Capítulo 17

La primera sensación de maravilla es la que cala más hondo; toda maravilla posterior se amolda a la impresión causada por la primera. Al hinduismo le debo el paisaje original de mi imaginación religiosa; aquellos pueblos y ríos, campos de batalla y bosques, montañas sagradas y mares profundos donde se codean los dioses, los santos, los villanos y la gente normal y, gracias a ello, definen quiénes y por qué somos. La primera vez que oí hablar de la tremenda fuerza cósmica de la bondad fue en mi tierra hindú. Fue la voz del Dios Krishna. Lo oí y lo seguí. Y a través de su sabiduría y amor perfecto, Dios Krishna me condujo hasta un hombre.

A los catorce años, siendo un hindú satisfecho de vacaciones, conocí a Jesucristo.

Pocas fueron las veces que papá se ausentó del zoológico, pero una de ellas fue cuando fuimos a Munnar, que estaba muy cerca, en Kerala. Munnar es una pequeña estación de montaña rodeada de unas de las plantaciones de té más elevadas del mundo. Nos fuimos a principios de mayo, antes de que llegara el monzón. En las llanuras de Tamil Nadu hacía un calor espantoso. Llegamos a Munnar tras un viaje de cinco horas por carreteras sinuosas desde Madurai. El frescor nos resultó muy agradable, como masticar menta. Hicimos las actividades turísticas de rigor: visitamos una fábrica de té Tata; dimos una vuelta por el lago en barco; fuimos a un centro de ganadería; les dimos sal a unos tahres de Nilgiri, una especie de cabra salvaje, en un parque nacional.

—Tenemos algunos en el zoológico. Deberíais venir a Pondicherry —dijo papá a unos turistas suizos.

Ravi y yo nos íbamos a pasear por las plantaciones de té cerca de la ciudad. En realidad, era una excusa para mantener ocupado nuestro letargo. Al atardecer papá y mamá se instalaban en la comodidad del salón de nuestro hotel como dos gatos tomando el sol en la ventana. Mi madre leía mientras mi padre charlaba con otros huéspedes.

Hay tres colinas dentro de Munnar. No son comparables a las colinas, o quizás montañas, que rodean la ciudad, pero mientras estábamos desayunando la primera mañana me di cuenta de que destacaban por una razón: en cada una de ellas había una Casa de Dios. En la colina de la derecha, al otro lado del río respecto al hotel, había un templo hindú en lo alto de una de las laderas; la colina del medio, que quedaba más lejos del hotel, tenía una mezquita, mientras que la colina de la izquierda estaba coronada por una iglesia cristiana.

El cuarto día que estuvimos en Munnar, al ponerse el sol, me encontré en la colina de la izquierda. A pesar de que fuera a un colegio nominalmente cristiano, nunca había entrado en una iglesia, y la verdad es que en ese instante tampoco me atrevía. Apenas sabía nada sobre aquella religión. Tenía fama de creer en pocos dioses y mucha violencia, pero eso sí, en buenas escuelas. Di una vuelta a la iglesia. El edificio en sí no revelaba absolutamente nada de lo que contenía en su interior. Las paredes gruesas estaban pintadas de color azul claro y las ventanas eran muy estrechas y a demasiada altura para espiar a través de ellas. Una fortaleza.

Entonces vi la rectoría. La puerta estaba abierta. Me escondí detrás de una pared para contemplar la escena. A la izquierda de la puerta había un tablero pequeño que decía: Párroco y Ayudante del Párroco. Al lado de cada título había un pequeño panel con una placa corredera. Tanto el párroco como el asistente estaban PRESENTES, según decían las letras doradas del tablero, que veía claramente desde mi escondite. Uno de los párrocos estaba trabajando en su despacho de espaldas a la ventana en saliente; el otro estaba sentado en un banco a una mesa redonda en el enorme vestíbulo que al parecer usaban para recibir visitas. Estaba sentado mirando hacia la puerta y las ventanas con un libro en las manos. Me imaginé que sería una Biblia. Leyó un poco, alzó la vista, leyó un poco más, volvió a alzar la vista. Lo hizo de forma pausada, aunque alerta y serena. Después de algunos minutos, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Cruzó las manos en la mesa y se quedó sentado, con la expresión tranquila, sin mostrar ni expectación ni resignación.

