Lamentablemente, el sentimiento de comunidad que despierta la fe común en la gente me supuso muchos problemas. Con el paso del tiempo, mis actividades religiosas no sólo llegaron al conocimiento de aquellos a quienes les daba igual y les hacía gracia, sino también al conocimiento de aquellos a quienes ni les daba igual ni les hacía ni un pelo de gracia.
—¿Cómo es que vuestro hijo va al templo? —preguntó el cura.
—A vuestro hijo lo han visto persignándose en la iglesia —dijo el imán.
—Vuestro hijo se ha vuelto musulmán —dijo el pandit.
Sí, mis padres desconcertados acabaron enterándose de todo. Verás, ellos no estaban al tanto. No sabían que yo fuera hindú, cristiano y musulmán practicante. Los adolescentes siempre ocultan cosas a sus padres, ¿no? Pero el destino quiso que mis padres y yo y los tres Reyes Magos, como los llamaré a partir de ahora, se encontraran cara a cara en el paseo marítimo de la playa de Goubert Salai y que mi secreto saliera a la luz. Ocurrió la tarde de un domingo precioso. Hacía calor y corría una brisa agradable. El golfo de Bengala destellaba bajo el cielo azul. La gente de Pondicherry había salido a pasear. Los niños gritaban y se reían. El aire estaba lleno de globos de colores. Los helados se vendían a docenas. ¿Por qué tenían que estar pensando en su trabajo precisamente ese día? ¿Por qué no pudieron pasar de largo con un saludo y una sonrisa? Porque no. Íbamos a toparnos no con uno, sino con los tres Reyes Magos, y no uno por uno, sino con los tres a la vez, y cada uno iba a decidir en ese instante que era el momento perfecto para abordar esa eminencia de Pondicherry, el director del zoológico, aquel del hijo devoto ejemplar. Al ver el primero, sonreí; cuando reparé en el tercero, mi sonrisa se había congelado en una mueca de horror. Y cuando me vi cercado por los tres, el corazón me dio un vuelco antes de hundirse del todo.
Los Reyes Magos parecían molestos al ver que los otros dos estaban dirigiéndose hacia las mismas personas. Debieron de imaginarse que los otros dos querían hablar con mi padre de algún asunto que no fuera pastoral y que habían tenido la mala educación de escoger ese preciso momento para abordar el tema. Se intercambiaron miradas de contrariedad.
Mis padres se quedaron perplejos al ver que tenían el paso impedido por tres desconocidos religiosos que sonreían de oreja a oreja. Y es que mi familia lo era todo menos ortodoxa. Mi padre se consideraba parte integrante de la Nueva India, rica, moderna y más laica que el helado. No tenía ni un pelo de religioso. Era un hombre de negocios, o un hombre ocupado, como decía él, un profesional trabajador y con los pies bien puestos sobre la tierra. Le preocupaba más la endogamia entre los leones que cualquier propósito moral o existencial preponderante. Es cierto que llamaba al cura para que viniera a bendecir todos los animales nuevos y que había dos pequeños altares en el zoológico, uno al Dios Ghanesa y otro a Hanuman, los dioses que mejor caerían a un director de zoológico, dado que el primero tenía cabeza de elefante y el segundo era un mono, pero era porque mi padre consideraba que era bueno para el negocio, no para su alma, una cuestión de relaciones públicas más que de salvación personal. La inquietud espiritual le era completamente ajena; lo que le preocupaba eran los asuntos económicos.
—Una epidemia en la colección —decía— y acabaremos en una cadena de presos rompiendo rocas.
Mi madre no se pronunciaba; el tema le aburría y mantenía una posición neutral. Una educación hindú en casa y una educación bautista en el colegio se habían anulado mutuamente en lo que respectaba a la religión, dejándola serenamente impía. Supongo que ella ya se imaginaba que yo no era del mismo parecer, pero nunca me había dicho nada de los tebeos del Ramayana y el Mahabarata, ni de la Biblia ilustrada para niños ni de los otros cuentos sobre dioses que devoraba de niño. Ella también leía mucho y le encantaba verme enfrascado en algún libro, fuera el que fuera, siempre que no fuera cochino. En cuanto a Ravi, si el Dios Krishna hubiera blandido un bate de criquet en lugar de una flauta, si Cristo se hubiera parecido más claramente a un árbitro, si el profeta Mahoma, la paz sea con él, hubiera sabido lanzar una pelota de criquet, quizá hubiera hecho algún pestañeo más religioso, pero como el criquet no les iba, a Ravi le traían sin cuidado.
