Capítulo 18

El Islam no se quedó a la zaga. Entró en mi vida un año después. Debía de tener unos quince años y estaba explorando mi ciudad natal. El barrio musulmán estaba cerca del zoológico. Era una zona pequeña y tranquila, llena de casas con escritura árabe y medias lunas inscritas en las fachadas.

Llegué a la calle Mullah. Me asomé por la puerta de la Jamia Masjid, la Gran Mezquita, procurando quedarme en el exterior, por supuesto. El islamismo tenía fama de ser aún peor que el cristianismo. Tenía menos dioses, mayor violencia y nunca me habían hablado bien de las escuelas musulmanas, así que no tenía ninguna intención de entrar, por muy vacía que estuviera la mezquita. El edificio, limpio y blanco aparte de algunos bordes pintados de color verde, consistía en una construcción abierta que se desplegaba alrededor de una sala central vacía. El suelo estaba cubierto de unas largas alfombras de paja. Al fondo de la sala había dos minaretes finos y estriados que subían hacia el techo y justo detrás, unos cocoteros altísimos. La verdad es que no vi nada claramente religioso ni de gran interés en la mezquita, pero se me antojó un lugar agradable y tranquilo.

Seguí caminando. Un poco más allá de la mezquita había una serie de viviendas adosadas de un piso con porches sombreados. Eran casas humildes, venidas a menos, con paredes de estuco de color verde pálido. Una de las viviendas también era una tienda. Vi un estante lleno de botellas polvorientas de refrescos Thums Up y cuatro tarros de vidrio medio llenos de caramelos. Pero lo que me llamó la atención fue el producto principal: unos objetos planos, redondos y blancos. Me acerqué. Parecían una especie de pan ázimo. Toqué uno de ellos y dio la vuelta, rígido. Era similar al pan indio, pero de tres días. Me pregunté quién se comería algo así. Cogí uno como si fuera un abanico y lo agité un poco a ver si se rompía.

Entonces saltó una voz:

—¿Quieres probar uno?

Casi me muero del susto. Todos hemos estado en una situación así: hay mucho sol y mucha sombra, manchas y formas de color, estás distraído y no ves lo que tienes delante de las narices.

A menos de un metro y medio, sentado con las piernas cruzadas ante sus panes, había un hombre. Me llevé tal sobresalto que alcé las manos y el pan salió volando, yendo a parar en medio de la calle. Aterrizó sobre una boñiga de vaca recién hecha.

—Lo siento, señor. ¡No lo he visto! —exclamé, a punto de salir corriendo.

—No te preocupes —dijo suavemente—. Ya se lo comerá una vaca. Ten, aquí tienes otro.

Cogió otro pan y lo rompió por la mitad. Lo comimos juntos. Estaba duro y correoso. Costaba de masticar pero llenaba. Me tranquilicé.

—¿Usted se dedica a hacer este pan? —le pregunté, tratando de ser agradable.

—Sí. Ven, te enseñaré cómo.

Se levantó y me hizo señas de que pasara a su casa.

La vivienda consistía en un tugurio de dos estancias. La más grande, dominada por un horno, era la panificadora y la otra, separada por una cortina delgada, era su dormitorio. El fondo del horno estaba cubierto de guijarros. Justo cuando me estaba explicando cómo se horneaba el pan en los guijarros calientes, nos llegó flotando la llamada nasal del almuédano desde la mezquita. Yo sabía que esa llamada anunciaba la hora de la oración, pero no tenía ni idea de qué suponía. Me imaginé que convocaría a los creyentes musulmanes a la mezquita, igual que las campanas citaban a los cristianos a la iglesia. Mas no fue así. El panadero se interrumpió a mitad de la frase, diciendo:

—Con permiso.

Seguidamente se metió en la habitación de al lado y salió después de un minuto con una alfombra enrollada, que extendió en el suelo de la panificadora, levantando una polvareda de harina. Y allí mismo, delante de mí, en medio de su lugar de trabajo, se puso a rezar. Por muy inapropiado que pareciera, el que se sentía fuera de lugar era yo. Por suerte rezó con los ojos cerrados.

Se enderezó. Murmuró en árabe. Llevó las manos a las orejas, los dedos pulgares tocando los lóbulos como si estuviera aguzando los oídos para captar la respuesta de Alá. Se inclinó hacia delante. Volvió a enderezarse. Cayó de rodillas y llevó las manos y la frente al suelo. Se incorporó. Volvió a inclinarse hacia delante. Se puso de pie. Y repitió el mismo ritual.

Vaya, pensé, si el Islam no es más que una serie de simples ejercicios. Yoga de verano para los beduinos. Asanas sin sudor, el cielo sin esfuerzo físico.

Repitió la serie cuatro veces, sin dejar de musitar. Cuando hubo acabado, tras girar la cabeza de derecha a izquierda y meditar durante unos instantes, abrió los ojos, sonrió, se bajó de la alfombra y la enrolló con un giro de la mano que indicaba un dominio curtido. La devolvió a su lugar en la habitación contigua. Entonces salió y dijo:

—¿Por dónde íbamos?

Fue la primera vez que vi rezar a un musulmán. Se me antojó rápido, imperativo, físico, murmurado e impactante. La siguiente vez que fui a rezar a la iglesia, de rodillas, quieto, silencioso ante Jesucristo en la Cruz, no me quitaba de la cabeza la imagen de aquella comunión calisténica con Dios que había presenciado en medio de los sacos de harina.