Las paredes del vestíbulo eran blancas y limpias. La mesa era de una madera oscura. El párroco iba vestido de una sotana blanca. Todo me pareció sencillo, ordenado y pulcro. Me invadió una sensación de paz. Pero lo que realmente me llamó la atención, más que el marco en sí, fue la comprensión intuitiva de que él estaba allí, abierto y paciente, por si alguien quisiera hablar con él y, fuera por un problema del alma, un pesar en el corazón o una mancha en la conciencia, él escucharía con amor. Era un hombre cuya profesión consistía en amar y proporcionaría el mejor consuelo y la mejor orientación posible.

Me conmocionó. Lo que estaba presenciando me llegó al corazón y me estremeció.

Se levantó de la mesa. Creí que iba a correr la placa hacia el otro lado pero lo que hizo fue adentrarse en la rectoría, dejando la puerta que daba a la habitación contigua tan abierta como la que daba al exterior. Me fijé en este detalle, en que las dos puertas estaban abiertas de par en par. Era evidente que tanto él como su colega seguían disponibles.

Me alejé y me atreví: entré en la iglesia. Tenía un nudo en el estómago. Tenía terror de que apareciera un cristiano y me gritara: «¿Qué haces aquí? ¿Cómo osas entrar en este lugar sagrado, pecador? ¡Fuera de aquí, ahora mismo!».

No había nadie. Ni casi nada por entender. Avancé y me quedé mirando el sagrario. Vi un cuadro. ¿Era el murtil? Tenía algo que ver con un sacrificio humano. Un dios iracundo al que había que aplacar con sangre. Un grupo de mujeres que miraban aturdidas hacia el cielo y bebés con alitas volando por ahí. Un pájaro carismático. ¿Cuál de ellos era el dios? Al lado del sagrario había una escultura de madera pintada. La víctima era la misma, toda ensangrentada y con moratones pintados en colores vivos. Me fijé en sus rodillas. Estaban llenas de rasguños. Tenía la piel levantada como los pétalos de una flor, dejando al descubierto las rótulas, rojas como un camión de bomberos. Me costó relacionar esta escena de tortura con el párroco en la rectoría.

Al día siguiente, sobre la misma hora, fui yo quien estuvo PRESENTE.

Los católicos son harto conocidos por su severidad, por su dureza a la hora de juzgar. Mi experiencia con el padre Martin fue muy diferente. Se mostró muy atento conmigo. Me sirvió té y galletas en un juego de té que tintineaba y vibraba con sólo tocar las piezas. Me trató como un adulto, y me contó una historia. O mejor dicho, teniendo en cuenta que a los cristianos les encantan las mayúsculas, una Historia.

Y vaya historia. Si me atrajo, fue porque no daba crédito a mis oídos. ¿Cómo? ¿Que la humanidad peca y quien lo paga es el hijo de Dios? Intenté imaginarme a mi padre diciéndome:

—Piscine, ayer un león se coló en el recinto de las llamas y mató a dos de ellas. Ayer otro león acabó con un ciervo negro. La semana pasada otros dos se comieron un camello. La semana anterior les tocó a los tántalos indios y las garzas. ¿Y quién afirma que no fueron ellos los que acabaron con el agutí dorado? Esto no puede seguir así. Hay que tomar medidas. Así que he pensado que la única manera de expiar los pecados de los leones es que te coman a ti.

—Sí papá. Eso sería lo correcto y lo lógico. Espera que acabe de lavarme las manos.

—Aleluya, hijo.

—Aleluya, padre.

Vaya historia más rara. Qué psicología más extraña.

Le pedí que me contara otra historia, una que tuviera más sentido. Esta religión tenía que tener más de una historia; todas las religiones abundan en historias. Mas el padre Martin me hizo comprender que las historias anteriores a ésta, que no eran pocas, formaban un mero prólogo a la era cristiana. Su religión tenía una Historia, a la que volvían una y otra vez sin cansarse. Con ella ya tenían bastante.

Esa noche en el hotel apenas abrí la boca.

