Adoraba mi alfombra de oración. Aunque no fuera de primera calidad, a mis ojos brillaba con luz propia. Lamento haberla perdido. Dondequiera que la extendiese, sentí un cariño especial hacia el suelo que cubría y sus alrededores, y eso indica que era una buena alfombra de oración dado que me ayudaba a recordar que la tierra es la creación de Dios e igual de sagrada en todo el mundo. El estampado, líneas doradas sobre un fondo rojo, era sencillo: a un extremo había un rectángulo delgado acabado en una punta triangular para indicar la quibla, la dirección de oración. Alrededor de la punta flotaban unas volutas, como espirales de humo o acentos de un lenguaje extraño. Era suave. Cuando rezaba, las borlas sin trenzar me quedaban a pocos centímetros de la cabeza a un extremo y al otro, a pocos centímetros de la punta de los dedos. El tamaño era perfecto para que me sintiera a gusto en cualquier rincón de esta inmensa tierra.
Rezaba fuera porque me gustaba. Solía extender la alfombra en una esquina del jardín trasero. Era un lugar apartado a la sombra de un pompón haitiano, al lado de un muro cubierto de una buganvilla. En lo alto del muro había una fila de poinsettias en macetas. La buganvilla había trepado hasta el árbol. El contraste entre las brácteas púrpuras y las flores rojas del árbol era muy bonito. Y cada vez que estaba en flor, el árbol se llenaba de cuervos, minas, tordos, estorninos rosados, nectarinas y pericos. El muro me quedaba a la derecha, formando un ángulo abierto. Justo delante y un poco a la izquierda, un poco más allá de la sombra lechosa y moteada del árbol, veía el resto del jardín a plena luz del sol. El jardín se transformaba, por supuesto, según el tiempo, la hora y la época del año. Pero todavía lo recuerdo perfectamente, como si nunca hubiera cambiado. Me orientaba hacia La Meca, señalada con una línea que había marcado en la tierra amarilla y que procuraba dejar siempre visible.
Cuando terminaba mis oraciones, a veces me volvía y veía a mi padre, a mi madre o a Ravi observándome, hasta que finalmente se acostumbraron.
El bautizo fue una ocasión un poco delicada. Mi madre se portó de maravilla, mi padre miró la ceremonia con impavidez y Ravi, gracias a Dios, no pudo venir porque tenía un partido de criquet. Aun así, no me libré de sus comentarios al respecto. El agua bendita me corrió por el rostro hasta el cuello y aunque sólo me echaron una tacita, tuvo el mismo efecto refrescante que una lluvia monzónica.