Era sufí, un musulmán místico. Trataba de llegar al fana, a la unión con Dios, y su relación con Él era personal y afectuosa.
—Si das dos pasos hacia Dios —me decía—, ¡Dios vendrá corriendo hacia ti!
Tenía unos rasgos de lo más corrientes. No había nada en su apariencia ni en su forma de vestir que lo hiciera destacar en la memoria. No me extraña que no lo viera la primera vez que nos vimos. Incluso cuando ya nos conocíamos muy bien, tras numerosos encuentros, me costaba reconocerlo. Se llamaba Satish Kumar. Son nombres muy comunes en Tamil Nadu, de modo que la coincidencia no es tan extraordinaria. No obstante, me gustó que mi panadero piadoso, corriente como una sombra y de una salud de hierro, y mi profesor de biología comunista y devoto de la ciencia, aquella montaña que caminaba sobre zancos, tristemente aquejado de polio durante su infancia, compartieran el mismo nombre. El señor y el señor Kumar me inspiraron a estudiar zoología y religión en la Universidad de Toronto. El señor y el señor Kumar fueron los profetas de mi adolescencia india.
Rezábamos juntos, practicábamos el dhikr, la recitación de los noventa y nueve nombres revelados de Dios. Era un hafiz, es decir, un conocedor del Corán, y lo salmodiaba lentamente en voz baja. Nunca llegué a dominar el árabe pero me encantaban sus sonidos. Las erupciones guturales y las vocales largas y fluidas pasaban justo por debajo de mi comprensión como un arroyo precioso. Me quedaba absorto mirando este arroyo durante largos ratos. No era ancho, pues sólo estaba compuesto por la voz de un hombre, pero era tan hondo como el universo.
He descrito la casa del señor Kumar como un tugurio. Sin embargo, no existe mezquita ni iglesia ni templo que se me haya antojado tan sagrado. A veces salía de aquella panadería cargado de gloria. Entonces me subía a la bicicleta y pedaleaba mi gloria por el aire.
En una ocasión salí de la ciudad y a la vuelta, en un punto en el que la tierra se elevaba y veía el mar a la izquierda y toda la carretera por delante, de pronto sentí que estaba en el cielo. En realidad el lugar era exactamente el mismo que el que había pasado hacía algunos minutos, pero había cambiado mi forma de verlo. Esa sensación, una mezcla paradójica de energía palpitante y paz profunda, fue tan intensa como beatífica. Mientras que antes la carretera, el mar, los árboles, el aire y el sol me habían hablado por separado, ahora hablaban un idioma de unidad. Cada árbol tomaba en cuenta la carretera, que estaba consciente del aire, que tenía presente el mar, que compartía sus vivencias con el sol. Todos los elementos vivían una relación armoniosa con sus vecinos, y todos se habían convertido en familiares y amigos. Me arrodillé siendo mortal; me levanté transformado en inmortal. Sentí como si estuviera en el centro de un pequeño círculo que coincidía con el centro de otro círculo mucho más grande. El atman se encontró con Alá.
En otra ocasión, también volví a sentir la presencia de Dios muy de cerca. Ocurrió en Canadá, años después. Había ido a visitar unos amigos que vivían en el campo. Era invierno. Había salido solo a dar un paseo por su enorme terreno. Hacía un día despejado y soleado tras una noche de nevada. Era como si toda la naturaleza a mi alrededor estuviera envuelta en una manta blanca. A la vuelta a la casa, me volví. Había un bosque, y en ese bosque, un claro. La brisa, o tal vez un animal, había sacudido una rama y vi cómo la nieve caía delicadamente al suelo, resplandeciente a la luz del sol. Y entre aquellos polvos dorados que se caían en ese claro luminoso, vi a la Virgen María. Desconozco por qué se presentó ella. Mi devoción por María era secundaria. Pero sé que era ella. Llevaba un vestido blanco y una capa azul que me llamó la atención por la cantidad de dobleces y pliegues que tenía. Cuando digo que la vi, no lo digo en sentido literal, aunque tenía cuerpo y color. Intuí que la estaba viendo, una visión más allá de la visión. Me detuve y entrecerré los ojos. Era bella y sumamente majestuosa. Me sonrió con benevolencia y ternura. Después de unos segundos, me dejó. El corazón me latía del miedo y la dicha.
El Señor tiene junto a Sí la bella recompensa.