Que un dios tenga que enfrentarse a las adversidades, me parecía normal. Los dioses del hinduismo han tenido su buena cuota de ladrones, matones, secuestradores y usurpadores. ¿Qué es el Ramayana sino un día largo y duro para Rama? La adversidad, vale. Los reveses de fortuna, vale. La traición, vale. ¿Pero la humillación? ¿La muerte? De ninguna manera me imaginaba al Dios Krishna accediendo a ser desnudado, azotado, ridiculizado, arrastrado por las calles y encima, crucificado. Y por si fuera poco, a manos de simples mortales. Los dioses hindúes no morían. El Brahman Revelado no era partidario de la muerte. Para eso estaban los demonios y los monstruos, igual que los humanos, de los que morían miles y millones. La materia también desaparecía. Pero una divinidad no podía perecer. Estaba mal. El alma del mundo no puede morir, ni siquiera una parte contenida de ella. Ese dios cristiano hizo mal en dejar que muriera su avatar. Equivale a dejar que se muera parte de sí mismo. Pues si se muere el Hijo, no puede ser un engaño. Si Dios en la cruz es un Dios que finge una tragedia humana, convertiría a la Pasión de Cristo en la Farsa de Cristo. La muerte del hijo tuvo que ser real. El Padre Martin me aseguró que lo fue. Pero por mucha resurrección que haya, un dios muerto siempre lo será. El Hijo jamás logrará quitarse el sabor a muerte de la boca. La Trinidad estará contaminada por ella. Seguro que Dios Padre nunca consiga librarse de cierto hedor que le sube del lado derecho. El horror debe ser real. ¿Por qué iba a someterse Dios a algo así? ¿Por qué no dejar la muerte para los mortales? ¿Por qué tuvo que ensuciar lo que era bello, estropear la perfección?

Por amor. Ésa fue la respuesta del padre Martin.

¿Y el comportamiento de este Hijo? Hay una historia sobre el bebé Krishna, acusado injustamente por sus amigos de haber comido un poco de tierra. Su madre adoptiva, Yashoda, se le acerca haciendo un gesto admonitorio con el dedo.

—No debes comer tierra. Eres un niño malo.

—Pero si no he comido tierra —dice el indiscutible dios de todo, disfrazado en broma de criatura humana asustada.

—¡Vamos! Abre la boca —le ordena Yashoda.

Krishna obedece. Abre la boca. Yashoda da un grito ahogado. En la boca de Krishna ve el universo entero, completo y eterno, todas las estrellas y los planetas del espacio y la distancia que hay entre ellos, todos los países y océanos de la Tierra y la vida que los habita; ve todos los ayeres y todas las mañanas; ve todas las ideas y todas las emociones, toda la compasión y la esperanza, y las tres hebras de la materia; no falta ni una piedra, ni una vela, ni un animal, ni un pueblo ni una galaxia. Incluso se ve a sí misma y a cada pedazo de tierra en el sitio que le corresponde.

—Mi Señor, ya puede cerrar la boca —dice con reverencia.

Luego hay la historia de Vishnu encarnado de Vamana el enano. Pide al rey demonio Bali que le conceda la tierra que pueda cubrir con tres pasos. Bali se mofa del alfeñique que tiene delante y de su petición patética. Consiente. De repente Vishnu adopta su tamaño cósmico. Con un paso cubre la Tierra, con el segundo el cielo, y con el tercero, le da una patada a Bali que lo envía al infierno.

Ni siquiera Rama se quedaba de brazos cruzados, y él era el más humano de las divinidades, al que tuvieron que recordar su status divino cuando entristeció por su lucha para recuperar a Sita, su esposa, del malvado Ravana, rey de Lanka. Pero jamás se hubiera dejado abatir por una cruz insignificante. A la hora de la verdad, trascendía su forma humana y limitada con una fuerza superior a la de cualquier hombre y con armas que ningún hombre sabría manejar.

Eso es un Dios como dios manda: brillante, poderoso y fuerte. Un Dios capaz de rescatar y salvar y aniquilar el mal.

En cambio, este Hijo que pasa hambre, que pasa sed, que se cansa, que se inquieta, al que interrumpen con comentarios molestos, al que acosan, que tiene que soportar una pandilla de seguidores que no lo entienden y opositores que no lo respetan, ¿qué clase de dios es éste? Pues un dios demasiado humano. De acuerdo, hay algún que otro milagro de naturaleza medicinal, consigue satisfacer unos estómagos vacíos, y en el mejor de los casos atenúa una tormenta y camina durante algunos instantes sobre el agua. Pero si eso es magia, es magia menor, del calibre de los que hacen trucos con las cartas. Cualquier dios hindú lo haría cien veces mejor. Este Hijo es un dios que se ha pasado casi toda la vida contando historias, hablando. Este Hijo es un dios que caminó, un dios peatón, y encima en un lugar cálido, con un paso como el de cualquier humano, con sandalias que apenas le protegían los pies de las rocas que se encontró en el camino. Y las pocas veces que se decidió a derrochar el dinero en un transporte, iba en un burro de lo más corriente. Este Hijo es un dios que sólo tardó tres horas en morir, entre quejas, suspiros y lamentos. ¿Qué clase de dios es éste? ¿Qué es lo que inspira este Hijo?

