Pero no se acabó allí. Siempre quedan aquellos que asumen la responsabilidad de defender a Dios, como si la Realidad Suprema, el marco sustentador de la existencia, fuera algo endeble y desamparado. Estas personas son las que ven a las viudas deformadas por la lepra que piden unas cuantas monedas y pasan de largo, que ven a los niños harapientos que viven en la calle y pasan de largo. Piensan: «todo va bien». Pero si perciben un desprecio hacia Dios, eso ya es harina de otro costal. Enfurecen, se ponen rojos, respiran agitadamente, farfullan de indignación. Su determinación es aterradora.
Esta gente no se da cuenta de que tienen que defender a Dios en el interior, no en el exterior. Deberían dirigir su furia a sí mismos. Pues el mal que anda suelto es el mal que ellos mismos han sembrado desde su interior. El campo de batalla principal del bien no es el espacio abierto de una arena pública, sino el pequeño claro que hay en el corazón de cada uno. Mientras tanto, la suerte de las viudas y los niños callejeros seguirá siendo muy dura y es en su ayuda, y no en la de Dios, que deberían acudir aquellos con pretensiones de superioridad moral.
Una vez un bruto me echó de la Gran Mezquita. Cuando fui a la iglesia el cura me fulminó con la mirada y no pude sentir la paz de Cristo. A un brahmin le dio por expulsarme cuando tomaba darshan. Mis actividades religiosas llegaron a los oídos de mis padres en los tonos murmullados y urgentes de la traición revelada.
Ni que semejante estrechez de miras fuera a hacerle algún bien a Dios.
Para mí, lo más importante en la religión es nuestra dignidad, no nuestra depravación.
Dejé de ir a misa en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción Inmaculada y fui a la de Nuestra Señora de los Ángeles. Ya no me entretenía con mis hermanos después de las oraciones de los viernes. Iba al templo a las horas más concurridas cuando los brahmines estaban demasiado ocupados para interponerse entre Dios y yo.