Después de los «holas» y «buenas tardes» de rigor, hubo un silencio violento. El primero en hablar fue el cura, que dijo con orgullo:
—Piscine es un buen niño cristiano. Espero que no tarde en unirse a nuestro coro.
Mis padres, el pandit y el imán lo miraron con recelo.
—Me parece que se equivoca, señor. Es un buen niño musulmán. Viene a rezar con nosotros cada viernes sin falta y está aprendiendo el Sagrado Corán a pasos agigantados.
O al menos eso dijo el imán.
Mis padres, el cura, y el pandit lo miraron sorprendidos.
Entonces habló el pandit:
—No, los dos están muy equivocados. Es un buen niño hindú. Siempre lo veo en el templo. Viene a tomar darshan y a hacer puja.
Mis padres, el imán y el cura lo miraron atónitos.
—Aquí no hay ninguna equivocación —dijo el cura—. Conozco este niño. Se llama Piscine Molitor Patel y es cristiano.
—Yo también lo conozco y es musulmán —afirmó el imán.
—¡Tonterías! —exclamó el pandit—. ¡Piscine nació hindú, vive como hindú y morirá hindú!
Los tres Reyes Magos se quedaron mirando, incrédulos y sin aliento.
Dios, que aparten sus miradas de mí, susurré en el alma.
Todas las miradas se detuvieron en mí.
—Piscine, ¿es cierto? —preguntó el imán con seriedad—. Sabes que los hindúes y los cristianos son idólatras, ¿verdad? Creen en varios dioses.
—Y los musulmanes tienen varias esposas —respondió el pandit.
El cura miró a los dos con desconfianza.
—Piscine —dijo, casi susurrando—, la única salvación está en Jesús.
—¡Paparruchas! Los cristianos no saben nada de religión —dijo el pandit.
—Se apartaron del camino de Dios hace siglos —dijo el imán.
—¿Y dónde está Dios en vuestra religión? —saltó el cura—. No tenéis ni siquiera un milagro para demostrarlo. ¿Qué clase de religión es esta que carece de milagros?
—Pues por lo menos no es un circo lleno de muertos que saltan de sus tumbas, de eso puede estar seguro. Los musulmanes nos quedamos con el milagro esencial de la existencia. Los pájaros que vuelan, la lluvia que cae, la cosecha que crece. Ya nos parecen milagros suficientes.
—Mire, la lluvia y las plumas son muy bonitas, pero a nosotros nos gusta saber que Dios realmente está con nosotros.
—¿Ah sí? Pues de mucho le sirvió a Dios estar con vosotros. ¡Si intentasteis matarlo! ¡Si lo clavasteis en una cruz con unos clavos enormes! Vaya forma más civilizada de tratar a un profeta. El profeta Mahoma, la paz sea con él, nos trajo la palabra de Dios sin estas tonterías tan poco dignas y vivió hasta una avanzada edad.
—¿Se atreve a hablar de la palabra de Dios? ¿Con relación a ese mercader analfabeto en medio del desierto? ¡Por favor! Si lo que tenía eran ataques babosos de epilepsia causados por el bamboleo de su camello, y nada de revelaciones divinas. ¡Bueno, tal vez fuera el sol que le estaba friendo los sesos!
—Miren, si el profeta, la paz sea con él, estuviese vivo, les aseguro que les soltaría unas perlitas ahora mismo —dijo el imán frunciendo el ceño.
—¡Pues no lo está! El único vivo aquí es Jesucristo, mientras que su «la paz sea con él» esta muerto, muerto, ¡muerto!
El pandit los interrumpió discretamente. En Tamil dijo:
—Vamos a ver. Aquí, lo único que importa es por qué ha decidido Piscine coquetear con estas religiones impostoras.
Al cura y al imán se les salieron los ojos de las órbitas. Ambos eran tamiles nativos.