—El amor —dijo el padre Martin.

¿Cómo puede ser que este Hijo aparezca una sola vez, hace mucho tiempo, en un país remoto, entre una tribu oscura en medio de la nada de Asia occidental, en los confines de un imperio que desapareció hace años? ¿Cómo puede ser que acabaran con Él antes de que le saliera una sola cana en la cabeza? ¿Que no deje ni un solo descendiente, sino un testimonio desperdigado y parcial, meros garabatos en el polvo? Vamos a ver, no estamos ante un Brahman con un enorme ataque de miedo a salir a escena, sino algo bastante más grave. Estamos ante un Brahman egoísta; un Brahman mezquino e injusto; un Brahman que apenas se pone de manifiesto. Si Brahman se empeña en tener un solo hijo, debería hacerse tan abundante como Krishna con las lecheras, ¿no? ¿Qué justificación hay para tanta tacañería?

—El amor —repitió el padre Martin.

Muchas gracias, pero yo me quedo con mi Krishna. Su divinidad me resulta francamente cautivadora. No me interesa un Hijo sudoroso y parlanchín. Todo vuestro.

Así fue como conocí a ese rabino problemático de hace siglos: con incredulidad e irritación.

Estuve tomando té tres días seguidos con el padre Martin. Y con cada tintineo de las tazas con los platitos, y de las cucharas contra el borde de las tazas, yo le hacía preguntas.

La respuesta siempre era la misma.

Me molestaba, este Hijo. Cada día me ardía más la indignación que sentía hacia Él, y más defectos le encontraba.

¡Y es petulante, además! Una mañana en Betania, a Dios le entra hambre; a Dios le apetece desayunar. Se topa con una higuera. Como no es la temporada de higos, el árbol no tiene fruta. Dios está molesto. El Hijo refunfuña: «Que este árbol nunca más dé fruta». Segundos después, la higuera se marchita. Eso dice Mateo, secundado por Marcos.

Y yo me pregunto: ¿la higuera tiene la culpa de que los higos no estuvieran en temporada? ¿A quién se le ocurre castigar así a una pobre higuera, hacer que se marchite al instante?

No podía quitármelo de la cabeza. Sigo sin poder hacerlo. Pasé tres días enteros pensando en Él. Cuanto más me irritaba, más vueltas le daba. Cuanto más sabía acerca de Él, más ganas tenía de tenerlo a mi lado.

El último día, unas horas antes de partir de Munnar, subí corriendo la colina de la izquierda. Ahora se me antoja una escena típicamente cristiana. El cristianismo es una religión con prisas. El mundo, sin ir más lejos, fue creado en siete días. Incluso a escala simbólica, es una creación frenética. Habiendo nacido en una religión en la que la batalla por un alma única se convierte en una carrera de relevos que se extiende a lo largo de muchos siglos, con generaciones innumerables pasándose el testigo, la resolución tan acelerada del cristianismo me mareaba. Si el hinduismo fluye con la misma placidez que el Ganges, el cristianismo trajina como Toronto en hora punta. Es una religión que tiene la misma rapidez que una golondrina, la misma urgencia que una ambulancia. Es de lo más voluble y se expresa en un instante. Puedes redimirte o condenarte en un santiamén. El cristianismo se remonta a tiempos inmemoriales, pero en esencia sólo existe en un tiempo: ahora mismo.

Subí esa colina como un rayo. Aunque aparentemente el padre Martin no estaba PRESENTE (desgraciadamente, el panel estaba tapado), gracias a Dios sí estaba presente.

Sin apenas aliento le dije:

—Padre, quisiera ser cristiano, por favor.

Sonrió.

—Ya lo eres, Piscine, en el corazón. Aquel que se encuentra con Cristo con buena fe ya es cristiano. Aquí en Munnar has conocido a Jesucristo.

Me acarició la cabeza. De hecho, me la golpeó. La mano me hizo BUM BUM BUM en la cabeza.

Creí que iba a estallar de alegría.

—Cuando vuelvas, tomaremos más té, hijo.

—Sí, padre.

Fue una sonrisa bondadosa la que me dedicó. La sonrisa de Cristo.

Entré en la iglesia, ahora sin miedo, ya que se había convertido en mi casa también. Recé a Cristo, que está vivo. Entonces bajé corriendo la colina de la izquierda para subir corriendo la de la derecha, donde di las gracias al Dios Krishna por haberme presentado a Jesús de Nazaret, cuya humanidad tanto me cautivaba.