la misma familia que los caballos.

—El Rolls-Royce de los equinos —dijo el señor Kumar.

—Es un animal fabuloso —dijo el señor Kumar.

—Ésta es una cebra de Grant —dije.

—Equus burchelli boehmi —dijo el señor Kumar.

—Alahu akbar —dijo el señor Kumar.

Y yo dije:

—Es preciosa.

Los tres nos la quedamos mirando.