Volví a visitarlo.
—¿De qué va su religión? —le pregunté.
Se le iluminaron los ojos.
—Del Amado —repuso.
Desafío a cualquiera que comprenda el Islam, a su espíritu, a que no lo ame. Es una religión maravillosa de fraternidad y devoción.
La mezquita era una construcción abierta en todos los aspectos: abierta a Dios y a la brisa. Todos nos quedábamos sentados escuchando al imán hasta la hora de las oraciones. Entonces nos levantábamos, nos colocábamos hombro con hombro en filas y desaparecía la disposición aleatoria de los fieles. Cada espacio que nos quedaba delante se llenaba con alguien de detrás hasta formar una línea sólida, fila tras fila de devotos. Me gustaba tocar el suelo con la frente. De repente notaba un contacto profundamente religioso.