¿Por qué hay gente que se cambia de país? ¿Qué la empuja a desarraigarse y dejar todo lo que ha conocido por un desconocido más allá del horizonte? ¿Qué le hace estar dispuesta a escalar semejante Everest de formalidades que le hace sentirse como un mendigo? ¿Por qué de repente se atreve a entrar en una jungla foránea donde todo es nuevo, extraño y complicado?
La respuesta es la misma en todo el mundo: la gente se cambia de país con la esperanza de encontrar una vida mejor.
A mediados de los años setenta, la India era un país aquejado de problemas. Lo deduje por las arrugas que surcaban la frente de mi padre cada vez que leía los diarios. Y por los fragmentos de conversación que acertaba a oír entre mi padre y mi madre y Mamaji y los demás. No es que no entendiera lo que decían, sencillamente me daba igual. Los orangutanes seguían a la expectativa de que les cayera un chapatti; los monos nunca preguntaban por las noticias desde Delhi; los rinocerontes y las cabras todavía vivían en paz; los pájaros gorjeaban; las nubes transportaban la lluvia; el sol calentaba; la tierra respiraba; Dios sencillamente era, y mi mundo era libre de emergencia.
La señora Gandhi finalmente pudo más que mi padre. En febrero de 1976, el gobierno de Tamil Nadu fue derrocado por el gobierno en Delhi. Nuestro gobierno había sido uno de los detractores más tajantes de la señora Gandhi. La toma de poder se ejecutó sin complicaciones. El ministerio del presidente autónomo Karunanidhi se esfumó silenciosamente gracias a las «dimisiones» y los arrestos domiciliarios. ¿Qué importa la caída de un gobierno autónomo si la constitución de un país entero se ha visto anulada durante ocho meses? Sin embargo, para mi padre fue la guinda de la toma de poder dictatorial de la nación entera por parte de la señora Gandhi; los lobos ni se inmutaron aunque mi padre decidió enseñar los colmillos.
—¡Ahora sólo faltaría que viniera al zoológico y nos dijera que las cárceles están muy llenas y que necesita más espacio! —gritó—. ¿Qué te parece si metemos a Desai junto con los leones?
Morarji Desai era un político de la oposición. No era precisamente amigo de la señora Gandhi. Me entristece pensar en la preocupación incesante de mi padre. Si a la señora Gandhi le hubiera dado por hacer volar el zoológico por los aires de su propia mano, me hubiera dado igual si eso iba a hacer feliz a mi padre. Ojalá no se hubiera inquietado tanto. Es duro para un hijo ver a su padre tan angustiado.
Pero se angustió. Cualquier empresa es una empresa arriesgada, sobre todo cuando se trata de una empresa con «e» minúscula, una empresa que se arriesga a perder hasta la camisa que lleva en la espalda. Un zoológico es una institución cultural. Está al servicio de la educación popular y la ciencia, igual que las bibliotecas públicas y los museos. Y del mismo modo, no era una empresa lucrativa, pues el Bien Mayor y el Beneficio Mayor no son objetivos compatibles, muy a pesar de mi padre. En realidad, no éramos una familia rica, y mucho menos en términos canadienses. Éramos una familia pobre pero daba la casualidad que teníamos muchos animales, aunque no pudiéramos proporcionarles un techo (en realidad, nosotros tampoco teníamos ninguno). La vida en un zoológico, igual que la vida de sus habitantes en su hábitat natural, es una vida precaria. Es una empresa que no es ni lo bastante grande para estar por encima de la ley, ni lo bastante pequeña para que sobreviva de sus márgenes. Para que pueda prosperar, un zoológico necesita un gobierno parlamentario, elecciones democráticas, libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de asociación, el imperio de la ley y el resto de los principios consagrados por la Constitución de la India. Si no, resulta imposible disfrutar de los animales. La política mala a largo plazo derrumbará cualquier empresa.
La gente se cambia de país porque la ansiedad la acaba desgastando. Porque le corroe la sensación de que por mucho que trabaje, sus esfuerzos serán infructuosos, y que lo que ha construido durante un año será derribado por otros en un solo día. Porque ven un futuro atascado y aunque ellos tal vez salgan ilesos, sus hijos no. Porque creen que nada va a cambiar, que la felicidad y la prosperidad no son alcanzables sino en otro lugar.
La Nueva India se partió y se hundió en la mente de mi padre. Mi madre asintió. Saldríamos de allí cuanto antes.
Nos lo anunciaron una noche mientras cenábamos. Ravi y yo nos quedamos atónitos. ¡Canadá! Si Andhra Pradesh, un poco más al norte de Pondicherry, nos parecía un lugar extranjero, y si Sri Lanka, justo al otro lado de un estrecho, se nos antojaba la cara oculta de la luna, imagínate lo que representaba Canadá. Canadá carecía de todo sentido para nosotros. Era como hablar de la Cochinchina: un lugar permanentemente lejano por definición.