Capítulo 22

Me imagino perfectamente las últimas palabras de un ateo: «¡Blanco, blanco! ¡A-a-amor! ¡Dios mío!», y su salto de fe desde el lecho de muerte. En cambio el agnóstico, si es consecuente con su propio razonamiento, si sigue gobernado por una facultad árida y ázima, quizás intente explicar la luz cálida que lo envuelve diciendo: «Una p-p-posible falta de oxígeno al cerebro» y por lo tanto, carecer de imaginación hasta el final y perderse la historia preferible.