—Dios es universal —farfulló el cura.
El imán hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Sólo hay un Dios.
—Y con su único Dios, los musulmanes se pasan la vida creando problemas y causando disturbios. La prueba de que el Islam es una religión nefasta está en lo poco civilizados que son los musulmanes —declaró el pandit.
—Dijo el negrero del sistema de castas —resopló el imán—. Los hindúes esclavizan a los demás y rinden culto a monigotes disfrazados.
—Son amantes de los terneros dorados. Se arrodillan ante las vacas —dijo el cura, metiendo cuchara.
—De acuerdo, pero los cristianos se arrodillan ante un hombre blanco. Son lacayos de un dios extranjero. Son la pesadilla de todas las personas que no sean blancas.
—Y además, comen carne de cerdo y son caníbales —añadió el imán, por si acaso.
—Bueno, el quid de la cuestión es si Piscine quiere una religión de verdad… o mitos de tebeo —masculló el cura con ira controlada.
—Dios… o ídolos —entonó el imán con gravedad.
—Nuestros dioses… o dioses colonialistas —dijo el pandit entre dientes.
Era difícil distinguir cuál de los tres tenía la cara más inflamada. Por un momento, creí que iban a empezar a repartir bofetadas.
Mi padre alzó las manos.
—¡Señores, señores, se lo ruego! —terció—. Quisiera recordarles que en este país todavía gozamos de la libertad de culto.
Los tres se volvieron hacia él, apopléticos.
—¡Sí! Culto, ¡en singular! —gritaron los Reyes Magos al unísono.
De repente, tres dedos índices, como tres signos de puntuación, se pusieron en posición de firmes en el aire para recalcar su objeción.
No les hizo ninguna gracia el efecto coral accidental ni la unidad espontánea de sus gestos. Bajaron los dedos rápidamente, entre suspiros y gruñidos personales. Papá y mamá los miraron sin saber qué decir.
El pandit fue el primero en hablar.
—Señor Patel, la devoción de Piscine es loable. En los tiempos problemáticos que corren, es un placer ver a un niño tan entusiasmado con Dios. En eso estamos todos de acuerdo.
El cura y el imán asintieron con la cabeza. El pandit continuó:
—Sin embargo, su hijo no puede ser hindú, cristiano y musulmán a la vez. Es imposible. Tendrá que escoger.
—No creo que esté cometiendo ningún delito, pero supongo que tienen razón —dijo mi padre.
Los tres mascullaron que así era y miraron hacia el cielo, igual que mi padre, de donde creían que iba a venir la decisión. Mi madre me miró a mí.
El silencio me cayó como un peso encima.
—Bueno, Piscine —dijo mi madre codeándome suavemente—. ¿Tú que opinas de todo esto?
—Bapu Gandhi dijo que todas las religiones son ciertas. Lo único que quiero es amar a Dios —espeté, mirando el suelo con la cara colorada.
Mi vergüenza contagió a todos. Nadie dijo nada. Daba la casualidad que estábamos muy cerca de la estatua de Gandhi en el paseo marítimo. El Mahatma iba con un bastón en la mano, una sonrisa picara en los labios y un brillo en los ojos. Tuve la impresión de que había oído nuestra conversación, pero que había prestado aún más atención a mi corazón. Mi padre carraspeó y dijo en voz baja:
—Supongo que eso es lo que todos pretendemos hacer: amar a Dios.
Me pareció raro que dijera eso. Desde que tenía memoria, nunca lo había visto pisar un templo con algún propósito serio. Pero funcionó. No se puede reprender a un niño por querer amar a Dios. Los tres Reyes Magos se alejaron con una sonrisa rígida y forzada en los labios.
Papá me miró durante unos instantes, como si fuera a decir algo. Finalmente, se lo pensó mejor y dijo:
—¿A alguien le apetece un helado?
Se volvió y se dirigió hacia el wallah de helados más cercano antes de que pudiéramos contestar. Mi madre me miró fijamente durante unos momentos con una mezcla de ternura y perplejidad.
Ésa fue mi introducción al diálogo interreligioso. Mi padre volvió con tres cortes de helado. Los comimos en un silencio inusitado y seguimos nuestro paseo dominical.